Una esperanza común

Los atentados de París ponen en evidencia, una vez más —como el 11-S en Estados Unidos o el 11-M en España—, que las sociedades occidentales no pueden vivir al abrigo de los conflictos abiertos en Oriente Próximo. La guerra de civilizaciones, que algunos auguraron hace 20 años, está forjándose ante nuestros ojos. En adelante, el choque de identidades se produce por la conjunción de factores internos y externos. Consecuencia inevitable de la mundialización de la información y de todas las formas de identificación delegadas que conlleva. Los dos atentados de París son, desde ese punto de vista, simbólicos. El ataque contra Charlie Hebdo apuntaba a la libertad de expresión; el llevado a cabo contra el supermercado kosheratacaba a un establecimiento judío, por la sencilla razón de que era judío. ¿Cuál es el común denominador entre estos dos actos salvajes?

Por una parte, los han cometido asesinos manipulados por el islamismo radical militarizado que prevalece hoy día desde África del Oeste a la lejana Asia y cuyo epicentro abrasador radica en Oriente Próximo. Afganistán, Irak, Siria, Libia, Malí, son nombres que por sí solos resumen guerras en las que las potencias occidentales están implicadas, de manera directa o indirecta, y que repercuten sobre ellas. De otra parte, el hecho de apuntar, en el mismo ataque, a ciudadanos de confesión judía, está directamente vinculado al conflicto israelopalestino. Dicho de otra forma, asesinatos que pretenden, en nombre del islam radicalizado, responder a los bombardeos de la aviación occidental en esos países, y vengar a las víctimas de la política israelí en los territorios ocupados. En el primer caso se trata del uso de la estrategia de represalia del débil al fuerte: </CF>“¡Bombardeáis con vuestros aviones, nosotros no tenemos aviones pero instalamos aquí el terror!”. En el segundo caso, el islamismo radical quiere transformar el antiisraelismo real, compartido casi unánimemente por todos los musulmanes a causa de la política israelí en Palestina, en antijudaísmo militante, que convertiría a los judíos como tales en responsables por definición de la política israelí. La bandera de esas acciones es la religión militarizada, que trasciende la ley humana y toda forma de evolución histórica. Esto es, en efecto, lo que une a Al Qaeda y Daesh (el llamado Estado Islámico).

Confesionalizando los conflictos políticos, el islam radical busca tomar como rehén a las comunidades musulmanas en Europa, encerrarlas en una identidad religiosa fanatizada, y, de ahí, hacer imposible su integración cultural. Hay que tomar en serio la batalla mortal que tiene lugar hoy en día en el seno mismo del islam europeo: el radicalismo religioso quiere destrozar al islam abierto y tolerante. Este objetivo coincide paradójicamente con la retórica de los movimientos de extrema derecha europeos, que rechazan este mismo islam abierto. Prueba que los extremos siempre se juntan… Al islamismo radical le importa bien poco que su estrategia de terror sea condenada por la inmensa mayoría de los musulmanes: lo esencial es que transfiere las guerras de allí a aquí. Y que encuentra, aquí, brazos que le ayudan.

Estrategia todavía más eficaz al apoyarse en el rechazo de las sociedades europeas a aceptar el islam como religión de Europa. Peor, después de dos décadas, asistimos, de facto, a un aumento irreprimible de la islamofobia que recuerda de manera inquietante el destino histórico del judaísmo en Europa. Esta islamofobia reinante no es únicamente una actitud espiritual: produce actos sociales que benefician a todos los radicalismos. Se manifiesta cotidianamente por la exclusión social, el desprecio cultural, el impedimento de la integración a generaciones entera, cuando al mismo tiempo, el discurso oficial, sobre todo de políticos poco sensibles a la realidad vivida, consiste en acusarlos de no querer integrarse, de hacer prevalecer sus costumbres y mil otras culpas... Para numerosos jóvenes condenados a esta relegación global, resulta una identidad extremadamente frágil que hace de ellos presas fáciles: los más débiles, los menos educados, pueden caer en manos de adoctrinadores profesionales, que les proporcionan una identidad rebajada. Kaláshnikov en prima…

Nunca lo repetiremos suficientemente: no se trata únicamente de un problema cultural, de ausencia de identificación de los ciudadanos de confesión musulmana con los valores seculares occidentales, sino en primer lugar de una cuestión de integración social (la movilidad social es muy dura para los hijos de musulmanes procedentes de la inmigración), territorial (la mayoría vive en guetos cerrados, a veces dominados por religiosos fanáticos y bandas de gamberros), y política (los partidos tienen con frecuencia tendencia a utilizar a los cuadros procedentes de la inmigración como refuerzos neocolonizados). Es este rechazo social y político el que empuja a algunos a identificarse con guerras exteriores, vividas como prolongaciones de sus situaciones interiores.

No se solucionarán los problemas creados por esta situación simplemente endureciendo las leyes antiterroristas; hay que atacar las raíces de estos problemas. Ha llegado la hora de la verdad: de los atentados de Londres al 11-M en Madrid, de los asesinatos en Bélgica a los de París, está claro que cada nación europea está ahora enfrentada a sí misma: o bien se acepta asumiendo su diversidad religiosa, y, fijando de forma clara las esferas en las cuales la expresión confesional puede manifestarse, se apoya también en la inmensa mayoría de los musulmanes europeos para luchar contra el extremismo religioso. O bien, siguiendo el vórtice de la islamofobia, será la guerra sin fin de las identidades heridas, que siempre encontrarán una causa exterior para legitimarse. De estas identificaciones paroxísticas, los conflictos de Oriente Próximo, se han vuelto el principal receptáculo. Si examinamos un instante el drama israelopalestino, está claro que se está hundiendo, poco a poco, en la espiral infernal de la confesionalización identitaria. Degenerando en guerras de religiones, se vuelve la razón esencial de la oposición catastrófica entre partes importantes de las poblaciones judías y musulmanas en Europa. Digámoslo claramente, su vida en común está profundamente pervertida por este conflicto. La mayoría entre ellas asume silenciosamente esta situación. Pero en los márgenes, fanáticos sueñan derramar sangre.

¿Serán olvidados los muertos de estos atentados, tras celebraciones mediáticas, manipulaciones políticas, duelos desconsolados y condenas cuanto más encendidas más ineficaces? Quedará, seguro, el dolor entre sus próximos, mientras nuevos muertos serán programados. Frente a la barbarie que crece, hoy día hay que solidarizar a ciudadanos musulmanes y judíos, ofrecer un mundo de esperanza común que permita a todos creer en un futuro ciudadano compartido. El mejor homenaje que puede hacerse a las víctimas del terror importado de allí, es atacar las causas y los malestares que lo hacen posible aquí.

Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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