Una democracia envilecida

 Armengol, durante su discurso en el acto del Día de la Constitución. Foto : Congreso
Armengol, durante su discurso en el acto del Día de la Constitución. Foto : Congreso

En 1917 Ortega y Gasset publicó un artículo titulado “Democracia morbosa” cuyo comienzo creo conveniente reproducir. Ortega empieza diciendo que “las cosas buenas que por el mundo acontecen obtienen en España sólo un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna”.

Dado el general desconcierto en que vive el mundo occidental, sin apenas excepciones, creo que nuestra situación es mucho peor que la que molestaba al filósofo madrileño. Ortega se quejaba de que no reflejábamos bien las virtudes, por escasas que fuesen, del mundo ajeno, pero ahora no se acaba de ver con claridad de qué podríamos apropiarnos.

Aparte de esta circunstancia penosa que ahora nos afecta, lo que Ortega explica en su texto es que cuando la democracia se olvida de ser una estructura política, cuando se convierte en algo que no puede ser, la democracia “resulta incapaz de proporcionarnos orientación alguna” y “se engendran las mayores extravagancias”. No creo que se necesiten muchos ejemplos para certificar el diagnóstico, de manera que me parece que Ortega tenía razón y los tiempos actuales no hacen sino reforzar lo pertinente de su alegato.

En España hemos asistido, sin duda, a una inflación desmedida de la democracia, al intento de que la democracia nos proporcione una moral tan nueva como arbitraria y contraria al buen sentido y a la lógica, pero me parece que, con ser grave esa dolencia, todavía nos afecta un disparate mayor.

Por eso creo que cabe hablar de una democracia envilecida y no simplemente de la morbosidad de extender supuestos remedios democráticos a otras esferas de la existencia, sin que ello suponga negar gravedad a tal morbo. Por desgracia cuando se padece un cáncer también puede aparecer una grave dolencia cardíaca.

Nuestra democracia está envilecida porque su propia naturaleza política y representativa como forma de atribuir el poder y legitimarlo está siendo bastardeada por las formas en las que el poder se ejerce. Esto viene sucediendo desde que se admitió como normal que el poder ejecutivo puede hacer lo que quiera si tiene una mayoría suficiente.

Pongamos algunos ejemplos cuya cegadora evidencia no puede escapar a ninguna mente por poco despierta que se encuentre. Es evidente que la mayoría política que sustenta al gobierno de Pedro Sánchez está constituida, entre otros, por fuerzas cuyo objetivo explícito es acabar con la unidad nacional que está en la base de nuestra actual Constitución. Este hecho, que no admite prueba en contra, demuestra que el gobierno está usando de manera moral y políticamente ilegítima unas atribuciones legales que tiene, sin duda, pero que puede tenerlas porque ha estado dispuesto a envilecer hasta el pasmo la naturaleza misma de la legitimidad democrática.

Como es obvio, el gobierno, al que no puede escapar la singular vileza de conductas semejantes, se apresta a inventar una retahíla de supuestas explicaciones para tratar de ocultar ese vicio radical. Ejemplo de ello es que se presente un proyecto de ley de amnistía, y varias propuestas de ley del mismo tenor, bajo la presunción de que se trata de obtener la pacificación o atenuación de un intento de atentar contra la unidad de España cuya segura repetición se asegura sin el menor pudor por los beneficiados del pacto de investidura y que, como es fácil de ver, se podrá reproducir con argumentos legales de los que carecía en el pasado.

Otro tanto cabe decir sobre que en el País Vasco se acepte pactar con partidos en cuyo pasado muy reciente figuran el asesinato de centenares de españoles por el mero hecho de serlo y sin que haya habido el menor atisbo de crítica política de esas conductas terroristas. Todavía es peor, si cabe, que el PSOE se apreste a blanquear esos crímenes con la única excusa de que su indecencia rinde votos que necesita para mandar.

De manera coherente con ese envilecimiento de la democracia, el gobierno que ahora padecemos se apresta a convertirse en un poder único y absoluto. Es evidente que ha laminado la menor posibilidad de que el poder legislativo sea autónomo y libre frente al poder ejecutivo del gobierno, una maniobra perversa que, todo hay que decirlo, no se le puede atribuir en exclusividad, pero que en sus manos ha alcanzado límites tan grotescos como vergonzosos.

El poder judicial, ya sometido desde hace años a frecuentes sacudidas políticas, es, junto a la Monarquía, la única institución que resiste como puede el vendaval revisionista y envilecedor de la democracia liberal que está protagonizando el PSOE de Pedro Sánchez. Hay que esperar que la dignidad y entereza moral de los jueces les permita aguantar firmes frente al vendaval totalitario que pretende convertirlos en una oficina ejecutiva de los ministerios de justicia y presidencia.

Aún hay más. Estamos asistiendo al inaudito plan de apoderarse de algunas de las grandes empresas que están a su mano, las que no lo están tendrán que aguantar sus impertinencias y sus arbitrarias exacciones, con la sospechosa excusa de protegerlas. De esta manera, un buen número de compañías españolas, están experimentando la llamada del visitador de Moncloa que les ofrece maravillas sin cuento a cambio de ceder importantes parcelas de su libertad y de sus consejos de administración. Es tremendo que un gobierno incapaz de arreglar nada de lo que le compete se quiera ofrecer como consilieri a las empresas que, con las dificultades de cada caso, consiguen hacer un papel digno en sus respectivos mercados. Y es sangrante que esas ofertas de apoyo, se vehiculen como fuere, sólo puedan apoyarse contrayendo más y más deuda pública, una losa que, tarde o temprano, caerá sobre nuestras quebradas espaldas.

La democracia en España está envilecida porque el gobierno cree que arañar votos de cualquier especie hasta juntar un bote con posibilidades de éxito le otorga un poder absoluto, pero es que las democracias han sido siempre lo contrario de eso, sólo cumplen bien su función de apartar a los tiranos si existe diversidad de poderes y se respeta la libertad de los ciudadanos sin imponerles dogmas ni limitaciones mediante mentiras y trampas.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es 'La virtud de la política'.

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