Una estancia del espíritu

Por Ramón Trillo Torres. Presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (ABC, 04/05/06):

ALGUNO de ustedes recordará que la diferencia más sustancial que habíamos encontrado entre la sabrosa carne porcina y la calidez de la humana consistía en que en ésta halla el espíritu su idóneo habitáculo temporal, si bien el espíritu, al igual que la materia, no es algo que se manifieste con monótona unidad de expresión. Por el contrario, cada ser lo alumbra con el fuego personal de su individualidad, lo que quiere decir que a unos les sirve poco más que para hozar, mientras que en otros calza el alto coturno de lo etéreo e inaprensible, cabiendo en el intermedio las más variadas estancias, si bien al que se ubica en una de ellas le es difícil bajar a las de más pobre y grosera condición, necesitando para ello un tiempo de recogimiento y consciente adaptación. Es el caso de un buen amigo mío, que decidió en edad ya provecta escribir un hermoso libro, dedicar un breve aparte de su vida al exquisito quehacer de la literatura. Desde entonces habita un escalón espiritual más alto que el que antes ocupaba y por eso, cuando se le formulan las preguntas de antaño, se toma un tiempo para el descenso, que disimula interpolando algún interrogante inocuo, cuando no incluso cretinoide, aunque aparente que su deseo es matizar:

-¿Te gusta el conejo?

-¿A qué tipo de conejo te refieres?

Los países, igual que los hombres, son portadores de estancias espirituales, algunas de las cuales los embravecen y hasta los llevan a la locura, mientras que otras los desatienden y los dejan indiferentes y flácidos; pero, en todo caso, para pasar de unas a otras necesitan un tiempo de recogimiento y reflexión, durante el que, si son interrumpidos, también disimulan entreteniéndose en preguntas como la del conejo, que en ocasiones tardan años o incluso siglos en despejar. Esto ocurre a hombre y naciones, incluso a los de más alto estilo.

España ha gastado ya más de un siglo preguntándose a sí misma qué cosa es, de manera que su estancia espiritual en cuanto a realidad política y económica de convivencia aparenta no ser otra que el recinto de la duda, en el que es difícil distinguir qué preguntas son las verdaderas y cuáles no cumplen más función que el disimulo y el entretenimiento, a pesar de la certeza y contundencia con que se había afirmado a sí misma en el texto político que abrió su primera modernidad, la Constitución de 1812: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ámbos hemisferios... La soberanía reside esencialmente en la Nación... La Nación está obligada a conservar y proteger... los derechos legítimos de todos los individuos que la componen». Estas prístinas afirmaciones, que entonces se pensaron modernas, pero también castizas, porque se relacionaron con el renacimiento de unas idealizadas Cortes medievales, originaron un largo tiempo de violencias y desencuentros, que definieron en gran parte la historia de España de los dos últimos siglos y que han provocado que resultase deshabitada o -al menos- deficientemente amueblada la estancia espiritual que los españoles dedicamos a la visión de nuestra posición en el mundo.

Sentido por los españoles el acontecimiento de la independencia de Cuba como un desgarro interior, que hizo aflorar con ferocidad y melancolía la idea de la crisis del ente España que con tan sobrias palabras había afirmado la Constitución del 12, posteriormente nuestra pobre iniciativa colonial en Marruecos tuvo reflejos tan graves en el interior como la de ser una de las concausas más operativas y eficaces de la caída de Alfonso XIII y, con él, de la Constitución canovista de 1876 -por cierto, hasta ahora la de más larga vigencia en nuestra patria-, y que de allí arribase más tarde la fuerza física que sostuvo el impulso inicial de la Guerra Civil, de modo que la posesión de aquellas abruptas montañas del Rif no alcanzó a convertirnos en espectadores naturales del panorama internacional sino que, por el contrario, nos llevó a ensimismarnos y enredarnos más en nuestra propia estancia espiritual de autocontemplación conflictiva.

Este perverso narcisismo, indiferente a las grandes tensiones que surgen cuando los países se relacionan en función de sus intereses nacionales, es el que en el fondo motivó nuestra abstención en los dos fieros acontecimientos bélicos que azotaron Europa en el siglo XX, lo que, siendo sin duda benéfico para los españoles que con ellos cohabitaron, sin embargo expresa con paradigmática claridad lo fácilmente que nuestro espíritu se ausenta de fuera de nuestro territorio, ofuscado como está en sus relaciones consigo mismo. En fugaz mirada a la segunda mitad del siglo XX, puede contrastarse como más que opciones libres en nuestras relaciones con las potencias, la posición de España siempre se vio urgida, marcada y dirigida por el efecto reflejo de inmediatas y apremiantes necesidades derivadas de la inestabilidad política interna: así, durante el régimen de Franco, la relación con los EE.UU. fue vista como el contrafuerte imprescindible para su pervivencia, y, en la misma línea dialéctica de sentir la razón de nuestras opciones exteriores casi exclusivamente como un seguro para nuestro sistema político interior, afectado casi siempre de una aparente debilidad en su capacidad de subsistir, la vocación europea de España fue concebida por la ciudadanía en clave decisiva para blindar nuestra pertenencia al constitucionalismo democrático.

Este vacío de contenido sustancial propio en la estancia espiritual que contempla a los otros países, en cuanto que la misma los españoles nos la apropiamos desde una perspectiva casi exclusivamente interior, pienso que aflojó en parte sus resortes en el caso del debate sobre el referéndum de entrada en la OTAN, que fue ya más contemplado desde el punto de vista de una pura opción exterior y quizás podría haber alcanzado un alto clima de concienciación nacional sobre la importancia que para un país de la dimensión política y económica de España tiene la política exterior, si se hubiese podido mantener una dialéctica abierta, profunda, extensa e intensa sobre la opción pretendida por el anterior gobierno en cuanto suponía un recio giro hacia el atlantismo, que en cierto modo menguaba nuestra intensa relación con lo que después se llamó «el corazón de Europa». Pero ese debate, que sin duda hubiera sido enriquecedor para esa parte de nuestro espíritu que lucimos tan ajado, no fue posible porque el hecho estremecedor de la guerra ocultó toda posibilidad de enfriar la cuestión en favor de la pura racionalidad.

Hay que decir, no obstante, que España en los últimos tiempos ha creído calentar su tibia visión del mundo exterior patrocinando una política internacional de cooperación humanitaria y de estímulo al desarrollo de los derechos de la persona y de la democracia. Esta encomiable actitud no es suficiente -a mi modo de ver- para afirmar que los españoles tenemos debidamente repleta la estancia espiritual que nos relaciona con los demás países y sus gentes: a estas alturas de la civilización occidental, esta actitud, más que una opción política, es un elemental y exigible presupuesto moral de decencia, que, una vez aceptado y cumplido en lo posible, no excluye la compleja tarea de atender a los intereses nacionales, la mayoría de las veces relevantes en relación con países que no tienen ninguno de aquellos problemas a los que debe darse una respuesta puramente moral.

Es ahí, en el territorio de los intereses, donde con las opciones políticas la elección de posibilidades se hace compleja y donde el alma de España, narcisa de su impreciso ser, se encuentra a veces baldía.