Una disputa francesa

Los franceses nunca se quedan atrás en una disputa intelectual. La última gira en torno a un neologismo: el islamo-izquierdismo. El caso es lo suficientemente serio, o lo parece, para que el presidente Macron lo estudie y su ministra de Universidades inicie una investigación. Porque, al parecer, el islamo-izquierdismo ‘gangrena’ las universidades hasta el punto de hacer imposible la investigación -aún no sabemos cuál-, aplastada por la censura de los islamo-izquierdistas. ¿No es una disputa bizantina, puesto que nadie reivindica este islamo-izquierdismo? En este caso, solo hay fiscales y ningún abogado. ¿No sería el no poder definirlo la prueba misma del peligro? Intentemos, por tanto, tomando prestado el método del filósofo Jacques Derrida, ‘deconstruir’ este islamo-izquierdismo. La palabra tiene una historia que se remonta a hace veinte años, y está arraigada en la herencia marxista, tan dominante entre los intelectuales franceses antes de que Stalin, Mao y Castro los decepcionaran sucesivamente. Excomunistas y trotskistas, en busca de proletarios y de una revolución sustituta, se volvieron hacia los palestinos en el exilio y los inmigrantes árabes. ¿No eran ellos, los nuevos proletarios, portadores del futuro? Al no rehuir la violencia, ¿no mostraban su fervor revolucionario? Los islamistas se convirtieron así en el último proletariado de un izquierdismo olvidado. El idilio duró poco, al quedar claro que eran tan antisemitas como antisionistas, y que su revolución estaba en el más allá, y no aquí abajo.

Después de los atentados de Bataclan en 2015, no quedaban muchos intelectuales parisinos que se adhirieran a este islamo-izquierdismo. Pero el concepto ha persistido gracias a su propia indefinición; de ideológico, se ha vuelto mítico, una asociación de palabras muy cómoda para derribar a los adversarios que serán acusados de ser a la vez terroristas, al ser islamistas, e izquierdistas, al ser partidarios de la violencia social. Me viene a la cabeza un precedente: en los años treinta, había periódicos que denunciaban el complot judeo-masónico que gangrenaba Francia. Ya entonces.

Es difícil saber qué revelará la investigación del Gobierno, dado que ningún investigador admitirá ser islamo-izquierdista. ¿Deberíamos elaborar listas de sospechosos basadas en la denuncia, como hizo McCarthy en la década de 1950 en EE.UU.? La denuncia ya no tiene buena prensa en Francia desde el régimen de Vichy, que abusó de ella contra los judíos y la Resistencia. Por si fuera poco, los investigadores sociológicos, afectados en primer lugar por esta caza del islamo-izquierdismo, anunciaron que boicotearían la investigación. Denuncian un ataque a las libertades universitarias; ¿por qué no podremos ser islamo-izquierdistas, si se permite ser maoísta o castrista o favorable a Hamas?

Detrás de esta falsa disputa se esconde un problema real: el lugar del islam en Francia. En efecto, con el pretexto de eliminar el islamo-izquierdismo estamos persiguiendo a dos gorgonas que acechan al modelo francés: el laicismo y el comunitarismo, también calificado como ‘separatismo’. Hoy se sospecha de los musulmanes y mañana de otras oleadas de inmigrantes. ¿Los musulmanes? Generalmente son creyentes y practican su fe, a diferencia de los católicos, que se han vuelto muy discretos. ¿En qué contradice esta fe musulmana al laicismo? En nada, excepto que, en Francia, confundimos fácilmente laicismo y ateísmo. El velo es prueba de ello: en Francia está prohibido en las escuelas y otros lugares administrativos, mientras que en EE.UU., por ejemplo, sería impensable que el Estado se opusiera. El laicismo estadounidense es neutral, el laicismo francés es militante. A esta presunta amenaza se añade el comunitarismo-separatismo. Que un estadounidense se declare italo-americano o chicano es norma multicultural. Francia solo conoce a individuos sin pasado ni colores, salvo los de la bandera nacional. El verdadero crisol es Francia, EE.UU. es una ensalada mixta.

En esta controversia, ¿podemos distinguir el mito de la realidad social? Todas las investigaciones de campo ilustran hasta qué punto los inmigrantes, árabes, musulmanes, africanos, afganos o bosnios, tienen intención de quedarse en Francia y convertirse en franceses. Si tienden a congregarse en ciertos barrios a las afueras de las grandes ciudades es porque el Estado los agrupa allí en viviendas miserables, atendidas por escuelas pobres y sin ningún trabajo cerca. Vivir en comunidad, mantener la memoria del país de origen, es una forma, a menudo la única accesible, de sobrevivir en Francia a la espera de convertirse en francés de pleno derecho, a menudo por medio del matrimonio. La mitad de los musulmanes árabes se casa con no musulmanes, la vía rápida para la integración. Soy partidario de lo que en EE.UU. se denomina acción afirmativa y en francés [y en español] discriminación positiva, que reserva cuotas en los servicios públicos para niños de origen inmigrante.

La característica de estas disputas bizantino-macartistas es excluir cualquier matiz. En EE.UU. siguiendo el mismo modelo, los campus están desgarrados por lo que se llama cultura de cancelación, es decir, la prohibición total de evocar temas y personajes que no sean políticamente correctos. Así, a algunas escuelas se les ha retirado el nombre de Jefferson, porque este padre fundador tenía una relación reprobable con una esclava. Devolver esta desafortunada costumbre a su tiempo y a sus costumbres está simplemente prohibido: sin matices, transacción cero. El hacha, no osaríamos decir la guillotina, separa el bien del mal, o más bien de aquellos que ahora pretenden encarnar el bien. La historia enseña que la búsqueda de una sociedad perfecta a menudo conduce a lo peor, pero el término medio no es excitante.

Guy Sorman

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