Una faena de aliño

Desde que a finales del siglo XVIII Charles-Louis de Secondat, Señor de la Brede y Barón de Montesquieu, concluyera la andadura intelectual iniciada por otros ilustrados de la época -diseñando funcionalmente para la historia las tareas del Estado y sus mecanismos de compensación (cheks and balances)-, todos los parlamentos de los sistemas democráticos, empeñados en vender mejor su mercancía, se han esforzado por explicar al ciudadano la bondad de los productos de su factoría.

Nuestro Derecho Público actual, evolucionado y reelaborado a partir de la recepción de aquellos planteamientos por la Constitución de Cádiz de 1812, tributario en mayor medida que otros ordenamientos jurídicos europeos de los esquemas políticos instaurados por la Revolución francesa, no ha sido una excepción, encomendando a las Cortes Generales y asambleas de los parlamentos autonómicos la gestión de tan singular labor.

Los instrumentos tradicionalmente utilizados por dichas instituciones para cumplir su objetivo han sido los preámbulos y las exposiciones de motivos, a través de los cuales el legislador ha expuesto las razones de hecho y derecho que han justificado la oportunidad de una norma en una coyuntura histórica determinada.

Sin embargo, de manera preocupante, los preámbulos de las leyes han ido perdiendo progresivamente con el tiempo la finalidad hermenéutica -que, como herramienta al servicio de la interpretación de un texto legal, presidiera antaño su propósito- para ceder paso a la pujanza arrolladora de la soflama política: al discurso fácil, encendido y siempre interesado del legislador, argumentando acerca de la necesidad o conveniencia de tal o de cual regulación.

Efectuadas estas consideraciones con la finalidad de situarnos adecuadamente sobre la cuestión debatida en torno a la reciente sentencia del Tribunal Constitucional acerca del Estatut y particularmente respecto a la inclusión del término «nación» en su Preámbulo, podría ya afirmarse cómo -desde un punto de vista estrictamente formal- el contenido de este, una vez incorporado al texto legal, se funde y confunde con él, integrándose en el mismo de manera consustancial, para terminar formando un todo inseparable.

Hasta tal punto, es cierta dicha aseveración, que cualquier vicisitud o incidencia sufrida con posterioridad a su promulgación va a afectarle necesariamente: vive y sobrevive junto a él, y de igual manera, como él, muere cuando pierde su vigencia. Tanto es así que, tal como ocurriera con la Ley del Jurado -valga el ejemplo-, para modificarlo se hizo necesario cambiar ésta.

De lo expuesto, no debe colegirse, sin embargo, necesariamente y sin más que el hecho de que los preámbulos hayan pasado a formar parte integral de un determinado texto legal deba tener como consecuencia ineludible la atribución expansiva a los mismos del carácter vinculante reservado a su parte dispositiva.

Ha sido, en efecto, criterio invariable e inveteradamente aceptado entre los estudiosos del tema que los preámbulos de las leyes, en sí mismos considerados, carecen directamente de valor normativo. El propio Constitucional, con anterioridad a esta ocasión, ya a partir de los años 80, se había pronunciado en tal sentido (por todas: STC 36/1981), erradicando consecuentemente su impugnación del marco del recurso de inconstitucionalidad.

En el orden expuesto, destacando la relevancia de su parte sustantiva, la STC 173/1998, de 23 de julio, vino a afirmar así mismo que lo establecido en los preámbulos no podía prevalecer sobre el articulado de la ley.

En efecto, los preámbulos expositivos de la norma no tienen aptitud para sancionar pautas de conducta en términos estrictamente jurídicos, al no servir lo expresado en ellos para regular relaciones de dicha índole. Carecen, en consecuencia, de la facultad de atribuir a una determinada situación de hecho un efecto jurídico concreto como su legítima consecuencia.

Sin embargo, no puede dejar de reconocerse -so pena de pecar de ingenuidad- que el contenido de cualquier preámbulo o exposición de motivos una vez incorporado a una ley, tras su sanción, promulgación y publicación, conforma, en sí mismo, una expresión de voluntad del legislador que, como tal, no está destinada, desde luego, a caer en saco roto.

Ello es así porque de manera previsible, al margen de la conveniencia o inconveniencia de su aplicación -particularmente en una época apresurada como la que vivimos, acelerada por las grandes transformaciones- va a producir necesariamente, a corto, medio o largo plazo, en la realidad social a la que se dirige, alguna consecuencia.

Así, en la mayoría de las ocasiones, tradicionalmente el contenido de los preámbulos ha servido para traducir el espíritu de la norma desvelando a sus destinatarios la intención de sus artífices; en otras han sido utilizados por sus promotores como fórmula residual, con el fin de poner una pica en Flandes, avanzando históricamente en el camino de sus aspiraciones. En última instancia, lo manifestado en ellos siempre habrá podido servirles, en su singladura, como aviso para navegantes con marejada en espera de tiempos de bonanza.

No obstante, en puridad de técnica, tanto la redacción primordialmente narrativa utilizada para la construcción estructural de los propios preámbulos, como su particular ubicación en la antesala del texto legal -a modo de prólogo- no permiten concederle en la actualidad otra carta de naturaleza que la correspondiente a una suerte de declaración de propósitos.

En esencia, la equivalente a un programa de intenciones, sin otra virtualidad funcional ni operativa que la de adelantarse retóricamente a lo expresado de manera concreta en su articulado. Cuerpo normativo, a la postre, en el que indefectiblemente habrá de desarrollarse formalmente aquella manifestación de voluntad para adquirir plenos efectos con carácter sustantivo como norma jurídica o alternativamente perderse -quizá, para siempre- olvidada en el expectante limbo de las aspiraciones.

Cualquier clase de pronunciamiento, en síntesis, por más que haya sido proclamado a bombo y platillo y hasta rotulado de forma estelar en el firmamento de un preámbulo o en el frontispicio de la exposición de motivos de una ley, carecerá de valor normativo si, finalmente, desmarcándose del texto que deba desarrollarlo, no llega a articularse su contenido.

Su nuda invocación, en definitiva, no pasará de ser, a lo más, un brindis al sol; a lo sumo, una concesión graciosa. Por lo común, una fórmula de cumplido que en algún caso particular haya podido merecer una faena de aliño por parte de sus censores con el fin de concluir la incómoda lidia de un astado en un terreno comprometido. Un acto testimonial sin consecuencias, hoy por hoy, que en el estado actual de las cosas no podrá producir por ahora ningún efecto jurídico. Mañana veremos.

Fernando Sequeros Sazatornil, jurista y escritor.