Se suele argumentar que los proyectos colectivos necesitan némesis externos y enemigos en general para reencontrar su razón de ser cuando, bien por fracasos, divisiones, inercia o todo ello a la vez, ésta se diluye. Así ha sucedido históricamente con naciones, repúblicas y democracias asediadas o imperios. A menudo, sin embargo, transcurridos esos dramáticos pero breves momentos unificadores, vuelve la implacable normalidad y el declive. La unidad tiende inexorablemente a marchitarse y, bajo la apariencia engañosa de desfiles, banderas y proclamaciones de destino compartido, suelen subyacer las fallas y fracturas que más pronto o más tarde condenan a una comunidad política a la pérdida de rumbo, la decadencia e incluso desaparición. Sin ser una regla infalible, las dictaduras y modelos autoritarios son muy susceptibles a estos procesos de descomposición cuanto mayores sean sus contradicciones y grietas internas (como averiguó, tarde, Mijaíl Gorbachov). Pero los sistemas democráticos también son muy frágiles tras la derrota del enemigo unificador, si han perdido el compás común ante las tensiones causadas por prioridades políticas, sociales o económicas divergentes. Ése suele ser el caso cuando no aprovechan la oportunidad de la crisis, cuando no se refundan e impulsan reformas para evitar la quiebra, ésa que sólo de forma temporal ha frenado el enemigo de turno.
EEUU podría estar asomándose a ese escenario. Ése es también uno de los riesgos para esta Europa asediada por némesis externos e internos. Centrando todas nuestras energías, especialmente este 2017 electoral, en frenar a los eurófobos y responder ante la presión de Trump o Putin, podríamos cometer el error de soslayar que, uno, figuras como Le Pen, más allá de evidentes amistades peligrosas y campañas de desinformación, tienen mayor éxito cuanto mayores son las grietas de nuestros sistemas (y mayor la corrupción política de las élites tradicionales); dos, que la UE arrastra una crisis de gobernanza y legitimidad bastante anterior a la llegada de este frente de demagogos y autoritarios.
Sin duda, la actual es una situación de emergencia para la continuidad e incluso existencia de una Europa que, con todos sus defectos (y son muchos), es infinitamente mejor que esa otra nacionalista y hostil, como mejor es el orden europeo que el desorden de geopolítica sin ley que nos traen Trump, Putin o Erdogan, y del que Alepo o Crimea son un primer plato. Hay que movilizarse y la aparición de nuevas iniciativas europeístas a nivel de calle es una buena noticia. Los demagogos y autoritarios, y sus políticas, deben ser derrotados. Pero nuestros líderes no deberían convertirles en una excusa, evitando abordar los problemas estructurales que los catapultan. En este sentido, los partidarios de Europa podrían caer en la misma trampa que los populistas, pero desde el lado contrario. Si éstos han hecho de la UE -y, en general, de la globalización, inmigración y democracias abiertas- el Mal de males, es también problemático que muchos europeístas enfaticen "Europa" y la idea de "más Europa" como la respuesta y solución no sólo frente a la amenaza populista, sino también frente a la ansiedad social resultante de la globalización y sus cambios, la inseguridad reinante, etcétera. El visionario Tony Judt, en ¿Una gran ilusión?, anticipaba hace dos décadas cómo las fracturas internas de que hablo resurgirían en una Europa ampliada, con menor prosperidad y sometida a cambios de poder y presiones como la inmigración. El "mito de Europa", decía Judt, lejos de ser una panacea para nuestros problemas, podría convertirse en un impedimento para reconocerlos.
Imaginemos que en vez de un 2017 apocalíptico, una mayoría de electores europeos, tras el ejemplo holandés, logren frenar por ahora a esta ola de demagogos y xenófobos; que Le Pen cae en primera o segunda vuelta, la Liga Norte y Beppe Grillo no colmen expectativas y Alemania, con o sin Merkel, resista. Podríamos ver un nuevo impulso político por Europa a través de iniciativas integradoras como las que ya se discuten en el ámbito de la defensa, a partir de la noción, en boga en Berlín, de una Europa flexible, a varias velocidades. Pero no es descartable que, al igual que cuando remitió la crisis de la eurozona, pasado momentáneamente el peligro, disminuyan los incentivos para adoptar decisiones de calado, en particular si conllevan elevados costes políticos. La tentación del statu quo es muy fuerte; abarca muchos niveles e intereses. De hecho, insistiendo en grandilocuentes iniciativas sin consensos políticos sólidos detrás, podríamos volver a darnos de bruces con la realidad de nuestras diferencias; peor, embarcando de nuevo a la UE en otro proceso ombliguista mientras el mundo da vueltas y nos deja atrás.
Las némesis operan como shocks que nos ponen contra las cuerdas pero también contra el espejo. Podríamos descubrir que ni Trump ni Putin bastan y que el problema de la falta de integración europea en defensa no es sólo la ausencia de la pérfida Albión (que también), sino otras ausencias fundamentales: la de una voluntad real de poner en común mermadas capacidades defensivas nacionales y, con ella, la falta de confianza básica en que el vecino europeo responda, dándolo todo llegado el caso, independientemente de si la llamada viene de Tallin o Madrid -por no hablar del peso de visiones divergentes sobre lo militar y la seguridad internacional-. Podríamos redescubrir que aunque tengamos oficialmente un o una ministra de Exteriores de la UE y más decisiones por mayoría, los Estados siguen sin renunciar, como es lógico, a su política exterior e intereses nacionales, y el ministro o ministra europea sigue atendiendo a criterios nacionales o personales, como ha sido a menudo el caso estos años. Podríamos comprobar otra vez que las diferencias sobre política económica y crecimiento entre países acreedores y deudores siguen siendo profundas y siguen condicionando mecanismos más federativos como la mutualización de deuda, mientras algunos países de un teórico grupo duro del euro siguen sin hacer reformas y sin tomar decisiones mínimamente impopulares, pero que permitirían que el proyecto común fuera un éxito. En fin, podríamos ver cómo Europa aguanta esta ola inmediata pero, lastrada por el envejecimiento de la población y el anquilosamiento social, cae en la carrera de competitividad global ante bloques regionales más dinámicos en Asia (o África), donde pujan más fuerte y parecen tener más ganas de arriesgar.
Para los que apostamos por una cierta Europa y sobre todo por proteger nuestro modelo en tiempos de regresión democrática, tenemos tanto que desmitificar la idea de Europa como a la vez revalorizar la visión de ésta como espacio abierto, seguro, democrático y de oportunidades. Una Europa con una UE reformada que, como decía Judt, "puede hacer algunas cosas, pero no (solucionar) todos los problemas", y sustentada sobre sociedades democráticas regeneradas. En este camino tenemos delante un reto doble, nada fácil: conservar y defender los valores europeos, sobre todo ante el auge de extremismos y la vuelta del fascismo en diversas formas, y a la vez impulsar consensos para lograr cambios.
En todo ello, las némesis que nos acechan deberían ser una oportunidad para abordar problemas estructurales como la desigualdad o la cohesión, y preparar a nuestras sociedades para los retos de nuestra era, que son muchos. Estas polarizadoras figuras son a menudo repugnantes desde muchos puntos de vista. Pero, aprovechándose del descrédito de nuestro sistema democrático, de la clase política y de demasiados errores de fondo y forma estos años, han invertido en un bien humano enormemente valioso: la empatía -tribal, pero empatía a fin de cuentas-. Más allá de la UE y su futuro, en mi opinión, una pregunta clave es cuál es nuestro grado de empatía y solidaridad individual con el vecino de enfrente, sobre todo el desconocido, y qué sacrificios estamos dispuestos a aceptar por el bien común nacional o europeo. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en sociedades segregadas y fragmentadas, de cámaras de eco e intereses sectoriales. De forma primordial, tenemos que reconstruir la confianza colectiva y un cierto sentido de espacio compartido. Ello implicaría salir más del entorno inmediato de redes sociales y los auriculares que nos aíslan diariamente de nuestro alrededor, y volver a desarrollar empatía de verdad y no pasajera, por desconocidos. Como ciudadanos, ¿seremos capaces de superar nuestras diferencias y muros, y renovar cierta empatía y solidaridad más allá de límites tribales, con nuestras Repúblicas y Europa en su conjunto?
Francisco de Borja Lasheras es director de ECFR Madrid.