Una desequilibrada reinterpretación

Por Hugh Thomas, historiador (ABC, 29/07/06):

EN el septuagésimo verano tras el estallido de la Guerra Civil española he recibido varias invitaciones para pronunciar conferencias sobre ella, a pesar de que publiqué mi libro sobre el tema hace cuarenta y cinco años y es de suponer que estará bastante desfasado. He rechazado estos ofrecimientos. La razón no es sólo que ahora tenga otros intereses, sino que una vez más la Guerra Civil española parece ser objeto de una desequilibrada reinterpretación. La Ley de la Memoria Histórica sonaba un poco sesgada. Ese planteamiento parecía quebrantar el espíritu de la maravillosa transición posterior a 1975, uno de los mayores logros históricos de España.

El régimen de Franco después de 1939 fue, por supuesto, muy severo. Las fotografías de la entrada del ejército en los pueblos blancos de Andalucía en 1936 son tan desgarradoras como las de los prisioneros republicanos, pongamos, en el monasterio de Celanova. Pero como todas las políticas, estas cosas tienen su explicación. Una razón de la represión después de la guerra, por ejemplo, la dio el cardenal Segura a finales de la década de 1940, cuando le dijo a un diplomático británico que la clase media había sufrido tanto a manos de los comunistas y sus aliados que hallaba imposible el perdón. Muchos conocían demasiado bien las brutalidades de las checas que tan extraordinariamente habían florecido bajo la República después del 19 de julio de 1936. Paracuellos no fue la única atrocidad, aunque sí la más sensacional. Varios ministros de Franco conocían por experiencia propia las cárceles republicanas.

Es cierto que los que vivieron en España entre 1939 y 1945 se hartaron de información sobre estos temas y oyeron hablar poco de lo ocurrido a los presos de izquierdas. Pero seguramente lo importante ahora es insistir en que la Guerra Civil fue un suceso deplorable en el que casi nadie de importancia se comportó bien. Fue con creces el peor acontecimiento en la historia de España. En un libro titulado Guerra Civil en Málaga, Antonio Nadal dedica dos lúgubres capítulos a enumerar primero los asesinados en dicha ciudad por la izquierda y luego los que murieron en ella a manos de la derecha, una cifra más elevada. Las muertes después de la guerra de 1936 hacen que las acaecidas tras la lejana guerra civil de los Comuneros, en 1520-1521 (100, según José Pérez, incluidos los fallecidos en la cárcel), parezcan insignificantes.

La mayoría de los políticos de la República cometieron errores graves, antes de la guerra y durante ella. Muchos, tanto de la derecha como de la izquierda, eran inteligentes, cultivados, elocuentes y encantadores. Casi todos tenían expectativas extraordinarias que les impedían psicológicamente llegar a ningún acuerdo. Recuerdo que el comunista Balbontín (a quien conocí en su largo exilio en Bayswater) escribió sobre José Antonio, el más atractivo de los fascistas europeos: «No cabe duda de que José Antonio Primo de Rivera tenía un sueño en mente, un sueño peligroso para él y para nuestro pueblo».
En la izquierda también había sueños, igualmente intoxicadores, igualmente peligrosos. Naturalmente, los anarquistas tenían los más notables de todos, aunque no pienso que debiéramos considerarlos de izquierdas, porque sus líderes despreciaban a la Segunda República tanto como la derecha. Ambos la veían tipificada por el corrupto Lerroux, no por los elegantes hombres de letras que ayudaron a instaurarla.

Al dirigente sindical socialista Largo Caballero le gustó durante unos meses que lo llamaran «el Lenin español». Probablemente no estaba muy enterado de las brutalidades del verdadero Lenin. Era anciano, pero no demasiado viejo para soñar. Los discursos que pronunció a principios de 1936 lo convirtieron en uno de los autores del conflicto. ¿Cómo podían él y el aún más moderado Prieto haber respaldado la escandalosa revolución de 1934? En su exilio en México, Prieto se disculpó por su comportamiento de 1934, una notable concesión por parte de un político. Pero Largo guardó silencio. La supervivencia de su estatua en Nuevos Ministerios en Madrid no resulta muy apropiada que digamos.

No hay muchas razones para pensar que si Largo hubiera presidido un gobierno victorioso en abril de 1939, España habría estado mejor que con Franco. Tras una guerra civil de tal intensidad, era probable que se instaurase un gobierno autoritario, de derechas o de izquierdas. Probablemente una República victoriosa habría estado dominada por los comunistas, porque éstos eran más amorales y más profesionales que cualquier otro partido. La consecuencia habría sido la extinción no sólo de los restantes líderes del POUM, sino también de los anarquistas. ¿Habrían matado a más o a menos que Franco? Gerald Brenan, ya muy mayor, me decía con hastío: «En las guerras civiles los vencedores siempre matan más».

Naturalmente, no lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que la trágica guerra no debería recordarse ahora como un suceso político. El talante histórico con el que se debe afrontar ha de ser de «paz, piedad y perdón», siguiendo la famosa sugerencia de Azaña. Era un individuo que tenía sus defectos, aunque muy brillante. Pero «perdón» tiene que significar clemencia para todos, para la derecha y para la izquierda, para los matones fascistas que Umbral describía tan bien en su novela sobre la guerra en Valladolid, y también para los torturadores comunistas de las chekas, como Agapito García Atadell.

Recuerdo algunos versos del poeta Eliot:
«Y oímos sobre la empapada
Tierra allí abajo, al jabalí
Y al perro perseguir su pauta de siempre
Pero entre los astros reconciliados».

Reconciliación sí, pero no culpa. Evidentemente, quedan muchas cosas interesantes que discutir. Lo natural es que la gente quiera saber lo que les pasó a sus abuelos. Como es lógico, los que padecieron años de prisión no pueden olvidar, aunque puedan, excepcionalmente, perdonar. Además, a uno le gustaría saber por qué, en tantas familias de clase media, un hermano era de izquierdas y otro de derechas (los hermanos Laín, Hidalgo de Cisneros, Ponte, Villalba). No basta con decir que en las guerras civiles, la clase media siempre está dividida (aunque lo esté). La lealtad geográfica no siempre es la explicación.

Lo que se necesita ahora por encima de todo es un auténtico monumento en memoria de los caídos en la guerra civil o a consecuencia directa de ella. Debería recordarnos al Yad Vashem de Jerusalén, un monumento sencillo y emotivo en honor de los que murieron en el holocausto de los años cuarenta. Los nombres deberían estar grabados en piedra, por orden alfabético. Deberían incluir a los que fueron muertos en Guernica, y a aquellos de Paracuellos. Deberían figurar asimismo los nombres de los clérigos asesinados junto a los de los masones, José Antonio junto a Companys. Probablemente el monumento no se deba erigir en el Valle de los Caídos. Pero tendría que reflejar el deseo de una auténtica reconciliación. Debería ser la obra de un gran escultor, y tendría que estar terminado para el septuagésimo aniversario del final de la guerra civil, en abril de 2009.