¿Una espada de Damocles?

¿Qué tienen en común Damocles, un rey persa y Hernán Cortés? Esta adivinanza sirve como pretexto para vincular una lección moral de la antigüedad, el origen de un principio clásico del Derecho inglés y la historia de un conquistador procesado por sus excesos. Los tres relatos nos ayudan a comprender el sentido y alcance de la responsabilidad personal de quienes ejercen el poder, sus aporías y destinos, porque todas las sociedades buscan y encuentran maneras de realizar la rendición de cuentas.

¿Quién no querría recostarse sobre un lecho de oro cubierto por un tapiz, servido por esclavos en vajillas de plata, perfumado por sustancias aromáticas? La siempre recomendable lectura de Cicerón nos recuerda que Damocles no era un tirano, sino un adulador, en la corte de Dionisio I, que sintió los riesgos del poder. Cuando más cómodo y feliz se encontraba pendió sobre su cuello una espada resplandeciente atada a una crin de caballo, precipitando su renuncia a tan vulnerable posición.

Dionisio era consciente del peligro de sus errores, así que nunca aceptaría la idea de que el rey no puede equivocarse (The King can do not wrong), originada a partir de una curiosa anécdota que -como la de Damocles- también conviene recordar. Érase una vez un soberano persa que quería casarse con su hermana, consultó con los sabios, y no pudiendo encontrar ninguna ley que lo regulara, finalmente para salvar sus vidas le expresaron esta máxima: Rex non potest peccare.

Obviamente el rey, como todos los seres humanos -incluso el Papa, pese al dogma de su infalibilidad en cuestiones de fe- puede equivocarse. En democracia, todas las personas están sometidas a las leyes, a la rendición de cuentas y a la posible exigencia de responsabilidades. Esto es más claro desde Montesquieu, tan lúcido como para afirmar que hasta la virtud necesita límites, en un enfoque aristotélico de punto medio y equilibrio, coherente con su sistema de frenos y contrapesos.

Después del barón, otros clásicos del pensamiento se sumaron a las ideas del check and balances: Hamilton, en Los papeles del Federalista, basaría en la responsabilidad nada menos que la seguridad de la República. Y Andrés Bello, más al sur, escribiría en un diario: «Ninguna institución es más provechosa para las sociedades que la responsabilidad de los funcionarios encargados de la ejecución y de la aplicación de las leyes. Sin ella, los abusos de poder en cualquier ramo de la administración no tendrían freno, y cuando esta absoluta arbitrariedad no destruyese la existencia misma de la nación, minaría los principios más importantes de su vitalidad, que consisten en la libertad y seguridad de los individuos. Las monarquías constitucionales, del mismo modo que las repúblicas, no ven nunca en el ejercicio una prerrogativa más protectora de los derechos del ciudadano, que la facultad de enjuiciar a un funcionario por el mal uso de la autoridad que la ley ha depositado en sus manos».

Nuestra tradición compartida evoca el juicio de residencia, una institución cuyos orígenes se remontan al tiempo del emperador Zenón (475) y, más tarde, sería compilada en el Código de Justiniano. Esta norma obligaba a jueces y magistrados a permanecer cincuenta días en los lugares a su cargo al cesar en el puesto, posibilitando la presentación de reclamaciones y quejas, tanto de orden civil como criminal.

Algunos juicios de residencia han llamado la atención de los historiadores. Destacadamente, el abierto contra Hernán Cortés, tras un primer intento infructuoso por su presencia, después retomado por sus peores enemigos, aprovechando su ausencia. En este proceso se entremezclan acusaciones de asesinato y reproches sobre gestión pública. La sujeción del hombre más poderoso de América a estos controles, en todo caso, demuestra su efectividad, con todas las sombras de la falta de garantías y la contaminación subjetiva de jueces y testigos.

No creo en el poder preventivo de la responsabilidad política, ni en la versión ideal del clásico de Max Weber, La política como vocación, donde se subraya la importancia de la cultura y la ética de la responsabilidad. Así, nos dice que «El honor del caudillo político, es decir, del estadista dirigente, está…, en asumir personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no puede rechazar o arrojar sobre otro». Más adelante contrapone la ética de la convicción, basada en ideales y sentimientos, a la ética de la responsabilidad, que personaliza las consecuencias de los errores y los defectos. ¿Acaso existe entre nosotros este arquetipo de responsabilidad política? ¿Es éste el reflejo de la conducta de nuestros gobernantes?

Las normas deben propiciar una conciencia más intensa de responsabilidad personal en los gestores públicos, haciendo ver a cada persona que asume un cargo o función pública que no es libre, ni puede actuar según su nuda voluntad, ante los riesgos de un libre albedrío mal entendido. Algunos de los científicos jurídicos y sociales más relevantes de nuestro tiempo señalan los déficits de autocontrol como punto clave de las equivocaciones, actos de los que después nos arrepentiremos, harán más difíciles nuestras vidas y dificultarán la consecución de objetivos.

Estos mismos razonamientos explican los motivos de la deshonestidad. Nuestros sesgos cognitivos están detrás de muchos de los errores que cometemos. Las trampas del deseo nos atrapan y tendemos a construir un discurso moral que nos congracia con nuestras propias debilidades, hasta el límite de lo tolerado por los campos sociales de referencia, que terminan poniendo coto a los excesos y reprimiéndolos moral o legalmente. Esta fragilidad humana, proyectada sobre quien ostenta el poder, genera unos riegos cuya prevención es la razón de ser misma del Derecho público.

La interdicción de la arbitrariedad, desde mi punto de vista, pasa por la reconsideración del régimen de la responsabilidad de las autoridades, en clave personal, humana e individual: las responsabilidades han de servir para dirigir los comportamientos, las conductas de quienes ejercen el poder, en un sentido mucho más consciente de las consecuencias que sus actos podrían producir sobre su propia posición jurídica, su estatuto. De modo que, como afirmaba Tucídices, sean «conscientes de su deber y pundonorosos en el obrar».

Ricardo Rivero Ortega es rector de la Universidad de Salamanca.

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