La derecha española tiene que salir al paso de su identificación absurda con lo que de ella dicen quienes mantienen otras opciones ideológicas y otros proyectos políticos. Es triste verla aceptar su imagen en el reflejo desfigurado que dibuja la épica antisistema, el vocerío secesionista o la algarada rencorosa de un partido con tal envergadura de desorientación como la que tiene el PSOE. A la derecha española le puede siempre un cierto pudor, una devastadora confusión entre la moderación y la indigencia. Temerosa de encabezar opciones que dividan a los españoles, ha acabado por prescindir del sentido mismo de la pluralidad, que siempre exige perfiles robustos, identidades claras, además de la perceptible tolerancia hacia quien piensa de un modo distinto.
Acechada por su desprecio del radicalismo, la derecha ha acabado por exhibir un aire de neutralidad ideológica, como si tener una concepción del mundo arraigada en lo más hondo de nuestra civilización fuese ahora una limitación para el diálogo. Sus adversarios han advertido muy pronto esa avería en el fuselaje de su cultura política. Han conseguido proyectar sobre la opinión pública la sensación de que la derecha está solo de visita en el espacio de las ideas, que solo recurre a ellas cuando la necesidad apremia, para enarbolar entonces un apresurado repertorio de lugares comunes que, en realidad, ni siquiera pertenecen al pensamiento liberal o conservador. Cuando la derecha sale en defensa de nuestro sistema constitucional realiza una tarea indispensable, pero del todo insuficiente, y que puede llegar a dañar lo que se desea preservar. Pues lo que se transmite a los ciudadanos es que, más allá de la Carta Magna, marco de convivencia y nunca propiedad de una parte de los españoles, la derecha carece de propuestas de fondo, de horizontes culturales, de militancia en un área concreta del pensamiento democrático europeo.
En su noble y tenaz defensa de un bien común, de un patrimonio jurídico y un Estado nacional, la derecha ha acabado por difuminar sus opciones diferenciadas. Y, sobre esa incomparecencia, sus adversarios han transmitido a los españoles que la derecha carece de principios presentables, que es solo una coalición de intereses egoístas. Quizás lo que está ocurriendo se deba, en no poca medida, a esa rendición ideológica incondicional en la que no ha dejado de vivir la derecha desde la Transición. Por supuesto, su entrega absoluta no se realiza de forma abierta, sino del peor modo posible: sin llegar a expresarlo, dejando que otros lo digan sin responder a tal injuria, callando sus ideas, aceptando que, mientras la izquierda tiene valores, la derecha solo posee eficacia de gestión. Que, mientras la izquierda atesora convicciones, la derecha solo posee pragmatismo y sentido común. Que, mientras la izquierda conserva principios e ilusiones de justicia, la derecha vive del conformismo, de la satisfecha defensa de todo lo existente.
Aceptemos que a nuestra derecha le falta capacidad de creer en sí misma. No se trata solo de elogiar una tarea de gobierno, de hacer balance de las cuentas saldadas para tratar de salir del amargo atolladero de la recesión. No se trata, desde luego, de blandir el texto constitucional. Ni siquiera de enarbolar difusas referencias al consenso de 1978 o de hacer vagas alusiones a la soberanía del pueblo español o a la necesaria igualdad de los ciudadanos. Todo eso es indispensable, pero anda muy lejos de ser suficiente en el actual campo de conflicto. Porque nos encontramos ante una de esas encrucijadas de la historia que exigen la implicación, el compromiso, la virtud cívica. Tenemos ante nosotros la devastadora deslegitimación del pacto nacional más ambicioso refrendado en la España del siglo XX. Tal ofensiva de despropósitos se ha realizado por la incomparecencia de la derecha. No me refiero, claro está, al hecho de gobernar. Hablo de todo aquello en que también consiste una democracia moderna y, desde luego, aquello en que se ha afirmado el sistema de valores característico de la cultura política de la Europa occidental.
Lo que la derecha debe representar es mucho más que el interés de un partido llamado a gobernar, al que se le presuma habilidad administrativa y lealtad constitucional. Esa visión de la política es la que más daño ha causado, porque ha acabado por identificar la derecha con una parte del engranaje institucional o con una maquinaria de promoción en tiempo de elecciones. Lo que debe hacer la derecha es reivindicar unos principios que le han dado en todo Occidente una reputación tan difícilmente rastreable en España. La derecha afirma en todas las naciones civilizadas la defensa de la igualdad radical de los ciudadanos. Ninguna lección acerca de ello puede dar una izquierda que olvida que ese rasgo esencial de nuestra cultura se sostiene sobre una tradición cristiana de la que se quiere prescindir en la formación de los jóvenes, y que se insulta a diario en la banalidad malévola de una agitación que nada tiene que ver con el laicismo.
La derecha proclama que a todos se nos debe una promoción que recompense nuestro esfuerzo y haga justicia a nuestros méritos. La derecha defiende una idea de España basada en nuestra realidad histórica, en nuestra voluntad de permanencia y en la seguridad jurídica, material y cultural que proporciona una nación consciente. La derecha afirma que la compasión por quien padece no es mero recetario de urgencia para circunstancias excepcionales, sino una actitud permanente. Tal exigencia de justicia social tiene también raíces muy hondas, un mensaje milenario que se proclamó al principio de nuestra era y que no ha dejado de adaptarse desde entonces. La derecha es optimista, cree en el progreso del hombre libre y no desea construir una mera red asistencial para épocas de crisis, sino que todos los ciudadanos se eduquen en aquellos valores que fundamentan la fraternidad.
Tienen razón algunos severos críticos de nuestro sistema constitucional: España necesita un buen debate de ideas. Una discusión a tumba abierta, en la que todo aquello que damos por sentado vuelva a plantearse, para que los ciudadanos puedan apreciar las legítimas diferencias existentes, en lugar de asistir al desigual y falso antagonismo entre quienes dicen representar en exclusiva al pueblo y quienes solo aciertan a presentarse como exclusivos defensores del orden institucional. La democracia no es un permanente plebiscito entre custodios e impugnadores de una estructura jurídica. Es un espacio de disputa entre formas de interpretar la permanencia de una civilización. La derecha ha de abandonar esa posición arbitral que la vacía de significados ideológicos, para participar en el debate con sus propios recursos, con sus valores específicos. Solo así podrá recuperar una labor que en otro tiempo ostentó con excelentes resultados: hacer que sus valores, sin ser los de todos, pasen a tener una bien asentada hegemonía cultural. Que se reconozcan como los mejor armados. Que se acepten como los más profundamente anclados en las ideas de libertad individual, progreso colectivo, justicia social y conciencia histórica que han ido fabricando los límites morales de una civilización.
Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.