Una Europa verdaderamente común

Si, como dice un viejo y acreditado principio, el poder es la capacidad de definir la situación, es decir, de imponer —por la fuerza y la manipulación o argumentativamente— el relato acerca de lo que sucede y está en juego, entonces podría describirse el actual momento europeo como el intento de imponer un discurso muy poco común, articulado en torno a los particularismos nacionales (centro contra periferia, sur contra norte, la austeridad de unos frente al despilfarro de otros…), discurso al que en ocasiones colaboran sus damnificados manteniendo el esquema e invirtiendo el reparto de papeles entre buenos y malos.

La crisis del euro ha tenido como consecuencia un desgarramiento del débil nosotros que se había configurado en torno a ciertos objetivos compartidos y que parecía recuperarse frente a temores igualmente compartidos. Pero esta sintonía es frágil y termina cediendo ante la potente voz de algunos estados. La cacofonía intergubernamental de la gobernanza europea nos impide percibir la reciprocidad de los deberes que nos vinculan, tan real como los beneficios que hemos obtenido en virtud de esa vida común. Las divergencias de intereses se han convertido en discursos contrapuestos y, lo que es más grave, han estabilizado asimetrías de poder. La actual renacionalización de la política europea muestra hasta qué punto hemos sido incapaces de interiorizar nuestra mutua interdependencia, a la que debemos mucho beneficios pero también algunas obligaciones. No habrá solución a la crisis institucional de la Unión mientras no gane un discurso diferente que logre convencer de que los estados miembros ya no son autónomos, sino interdependientes y por tanto obligados a la cooperación.

La Unión Europea no tiene estructuras para resolver las crisis porque el proceso de una mayor integración estaba únicamente diseñado para repartir los beneficios. Se suponía que una mayor integración proporcionaría ganancias para todos. La mayor exigencia de justicia que aparecía en el horizonte de lo posible era que quien había ganado más redistribuyera alguna de sus ganancias. Sabíamos qué hacer con los beneficios pero no habíamos previsto nada para mutualizar los riesgos. El caso más evidente es la cláusula que al prohibir la ayuda a los países con problemas de deuda, venía a considerar de hecho la Unión Monetaria como una comunidad en la que todos pueden incrementar sus oportunidades económicas, pero prohíbía compartir los riesgos asociados a todo ello.

Pero esto ya no es un déficit que pueda resolverse por la comitología o por la gobernanza participativa; requiere una idea fuerte de la justicia, un concepto de responsabilidad compleja y nos sitúa en un inédito horizonte de repolitización. Hasta la crisis habíamos adoptado nuestras decisiones sobre la base de una identificación incontrovertible de los beneficios que todos íbamos a recibir; ahora estamos confrontados a alternativas que implican una competición política en torno a valores discutibles o que suponen algún género de redistribución. Se acabó el recreo de la política sin alternativas, las decisiones sin responsabilidad y la justicia sin inconvenientes.

Para que estos deberes sean comprendidos y asumidos es necesario un sentido de copertenencia que ninguna identidad histórica o instancia administrativa parece en condiciones de suministrar. Al mismo tiempo, sin un equivalente funcional del vínculo que proporciona la solidaridad, es inevitable que cualquier decisión sea entendida por unos como imposición y por otros como transferencia inmerecida, como si no se ventilara en ello nada común. Mientras tanto, compartimos vulnerabilidad pero la solidaridad es insuficiente; es común nuestra exposición a los riesgos y particulares (además de muy limitados) los procedimientos de protección. En medio de este clima, ¿es posible articular un nosotros, algo realmente común, que nos vincule y de sentido a nuestros deberes? La cuestión decisiva es cómo transformar la afectación compartida en acción compartida.

La Unión Europea es un verdadero desafío frente a la idea de que el estado nación es el único lugar de comunidad e identidad políticas. Una identidad nacional uniforme no es un requisito ni para la democracia ni para la solidaridad. Lo que debe ser explicado empírica y normativamente es cómo puede configurarse una verdadera comunidad europea capaz de afrontar los nuevos deberes de justicia que se han planteado con toda su crudeza en la crisis del euro. El experimento democrático europeo consiste precisamente en intentar realizar ese reparto justo de deberes y oportunidades, de costes y beneficios, sin la garantía de una solidaridad orgánica nacional al viejo estilo.

La única manera de resolver este dilema es abandonar el prejuicio de pensar que las identidades políticas se constituyen en virtud de una decisión consciente de serlo y dar un giro pragmático, sustituir la metafísica por la pragmática. Somos lo que somos gracias a la comunidad de prácticas que establecemos, a la lógica en la que esta colaboración nos introduce y a las variaciones con las que libremente vamos acentuando ese juego de interdependencias. La identidad es un conjunto de prácticas estables y recíprocas de identificación entre personas e instituciones. Por consiguiente, Europa no se legitimará sólo a través de reformas institucionales sino mediante prácticas compartidas. El hecho de que Europa no sea ya esa comunidad de justicia no significa que no pueda serlo. Todo el conjunto de normas, motivaciones y percepciones pueden emerger en virtud de unos procesos que no presuponen identificaciones comunes compartidas.

Encontramos un ejemplo sutil de esta emergencia en algunas de las disposiciones con las que nos hemos enfrentado a la actual crisis económica. La gobernanza económica europea requiere instituciones que suministren continuidad y poder de supervisión, de lo que no es capaz el compromiso intergubernamental. Lo interesante de ello es que al exigir más sanciones automáticas en el contexto del reformado Pacto de Estabilidad y Crecimiento, los gobiernos tienen que terminar aceptando, aunque sea a regañadientes, un mayor poder para la Comisión Europea. A esto es a lo que conduce de hecho la regla de la “mayoría cualificada inversa”, aunque no era precisamente lo que tenían en la cabeza algunos gobiernos de los estados miembros. Es un ejemplo entre otros muchos posibles que permiten entender la maleabilidad del proyecto europeo, que por las mismas razones por las que puede ser capturado por los estados también permite desarrollos en una evolución federalizante, más por necesidad lógica que por diseño expreso.

La Unión Europea no tiene otro procedimiento más directo e incontestable para construir laboriosamente su compleja legitimidad democrática que poner las condiciones para que se produzca la emergencia de algo verdaderamente común. ¿Por qué no considerar que esta complejidad es su verdadera aportación política en lugar de un penoso inconveniente? No opongamos su fragilidad a una supuesta incontestabilidad de sus estados miembros. La mayor parte de las democracias no han surgido de un pueblo homogéneo, ni han llegado a configurarlo plenamente. No tenemos ninguna razón para dejar de esperar que la acción política común, los destinos que compartimos, la experiencia y la comunicación (también a través de las formas conflictivas de divergencia de intereses) sean capaces de originar una cierta forma de comunidad política, tal vez no demasiado grandilocuente, pero con la entidad necesaria para abordar las exigencias de justicia que se nos plantean.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador "Ikerbasque" en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia.

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