Una defensa generosa de España

A comienzos de este mes de noviembre se ha presentado en Barcelona una plataforma de ciudadanos que ha expresado, a través de un manifiesto, su hartazgo frente a la «imposición de postulados identitarios y secesionistas a todos los catalanes, sin respeto alguno a las normas de convivencia democrática» impulsada en los últimos años por los gobiernos separatistas de la Generalidad de Cataluña. Han concluido sus demandas haciendo un llamamiento a las fuerzas políticas constitucionalistas para «presentar un único proyecto capaz de dar respuesta a los problemas reales de la sociedad catalana y derrotar en las urnas tanto al nacionalismo como al populismo. Necesitamos un proyecto político ganador. Es posible vencerles en las urnas».

Este manifiesto no dice nada nuevo que no conozcamos ya sobre la asfixia a la que somete cada día el Gobierno del señor Aragonés, igual que lo hicieron antes Torra, Puigdemont o Mas, a los ciudadanos que no comparten su desafío separatista. Asfixia que, al igual que ocurrió en el País Vasco con el terrorismo de ETA, ha obligado a miles de catalanes, entre ellos centenares de empresarios, a tomar la decisión de abandonar su lugar de origen para poder vivir en libertad en otros rincones de España. Aporta, eso sí, la novedad del llamamiento a PP, Vox y Ciudadanos para que «en las próximas elecciones sean parte activa de una confluencia política del mundo constitucionalista para presentar un único proyecto» que pueda parar el despropósito de estos últimos cinco años.

Partido Popular y Vox se han apresurado a responder en 24 horas a los firmantes del manifiesto con un jarro de agua fría, rechazando formar parte de un proyecto común para frenar al separatismo. Contestar sin pararse siquiera a realizar un análisis sobre los pros y contras de una propuesta se ha convertido por desgracia en un recurso tan habitual en los partidos como el de alentar la participación de la sociedad civil para luego no hacerles mucho caso.

Desplantes al margen, conviene repasar las razones que han permitido la degeneración de España como nación. Una descomposición que es incluso anterior a la reflexión de Rodríguez Zapatero cuando dijo en el Senado en 2004 aquello de que la nación era un concepto «discutido y discutible». Uno de los principales problemas, quizá el original, fue el sistema electoral acordado por PP y PSOE para buscar una integración cómoda de los nacionalistas en el proyecto constitucional aprobado en 1978. Un sistema tan bienintencionado como injusto e inútil y que solo ha servido para que la deslealtad avance por la pendiente de la desintegración, así como para que los que tenían la obligación de pararla prefirieran el entendimiento rápido con los enemigos de la nación al pacto de Estado, más laborioso, entre diferentes.

Por tanto, la primera reforma que debiera ponerse en marcha para poner fin a este despropósito, sería la de asegurar una obviedad que actualmente no se cumple: que el voto de cualquier español valga lo mismo en cualquier parte de España. Desconozco si la formula debe ser la circunscripción única –como ocurre en las elecciones europeas–, un sistema proporcional u otro distinto, pero lo que no es de recibo es lo que ocurre ahora con la aplicación de la Ley D’Hondt. Baste como ejemplo repasar alguno de los resultados de las últimas elecciones generales celebradas el 10 de noviembre de 2019: Ciudadanos: 1.650.318 votos, 10 diputados; ERC, 874.859, 13 diputados; JpC, 530.225 votos y ocho diputados; PNV, 379.002 votos, seis diputados; EH-Bildu obtuvo 277.621 votos: cinco diputados. Sobran los comentarios.

Soy consciente de que en la actualidad esta reforma es tan urgente y necesaria como imposible. Los acuerdos que no pudieron alcanzarse en esta materia con el Partido Socialista de Felipe González son impensables con un personaje como Pedro Sánchez al frente de esta formación. Por esta razón es mucho más importante no despreciar la propuesta de unidad electoral planteada en el manifiesto que hemos comentado. Es incomprensible descartar con unas simplonas declaraciones la necesidad de detener un desafío que avanza desbocado para romper la unidad de España.

Nadie discute que los tres partidos a los que los catalanes firmantes del manifiesto han pedido ayuda muestran cada día su preocupación por la grave situación de ruptura y colapso que atraviesa España. Pero cuando además de predicar llega la hora de dar trigo, esta preocupación parece pasar a un segundo plano porque entonces lo importante no es tanto frenar el proceso como determinar quién lo lidera.

España no tiene tiempo para distraerse con una lucha de egos que a casi nadie importa, lo urgente es arrimar el hombro. Al enfermo poco le importa saber qué mano es la primera en llegar para taponar la herida y contener la hemorragia, lo importante es que haya las suficientes para hacerlo. Los que apuestan por la ruptura tienen un proyecto claro, un objetivo marcado y unos plazos para lograrlo. Cuentan además para ello con la docilidad de un socio débil y entregado, un presidente dispuesto a todo con tal de comprar su continuidad en La Moncloa sin importarle lo más mínimo el futuro de nuestra Nación.

En consecuencia, cuando la amenaza se incrementa y está claro el objetivo –asegurar la igualdad de los españoles y mantener nuestra integridad territorial– no hay tiempo que perder. Resulta frustrante que una propuesta tan sensata no haya merecido la atención debida de los partidos que aspiran a convertirse en alternativa al peor Gobierno de España de nuestra democracia. Menos se entiende aun cuando hace poco más de un año, en las elecciones autonómicas vascas, PP y Ciudadanos se presentaron en coalición. Y no se entiende tampoco que Vox, que presume de ser el mayor garante de nuestra unidad, ignore esta llamada de socorro que surge de lo mejor de Cataluña.

Por tanto, la pelota está en el alero de quienes consideran –de quienes consideramos– que nuestra Nación debe ser defendida en un momento crítico de su historia. El bien superior a preservar es España y su unidad; cuando su futuro está en riesgo sobran la táctica partidista y el cortoplacismo, es el momento de la altura de miras, la generosidad y el acuerdo. Conviene terminar recordando la réplica tras la jura o promesa de la bandera una vez adquirido el compromiso de defenderla como símbolo de la unidad de la Patria: «Si así lo hacéis, la Patria os lo agradecerá y premiará y si no, mereceréis su desprecio y su castigo como indignos hijos de ella».

Carlos Urquijo fue delegado del Gobierno en el País Vasco.

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