Una dosis de verdadera escritura

Hay buenas razones para afirmar que Alice Munro es la mejor escritora de narrativa actualmente en activo en América del Norte, pero fuera de Canadá, donde sus libros son número uno en ventas, nunca ha tenido muchos lectores.

Pese a la condición de Cenicienta a que se ve relegado el cuento, o quizá a causa de ella, un alto porcentaje de la narrativa más apasionante escrita en los últimos veinticinco años han sido cuentos. Naturalmente, está la Más Grande [Alice Munro]. Están también Lydia Davis, David Means, George Saunders, Amy Hempel y el difunto Raymond Carver –todos escritores exclusivamente, o casi, de cuentos–, y luego un grupo más amplio de escritores con grandes logros en diversos géneros ( John Updike, Joy Williams, David Foster Wallace, Lorrie Moore, Joyce Carol Oates, Denis Johnson, Ann Beattie, William T. Vollmann, Tobias Wolff, Annie Proulx, Michael Chabon, Tom Drury y el difunto Andre Dubus), pero que me parecen más a gusto, más ellos mismos en estado puro, en sus obras más breves. También hay, sin duda, unos cuantos excelentes autores que sólo escriben novelas. Pero si cierro los ojos y pienso en la literatura de las décadas recientes, veo un paisaje crepuscular donde muchas de las luces más sugerentes, los lugares que me inducen a volver de visita, proceden de determinados cuentos que he leído.

Me gustan los cuentos porque no dejan al autor espacio donde esconderse. No hay manera de salir del paso a fuerza de palabrería; voy a llegar a la última página en cuestión de minutos, y si no tienes nada que decir, me daré cuenta. Me gustan los cuentos porque suelen estar ambientados en el presente o en la memoria viva; este género parece resistirse al impulso histórico, que da a muchas novelas contemporáneas un aire de fugitivas o cadáveres. Me gustan los cuentos porque se requiere la mejor forma de talento para inventar personajes y situaciones nuevos a la vez que se cuenta la misma historia una y otra vez. Todos los escritores de ficción padecen el mal de no tener nada nuevo que decir, pero los autores de cuentos son los más lamentablemente propensos a dicho mal. Tampoco en este caso hay donde esconderse. Los veteranos más diestros, como Munro y William Trevor, ni siquiera lo intentan.

He aquí la historia que Munro cuenta una y otra vez: una chica brillante y sexualmente ávida se forma en el Ontario rural sin mucho dinero, su madre está enferma o muerta, su padre es un maestro de escuela cuya segunda esposa es conflictiva, y la chica, en cuanto puede, huye del campo gracias a una beca o alguna acción decisiva interesada. Se casa joven, se traslada a la Columbia Británica, cría a sus hijos y no es ni mucho menos inocente en la ruptura de su matrimonio. Puede tener éxito como actriz o escritora o figura televisiva; vive aventuras románticas. Cuando, de manera inevitable, regresa a Ontario, descubre el paisaje de su juventud inquietantemente alterado. Pese a que fue ella quien abandonó el lugar, supone un gran golpe para su narcisismo no recibir una cálida acogida, el hecho de que el mundo de su juventud, con sus anticuadas actitudes y tradiciones, ahora juzgue las decisiones modernas que ella ha tomado. Por el mero intento de sobrevivir como persona plena e independiente, ha incurrido en pérdidas dolorosas y desplazamientos; ha hecho daño.

Y prácticamente a eso se reduce todo. Ese es el pequeño manantial que ha nutrido la obra de Munro durante más de cincuenta años. Los mismos elementos se repiten y repiten, como Clare Quilty. La razón por la que el crecimiento de Munro como artista es tan nítido y sobrecogedoramente visible —en todo Selected Stories e incluso más en sus tres últimos libros— es justo la familiaridad de su material. Fíjense en lo que puede hacer sin nada más que su propia humilde historia: cuanto más vuelve a ella, más cosas encuentra. No estamos ante un golfista en el tee de prácticas, sino ante una gimnasta vestida con una sencilla malla negra, sola en un suelo desnudo, superando a todos esos novelistas que exhiben llamativos trajes y látigos y elefantes y tigres.

«La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, parece sencillamente inagotable –declaró Munro a su entrevistador–. Quiero decir que nada es fácil, nada es simple.»

Aquí estaba expresando el axioma fundamental de la literatura, el núcleo de su gancho. Y por la razón que sea –por la fragmentación de mi tiempo de lectura, las distracciones y atomizaciones de la vida contemporánea o, quizá, una auténtica escasez de novelas absorbentes–, descubro que, cuando necesito una dosis de verdadera escritura, un buen lingotazo de paradoja y complejidad, es más probable que lo encuentre en los cuentos.

Más que ningún otro escritor desde Chéjov, Munro aspira en todas sus historias –y lo consigue– a una plenitud gestáltica en la representación de una vida. Siempre ha tenido un talento especial para desarrollar y desplegar momentos de epifanía. Pero es en las tres colecciones desde Selected Stories (1996) donde ha dado el salto realmente grande, a nivel mundial, y se ha convertido en una maestra del suspense. Los momentos que ahora persigue no son los de la toma de conciencia; son momentos de acción dramática irrevocable, fatídica. Y lo que esto significa para el lector es que uno ni siquiera puede empezar a adivinar el significado de un cuento hasta que ha seguido todos y cada uno de sus vericuetos; siempre la última página, o las últimas dos, encienden todas las luces.

Leer a Munro me lleva a ese estado de reflexión tranquila en que pienso en mi propia vida: en las decisiones que he tomado, las cosas que he hecho y no he hecho, la clase de persona que soy, la perspectiva de la muerte. Ella es uno de los pocos escritores –algunos vivos, la mayoría muertos– que tengo en mente cuando digo que la narrativa es mi religión. Porque mientras me hallo inmerso en un cuento de Munro estoy concediendo a un personaje imaginario el mismo respeto solemne y callado y el profundo interés que me concedo a mí en mis mejores momentos como ser humano.

Jonathan Franzen, escritor.

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