Acaba de fallecer en Salamanca el insigne historiador jesuita y gloria intelectual de España el P. Manuel Revuelta González. En puridad, su desaparición real tuvo lugar hace unos meses, cuando, aquejado de una mortal dolencia cardíaca, marchó a su querida ciudad del Tormes para aguardar con fe y esperanza la inminente llegada de la Parca. Horas antes del abandono de su amado Madrid, en la muy grata compañía de Francisco José Fernández de la Cigoña, conocedor insuperable de todos los caminos contemporáneos de la Compañía en su Asistencia de España, el articulista le hizo su última visita en su residencia en la capital de la nación, después de la cual emborronaría los siguientes renglones.
En un escenario casi flamante de la vida universitaria, pero quizás el más visitado por la elite económica y, sobre todo, política del país -el madrileño pueblo de Cantoblanco-, se sitúa el modesto edificio en el que se verificó por los días de la Navidad pasada la entrañable despedida de dos fraternales amigos de un muy relevante miembro -¿insigne sería más adecuado?...- de la comunidad historiográfica hispana: el P. jesuita Manuel Revuelta González. Enviado por la orden religiosa a la que ejemplarmente pertenece desde su ya muy lejana adolescencia a un lugar de retiro definitivo antes del viaje último, recibió emotiva y dignamente el homenaje postrero de sus dos muy emocionados visitantes. Castellano de insuperable alcurnia caracterológica, no tuvo mayor empacho en dejarse llevar por lo simbólico del momento y reflejar en su viva mirada la huella de este encuentro. Parte de una vida entregada absorbentemente al estudio y a su ministerio sacerdotal se resumía ahora en el abrazo con el que se despedía de unos amigos con los que estuviese unido, con formidable fuerza, a lo largo de la mitad de su laboriosa y fecunda existencia.
Retornados al tártago de la gran ciudad con sus mil y una incitaciones a obligaciones y distracciones, sus impactados visitantes recordarían, en un lugar de asueto, las envidiables cualidades y los incontables servicios prestados por tan preclara figura a una patria ilimitadamente adorada. Destacado muy pronto como cultivador buido y azacanado de uno de los terrenos más delicados y sensibles de la contemporaneidad española, el religioso, sus trabajos sobre campos de suma trascendencia, a la manera de la desamortización, el anticlericalismo o la misma historia reciente de la Compañía de Jesús desde la restauración canovista hasta las fronteras del más candente hoy, serían tan esclarecedores que incluso los muchos e influyentes denostadores de tal suerte de estudios no vacilaron en rendirse con armas y bagajes -dominio completo de los medios de comunicación; dictadura férrea de axiologías científicas; ocupación completa de las más encumbradas instituciones académicas- para ofrecer tributo a un esfuerzo hercúleo por trazar con robusto dibujo el mapa de las facetas más descollantes del catolicismo español de las dos últimas centurias.
Muy pocas empresas intelectuales, en verdad, de nuestro tiempo cabe equiparárselas en el terreno de las Humanidades con la llevada a cabo por el admirable español que consume ya en una ciudad embrujadora de su idolatrada geografía castellanoleonesa -Salamanca- los compases finales de una trayectoria biográfica en todo cumplida y muy susceptible de imitación en sus motores esenciales.
Horas estas, las de su forzado retiro por edad y achaques fisiológicos, coincidentes con un panorama nacional alejado de sus querencias e inclinaciones. No en la dimensión política, siempre, como hombre de concordia, muy relegada en sus afanes y conversaciones, sino en la muy honda de las creencias espirituales y los valores morales. Sin embargo, el inquebrantable optimismo nacido de su indeclinable fe en las infinitas virtualidades de un catolicismo inseparable de la identidad nacional -para él, realidad muy plenificante, pese a sus grietas y manquedades-, le haría apostar, sin dudarlo, por un futuro más penetrado por el mensaje de un Evangelio que propagara denodadamente desde su niñez palentina.
El capital social de su obra intelectual y el ejemplo de sus virtudes personales aportarán un sillar de considerable peso a la construcción de ese porvenir mejor para una España a la que tan bien sirviese.
José Manuel Cuenca Toribio es miembro de la Real Academia de Doctores de España.