Una defensa de la monarquía

La salida de España de Don Juan Carlos, amén de representar el triste ocaso de una figura clave en la historia de España, muestra hasta qué punto nuestro país ha dependido en exceso del carisma de su primer rey democrático. Muerto el juancarlismo, numerosas voces lamentan la ausencia de una defensa monárquica más allá del mero pragmatismo.

Así, ante el evidente deterioro del mito fundacional del llamado régimen del 78, es necesaria una defensa de la institución basada en su contribución a los asuntos de Estado, desgajada del carácter y virtudes de quien porte la Corona. Si se asume que lo deseable es disponer de una jefatura del Estado apartidista, sin capacidad ejecutiva, que prime la visión a largo plazo y no se halle sujeta a los ciclos electorales que condicionan el ejercicio de otras magistraturas, son varios los argumentos que justifican que la monarquía es el mejor de los sistemas posibles para determinar la jefatura de un Estado democrático.

Primero. Una ventaja de la sucesión dinástica es que introduce un fuerte incentivo para que el monarca se guíe por una visión que trascienda su propio mandato. Así, quien reina siente sobre sí no solo el peso de las generaciones pasadas, sino la necesidad de garantizar que sus hijos y nietos accedan al trono. Se prima que la jefatura del Estado actúe con luces largas y que su obrar no colisione con intereses electorales. Por ello, en las escasísimas ocasiones en que un rey habla, lo hace con el peso de la historia en los hombros y el deseo de que los efectos benéficos de su intervención se proyecten más allá de su vida, hecho que dota a dichas intervenciones de una auctoritas singular. ¿Hubiera aceptado el pueblo japonés en 1945 la rendición con tal parsimonia si lo hubiese sugerido un líder político cualquiera? Resulta difícil creerlo.

Segundo. En su obra The English Constitution, Bagehot dedicó un capítulo a justificar el rol de la monarquía británica, donde entre otras razones destaca lo que llamó «dar cognoscibilidad al Estado». Su tesis (profundamente clasista, pues afirmaba que situar a una familia al frente del Estado facilitaba que las clases poco educadas se implicasen en los asuntos políticos) ha quedado descartada, pero es innegable que las monarquías contemporáneas favorecen la cognoscibilidad del Estado allende sus fronteras y constituyen un refuerzo decisivo al soft power de una nación mediana como España. Dicho de forma sencilla: pocos conocen al presidente de Alemania, pero una parte nada desdeñable de la población mundial podría nombrar a más de un nieto de la Reina de Inglaterra. Las celebraciones, la asistencia a foros internacionales durante décadas, las relaciones personales e incluso su presencia en el papel cuché contribuyen a proyectar la imagen del país, dotándole de un peso en la conversación internacional que, a priori, no le correspondería.

Tercero. Si, como suele afirmarse con displicencia, una virtud de la monarquía es ser bonita, ello se debe a que permite conservar un acervo cultural de valor incalculable. El Estado dedica amplias partidas presupuestarias a la conservación de bienes y ritos tradicionales, y existe consenso en que actividades como las danzas mozárabes o el Camino de Santiago son manifestaciones culturales del pasado que conviene mantener. La Monarquía contribuye a este fin de forma sobresaliente. Piensen en la historia milenaria de los monteros de Espinosa, que velaban el cadáver del Rey de Castilla (y hoy del de España). O en la labor de los frailes agustinos en el pudridero real del Escorial (un lugar del que apenas existen imágenes), enterrando en cal los restos mortales de la realeza en un ritual ininterrumpido de siglos. ¿A cuántas manifestaciones culturales de menor significancia histórica dedica recursos el Estado?

Cuarto. Un jefe de Estado sin funciones de gobierno ha de ir más allá de la propia ejemplaridad, y dotarse de una neutralidad que le permita obrar casi como símbolo viviente. La máxima the king can do no wrong (del latín rex non potest peccare) lo simboliza: el rey no puede errar, pero tampoco acertar. La magistratura exige despojar a quien la encarne de cualquier virtud o defecto, exceso o afán dinámico (quizá Juan Carlos no fue rey en ese sentido, después de todo). La Corona requiere que quien la ciña abandone toda pretensión de volcar su personalidad en ella. Solo así la locución latina cobra su sentido y cuestiona, al tiempo, las supuestas ventajas de una presidencia electa: ¿qué sentido tiene exigir virtudes o carisma a quien habrá de despojarse de ellos antes de ser ungido?

Se ha planteado estas semanas la inviolabilidad y su influencia sobre las acciones de Don Juan Carlos como una suerte de mal congénito de la monarquía (a pesar de los escándalos de los inviolables presidentes de la República Francesa). El problema, en este caso, fue extender la inviolabilidad a todas las acciones del monarca, y no solo a aquellas relacionadas con el ejercicio de sus funciones (contra el criterio de autores como Gimbernat Ordeig). La inviolabilidad, necesaria, en ningún caso debe ser una carta blanca. ¿Qué podría limitar el riesgo de impunidad? La certeza de que otro de su estirpe vendrá detrás. La transmisión hereditaria se plantea frecuentemente como un privilegio, pero arrostra sacrificios. ¿Habría claudicado el Rey emérito de no cargar con el peso de asegurar que su nieta pueda acceder al trono? ¿Hubiera aceptado un ex presidente verse condenado al ostracismo sin un solo gesto en defensa propia? La sucesión dinástica es, en último término, el principal contrapeso a la ficción de la inviolabilidad.

Quizá Don Juan Carlos piense que con su salida sus descendientes podrán ganar el futuro (parafraseando su célebre discurso) pasando del juancarlismo al institucionalismo, pero ha de ser consciente de que se trata de un salto al vacío. El monarquismo en España sufre anemia, y hoy la Corona no tiene quien le escriba. Sería trágico que quienes lean en el futuro la misiva que este Rey crepuscular envía a su hijo supiesen que no fue posible preservar el régimen que mayor prosperidad nos ha procurado en los últimos dos siglos. Pocas cosas causan mayor desazón al repasar la historia que descubrir esfuerzos que a la postre fueron inútiles.

Arman Basurto es asesor del Grupo Liberal en el Parlamento Europeo.

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