¿Una Escocia independiente?

Una Escocia independiente

El 6 de mayo se celebrarán elecciones locales en gran parte de lo que todavía es el Reino Unido. La previsión es que el Partido Nacional Escocés (SNP), dirigido por la carismática Nicola Sturgeon, obtenga la mayoría absoluta, con 71 de los 129 escaños del Parlamento escocés; ocho escaños más que en las elecciones de 2016. La anterior vez en que el SNP logró la mayoría absoluta, con 69 escaños, fue en 2011, cuando lo dirigía el predecesor de Sturgeon al frente del partido y como primer ministro, Alex Salmond.

Si la previsión para mayo se confirma, se supone que Sturgeon aprovechará la mayoría para impulsar la campaña por un segundo referéndum sobre la independencia de Escocia. La secesión es una de las prioridades de los nacionalistas escoceses más extremistas desde 1707, el año en el que se firmó el acuerdo entre las clases dirigentes de los dos países para crear una Unión Anglo-Escocesa y una nueva entidad política, Gran Bretaña. A finales del siglo XIX empezó a crecer un movimiento, el Home Rule (autonomía), que, si bien no reclamaba la independencia, sí exigía una mayor descentralización para resolver algunos de los descontentos provocados por el funcionamiento de la Unión.

¿Por qué la secesión ha pasado a ser, entonces, la máxima prioridad del SNP? La respuesta hay que buscarla en una serie de acontecimientos de ámbito escocés, británico y mundial ocurridos desde el final de la II Guerra Mundial, en 1945. La primera alarma sonó en 1967, cuando la candidata del SNP, Winifred Ewing, obtuvo una victoria espectacular sobre el Partido Laborista en una elección parcial para el escaño parlamentario del distrito de Hamilton. Ewing no quería la independencia, sino que hubiera más equilibrio en la Unión, más autonomía para Escocia y que se reconociera su identidad como socio en pie de igualdad de la vecina Inglaterra. Pero su victoria sirvió para que, probablemente por primera vez, la clase dirigente anglo-escocesa se diera cuenta de que al norte estaba sucediendo algo importante y Londres debía reaccionar.

En Escocia, la II Guerra Mundial y el periodo inmediatamente posterior tuvieron importantes repercusiones. A finales de los años cuarenta y durante la década de los cincuenta se produjo el desmantelamiento del Imperio Británico que había dominado el mundo en el siglo anterior. Desde 1707, los soldados, marinos, funcionarios, administradores, comerciantes y misioneros escoceses habían desempeñado un papel crucial en la construcción de ese imperio. Sus actividades en las colonias habían contribuido a que los escoceses se avinieran a la idea de la Unión, que había dado empleo a las familias más pobres y acercado el mundo y sus riquezas a los hogares escoceses. Una situación muy diferente a la de Cataluña, que, hasta el siglo XIX, permaneció al margen del imperio español de ultramar. La joya de la corona imperial británica era la India, que se había modernizado en gran parte gracias al talento y el espíritu emprendedor de los escoceses. Si se iba a conceder la independencia a los indios, ¿no merecían los escoceses que se les tratase de la misma forma? Al fin y al cabo, Escocia era un reino venerable que había consolidado su condición de monarquía europea independiente después de luchar contra los ingleses que habían querido conquistarla a partir de 1290.

Una de las consecuencias del desmantelamiento del imperio fue que se sustituyeron las intervenciones en todo el mundo por una atención renovada a los asuntos británicos internos. Dentro de sus fronteras había muchas cosas que estaban mal. En el siglo XIX, la influencia y el poder económico de Escocia procedían de la industria y el comercio con las colonias y Glasgow se enorgullecía de ser un modelo para el mundo. Pero, a medida que otros países reconstruían sus maltrechas economías después de la II Guerra Mundial, la industria pesada escocesa, por ejemplo la construcción naval, empezó a dejar de ser competitiva.

La guerra había acostumbrado a los escoceses a la intervención del Estado, y las nacionalizaciones, tras la llegada al poder del Gobierno laborista en 1945, aceleraron el proceso de transformación de Escocia en una economía de dependencia. El Partido Conservador fue el primero en alarmarse al ver que disminuían sus apoyos al norte de la frontera en la medida en que el electorado dirigía la vista hacia Londres para seguir recibiendo las dádivas a las que se había acostumbrado.

En 1974, Edward Heath, líder de la oposición conservadora, propuso en la conferencia de su partido la creación de una asamblea en Edimburgo para eludir las inaceptables demandas escocesas. El Partido Laborista también empezaba a sentir la presión. Su programa de nacionalizaciones no estaba dando los frutos previstos. La economía escocesa sufría un declive palpable, las cifras de desempleo no paraban de aumentar y las condiciones de la vivienda en las grandes ciudades eran lamentables.

Para frenar el impulso del nacionalismo escocés y evitar las luchas internas, Harold Wilson, el líder laborista, siguió el ejemplo de Heath y anunció, en 1975, que su partido también tenía un plan para crear una asamblea escocesa. Para entonces, la corriente en favor del restablecimiento de un parlamento escocés ya era irresistible. En noviembre de 1979 se autorizó a Escocia y Gales a celebrar sendos referendos para decidir sobre un posible traspaso de poderes. Aunque el SNP sufrió la decepción de ver que los votantes escoceses daban la espalda a una modificación constitucional que les habría concedido su propia asamblea, ya estaban en marcha unos cambios más drásticos que la creación de una asamblea en Edimburgo. Margaret Thatcher llegó al poder tras las elecciones de 1979 y dejó claro desde el principio que no sentía ningún respeto por la cultura escocesa de la dependencia ni por ningún tipo de descentralización.

Al acabar su largo mandato como primera ministra, Thatcher había conseguido enemistarse con grandes sectores de la población escocesa. Tony Blair, que tomó posesión en 1997, autorizó la celebración de un referéndum para determinar si la mayoría de los escoceses querían tener una asamblea propia en Edimburgo. En esa ocasión no hubo ninguna duda sobre los deseos de los votantes y, en 1999, los escoceses eligieron un Gobierno. Por primera vez desde 1707, Escocia tenía un parlamento propio, que la Reina inauguró oficialmente el 1 de julio.

El hecho de que la Reina abriera las sesiones del parlamento tenía importancia política y simbólica. Desde el punto de vista político, fue una forma de destacar que, a pesar del predominio demográfico, económico y político de Inglaterra en la Unión, ella era monarca de todo el Reino Unido. Y eso equivalía a proclamar el pluralismo británico, el hecho de que las naciones que formaban el Reino Unido, sin dejar de conservar su diversidad, formaban una sola entidad política, unida en su lealtad común a la Corona. Ahora bien, para la gran mayoría de la población escocesa, el significado simbólico del cambio probablemente fue mayor. No solo la Reina tenía sangre escocesa, sino que, desde que Victoria y Alberto se enamoraron de las Highlands y construyeron una residencia en Balmoral en la década de 1850, los miembros de la familia real ocupaban un lugar especial en el imaginario nacional con sus largas estancias en su retiro escocés.

Una de las dificultades que habían tenido siempre los nacionalistas partidarios de la secesión total era que la economía escocesa dependía de la de Inglaterra. Las dos economías eran interdependientes desde hacía mucho tiempo y la escocesa no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir si perdía el libre acceso a los mercados del resto de Gran Bretaña. Pero todo cambió en 1970, cuando se descubrieron vastas reservas de petróleo en el Mar del Norte, a unos 160 kilómetros de la costa de Aberdeen. El líder en esa época del SNP pronto empezó a decir que los abundantes ingresos generados por el crudo y destinados a la Hacienda británica señalaban el fin del mito de que Escocia era demasiado pobre para tener autogobierno. “El petróleo es nuestro y vamos a quedárnoslo”, fue uno más en la larga lista de agravios que sufrían los escoceses a manos del Gobierno centralista de Londres y se convirtió en un eslogan político poderoso y muy eficaz.

Las exigencias de más autogobierno o de la independencia total no se limitaron a las Islas Británicas. En todo el mundo occidental, unas poblaciones menos sumisas y mejor formadas que en el pasado, así como más conectadas entre sí gracias al rápido desarrollo de los medios de comunicación, estaban insistiendo en disfrutar de más participación política de la que habían tenido tradicionalmente. Uno de los métodos para discernir la opinión pública era el referéndum. Después de que en el siglo XIX y la primera mitad del XX los hubieran utilizado dictadores o aspirantes a dictadores para obtener un mandato popular, los referendos adquirieron una nueva respetabilidad después de la II Guerra Mundial. En Canadá se frenó el movimiento separatista de Quebec en 1980 y 1995, cuando los partidarios francófonos de la independencia no consiguieron obtener la mayoría en sendas consultas. Pero los Gobiernos centrales no podían tener automáticamente la garantía de lograr resultados favorables. Al fin y al cabo, los referendos respondían a la doctrina de la autodeterminación nacional, formulada en 1918 por Woodrow Wilson y consagrada en la Carta de las Naciones Unidas. Se daba por sentado que los derechos humanos eran más importantes que cualquier disposición constitucional, por muy hábil y bien redactada que estuviera. Por consiguiente, ningún argumento legalista podía ser un obstáculo a que unas naciones, unas antiguas colonias y unos grupos étnicos marginados o sometidos escogieran su propio destino.

La impresionante victoria del SNP en las elecciones de 2011 al Parlamento escocés, en las que el laborismo cayó derrotado, dio a Alex Salmond su anhelada ocasión para cumplir la promesa incluida en el programa electoral de intentar celebrar un referéndum sobre la independencia. La votación se celebró en 2014 y, cuando los electores decidieron en contra de la independencia, Salmond presentó inmediatamente su dimisión como primer ministro. Pero pronto se vio que el asunto de la relación de Escocia con Inglaterra no estaba resuelto, en absoluto. Al autorizar el referéndum, David Cameron, el jefe del Gobierno británico de coalición, había pensado que el triunfo en la consulta haría que se dejara de hablar de la independencia al menos durante una generación. En lugar de eso, lo que hizo fue reavivar la causa de la independencia.

Una de las razones fundamentales fue el fracaso del sistema de partidos en Escocia. Ni los conservadores ni los laboristas podían seguir contando con el apoyo de los votantes que siempre les habían respaldado. Sus diferencias y las viejas lealtades estaban desvaneciéndose a medida que la progresiva secularización de la sociedad limaba las divisiones religiosas y el sectarismo tribal que había asolado la vida política y social escocesa e impedía actuar de forma unida ante las grandes cuestiones. En la parte occidental de Escocia existía desde hacía mucho tiempo una intensa rivalidad futbolística entre los protestantes seguidores de los Rangers y los inmigrantes católicos partidarios del Celtic, dos clubes fundados a finales del siglo XIX. El nuevo vacío emocional e ideológico se llenó en parte con un mayor énfasis en que la justicia social y la igualdad eran valores particularmente escoceses, pero también con el tipo de romanticismo histórico encarnado en el gran éxito cinematográfico Braveheart. Así surgió para los escoceses, en especial para los jóvenes, la imagen nebulosa de una Escocia medieval que se alzaba, triunfante, en la heroica lucha para proteger su libertad y su independencia frente a una Inglaterra depredadora.

Hubo otro elemento crucial que entró en juego al mismo tiempo que Nicola Sturgeon sustituía a Alex Salmond como primera ministra de Escocia. Fue la cuestión del Brexit. Las reservas de petróleo del Mar del Norte estaban agotándose y volvió a plantearse si una Escocia independiente podría subsistir por sí sola. La decisión de los votantes ingleses en favor del Brexit, que daba prioridad a recuperar la soberanía nacional antes que a un fácil acceso a sus mercados europeos, ofreció la posibilidad de liberarse de este dilema. En Escocia, por el contrario, el 62% de los votantes rechazó el Brexit. Los escoceses, que siempre habían gozado de estrechos lazos políticos, culturales y personales con la Europa continental, vieron en la Unión Europea, con sus fronteras abiertas, un salvavidas para su economía en un momento en el que Inglaterra había preferido dar la espalda a la UE y perseguir el sueño nostálgico de los mercados mundiales.

No hay ninguna certeza de que las aspiraciones de Escocia e Inglaterra se vayan a hacer realidad. Con su decisión de no reclamar inmediatamente un nuevo referéndum, Nicola Sturgeon se ha mostrado mucho más calculadora que Salmond, que está empeñado en seguir adelante con el plan para obtener la independencia a pesar de los obstáculos constitucionales y legales. Sin embargo, los hechos recientes tienden a dar la razón a la actitud impetuosa de Salmond. El hecho de que Inglaterra aprobara el Brexit ha jugado a su favor, no solo por las numerosas ramificaciones políticas y económicas de esa decisión, sino también porque refleja el reciente ascenso de una veta más beligerante de nacionalismo inglés. Este nacionalismo inglés se encarna en la personalidad y las actitudes políticas de Boris Johnson, cuya agresiva defensa del mantenimiento de las disposiciones constitucionales e institucionales actuales le ha granjeado la antipatía de muchos escoceses y está siendo contraproducente para la causa unionista.

Por otro lado, la brecha abierta entre Sturgeon y Salmond ha sumido Escocia en una de esas luchas internas que tradicionalmente debilitan y socavan los movimientos nacionalistas. Es un proceso que también se observa hoy en Cataluña, pero ese no es el único paralelismo entre ambas trayectorias históricas.

El enfoque comparativo que utilicé en mi libro Catalanes y escoceses, que trata de identificar las diferencias y las similitudes históricas entre las dos naciones, puede dar algunas pistas sobre lo que nos reserva el futuro. Tanto los catalanes como los escoceses presenciaron el ascenso de vigorosos movimientos nacionalistas en las dos o tres últimas décadas del siglo XX. En esos movimientos había extremistas que querían la independencia total y no reformas constitucionales. Pero al comparar se ven diferencias significativas entre los orígenes históricos de los dos movimientos nacionalistas. Cataluña, a diferencia de Escocia, nunca fue un reino independiente, si bien en la Edad Media los catalanes eran socios pujantes de los aragoneses y los valencianos en la Corona de Aragón a la que los tres pueblos pertenecían. El peso político y económico de Cataluña, como el de toda la Corona de Aragón, decayó cuando quedó absorbida en la nueva entidad, España, creada por el matrimonio de Fernando e Isabel. En los cuatro siglos posteriores iba a haber muchos tiempos oscuros, en contraste con la experiencia de Escocia como miembro de la nueva entidad británica surgida de la unión anglo-escocesa de 1707. A cambio, Cataluña tenía la ventaja de contar con una lengua propia, lo que contribuyó a que los catalanes tuvieran un sentimiento permanente de identidad nacional, mientras que los escoceses tuvieron más dificultades para conservar un sentido de singularidad nacional frente a las presiones políticas, sociales y culturales para amoldarse a sus vecinos ingleses.

A pesar de las numerosas diferencias entre las dos situaciones, los nacionalistas escoceses y catalanes pronto comprendieron que tenían muchos objetivos en común. Y las semejanzas se reforzaron, sin duda, gracias a los contactos personales y políticos entre Edimburgo y Barcelona mientras emprendían unas negociaciones complejas y a menudo enconadas con sus respectivos gobiernos. Cada uno aprendió del otro al mismo tiempo que la independencia sumaba adeptos en ambos lugares.

Pero los dos se toparon con una fuerte resistencia, y todavía persisten las dudas sobre la viabilidad de su economía si, como Estados independientes, se les negara la incorporación a la Unión Europea. El SNP ha anunciado recientemente sus planes para lograr que Westminster autorice la celebración de un segundo referéndum de independencia. Pero un análisis del Centre for Economic Performance indica que la economía de Escocia se contraería en un mínimo de 11.000 millones de libras en caso de alcanzar la independencia. El Gobierno de Nicola Sturgeon ha negado las cifras, tanto a corto como a largo plazo, pero son lo bastante preocupantes como para pararse a reflexionar antes de asumir todos los peligros de una votación popular.

No obstante, la historia nos enseña que las realidades económicas no siempre se sitúan por delante del compromiso ideológico y las emociones humanas. Yo soy unionista. Y, aunque decir eso seguramente no revela más que mi propio sesgo ideológico y emocional, la atracción de una larga historia común que ha aportado beneficios sustanciales a las dos partes de la Unión anglo-escocesa, unida a la fuerza de los lazos personales, sociales, políticos y culturales que las vinculaban ya antes del acuerdo de 1707, constituye un argumento que no se puede despreciar así como así. “¡Juntos mejor!”, el eslogan de aquellos contrarios al Brexit, me parece una salida mejor que “¡El petróleo es nuestro y vamos a quedárnoslo!”, con todas sus connotaciones de patrioterismo. Nadie sabe qué decidirá, llegado el momento, el electorado escocés. Quizá lo más que se puede decir es que, si Escocia quiere la independencia, tendrá más probabilidades que Cataluña de obtenerla y de ocupar su sitio, en el plazo de una generación, como un Estado más dentro de la Unión Europea.

Sin embargo, me da la impresión de que no será ese el resultado. En una civilización globalizada y cada vez más interdependiente, la independencia empieza a parecer un concepto arcaico, creado en un mundo en el que la soberanía nacional era lo más importante. Supongo que, al final, se celebrarán convenciones constitucionales tanto en Gran Bretaña como en España de las que saldrá un marco constitucional que no sea estrictamente federal sino con un reconocimiento asimétrico de que todas las partes tienen el deseo legítimo de mayor libertad y flexibilidad para administrar sus propios asuntos y que propondrán soluciones que ofrezcan el grado de autogobierno más apropiado para satisfacer sus necesidades concretas. Esta es mi predicción. Pero ni siquiera los historiadores son infalibles.

John H. Elliott es historiador, catedrático emérito de la Universidad de Oxford y autor, entre otras obras, de Catalanes y escoceses. Unión y discordia (Taurus). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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