Una enfermedad estadounidense

Bajo la conmoción de dos masacres sucesivas en Estados Unidos, en El Paso el 3 de agosto y en Dayton el 4 de agosto, me viene a la mente una frase de León Tolstoi, que escribe en la primera página de Anna Karenina que las familias felices se parecen, mientras que las desdichadas lo son cada una a su modo. Lo que vale para las familias también es válido para los países. Por lo tanto, Estados Unidos, a su manera, es una sociedad desdichada, o enferma, si se prefiere. Del mismo modo que no existe una sociedad completamente sana, cada una es insana a su manera. Esta enfermedad estadounidense es compleja, aunque resulta tentador reducirla a una explicación absurdamente simple. Vista desde la izquierda, todo es culpa de Donald Trump que, al mantener sin avergonzarse la llama del racismo, legitimó el tiroteo en El Paso, perpetrado por un hombre blanco histérico que quería librar a Estados Unidos de los invasores hispanos. En la misma línea y con la misma coartada mortal, un atentado contra la sinagoga de Pittsburgh mató el pasado mes de octubre a 20 fieles judíos, también invasores. Pero, aunque en la última década aproximadamente la mitad de los tiroteos han sido obra de vengadores blancos contra «invasores», la otra mitad se debe a causas imposibles de identificar.

Conviene recordar, y desde luego, sin ánimo de defender a Trump, que los delitos racistas son anteriores a él y son una constante en la historia de Estados Unidos. Pero las diatribas de Trump contra los latinos, a los que tacha de «violadores, narcotraficantes y delincuentes» (sic) no ayudan a apaciguar los ánimos. Recordemos también que una de las masacres más espectaculares cometidas por «terroristas blancos» fue la de Oklahoma City en 1995, que provocó 168 muertos. Este récord solo ha sido superado por el atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Si tuviéramos que contar todas las víctimas de Estados Unidos, veríamos que en los últimos veinte años el terrorismo islámico ha causado muchas menos muertes que el terrorismo perpetrado por hombres blancos y cristianos. Los policías encargados de la seguridad del territorio estadounidense no parecen haber caído nunca en esta observación macabra, porque todo el dispositivo de seguridad está dirigido contra el terrorismo islámico. ¿Una guerra con retraso?

¿Cuáles son las causas de este terrorismo blanco? ¿Deberíamos remontarnos a la Guerra de Secesión y al Ku Klux Klan? Sí en parte, sin duda, para comprender los ataques racistas de hoy. Pero, ¿y las masacres en las escuelas? ¿Se deben solo, como ha declarado Trump, al abuso de los videojuegos, la influencia nociva de las redes sociales y los trastornos mentales no detectados? Sí, un poco de todo eso. Pero no solo eso, y hay que llegar a lo fundamental: el libre acceso a las armas de todos los calibres en Estados Unidos y el derecho a poseerlas garantizado por la Constitución. Algunos estados regulan este derecho y, por ejemplo, exigen no tener antecedentes penales; pero estos requisitos son excepcionales y si en Nueva York resulta difícil conseguir un arma, basta con traerla de Texas, donde la venta es libre. Y por extraño que parezca en Europa, los estadounidenses están abrumadoramente apegados al derecho a poseer un arma y, en su mayoría, están convencidos de que, lejos de fomentar los delitos, la posesión de un arma es un elemento disuasorio, lo que es imposible de demostrar. Sin embargo, dudo que el asesino de El Paso hubiera causado tantas víctimas de no haber coleccionado ametralladoras automáticas. Pero admito que no se puede demostrar, porque los terroristas de Oklahoma City causaron más estragos utilizando bombas caseras. De hecho, los argumentos de los partidarios del control de armas son tan irrefutables como los de los defensores de la libertad de poseerlas. Este debate sin árbitro ha permitido a Trump, después de los tiroteos en las escuelas, incitar a los maestros a armarse para proteger a sus alumnos.

A estas explicaciones que se acumulan, añadiré una, pocas veces mencionada pero esencial en comparación con Europa: los europeos prefieren confiar en su Estado para garantizar la seguridad diaria; los estadounidenses, muy poco. En Estados Unidos no gusta el Estado federal, demasiado lejano, y se desconfía del costoso estado local. Se respeta al Ejército, pero no a la Policía, porque además de ser grosera y mal educada, está mal equipada, con la única excepción de la ciudad de Nueva York (donde vivo). Al desconfiar de la Policía, solo queda la autodefensa, anclada en la larga historia de los pioneros. Nada más bajar, antes del barco y hoy del avión o del autobús, cualquier inmigrante, antiguo o reciente, se identifica de buena gana con los vaqueros. De esto se concluye que estas masacres se repetirán y que no hay una solución evidente.

Cabría esperar, al menos, un poco más de consideración hacia las víctimas. ¿Armar a los maestros, como sugiere Trump es la respuesta correcta para las familias de los niños asesinados? ¿Tachar a los mexicanos de violadores es la respuesta correcta para las víctimas de El Paso? Este presidente sin escrúpulos no pretende curar las enfermedades estadounidenses, sino que alienta la epidemia. Los optimistas creerán que Trump actúa así por cálculo, y que cuenta sus votos. A este respecto, soy pesimista: Trump no calcula, porque él mismo es el síntoma de la enfermedad.

Guy Sorman

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