A 30 años de distancia empezamos a ver claro lo que el 15 de junio de 1977 puede significar en la historia de España. En tal día se celebraron las primeras elecciones democráticas de la Transición. La mayoría de los españoles nunca habíamos experimentado lo que era depositar libremente la papeleta en una urna con el fin de nombrar a quienes debían representarnos. A esa mayoría -pues por edad eran pocos los participantes en comicios democráticos antiguos- los adversarios no se presentaron por vez primera como «enemigos». Eran simples opciones entre personas distintas y programas diversos.
Fue positivo el efecto del 15-J para la convivencia en libertad. Iniciamos la ruta que vienen recorriendo, con más o menos dificultades y tropiezos, los pueblos mejor organizados. Sin embargo, en esos momentos de la Transición se cometieron equivocaciones que ahora todos sufrimos.
Ha resultado un error hacer demasiadas concesiones a quienes comparecieron como portavoces de los hechos diferenciales de vascos y catalanes. Es cierto que el uniformismo impuesto durante la dictadura no encajaba en la realidad de una España compleja, con zonas diversas. Pero esa España compleja no había de entenderla como una España compuesta de partes de singularidad propia e independientes, que acaso se unirían en una entidad mayor o acaso marcharían por separado.
En la elaboración de las candidaturas de los distritos catalanes, por ejemplo, fueron marginados hombres y mujeres que habían combatido allí a favor de la democracia, resultando favorecidos, por el contrario, algunos tibios, o claramente vinculados al régimen anterior, por el simple hecho de haber nacido en Cataluña. Con estas concesiones se avivó la creencia de la España artificial, un Estado plurinacional, una organización simplemente compuesta.
Otra concesión de malos efectos, imprevistos en 1977, fue admitir la existencia de sólo tres «comunidades históricas», con un calificativo no aplicable a las otras comunidades españolas. Se propagó una interpretación según la cual los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente Estatutos de Autonomía, o sea Cataluña, el País Vasco y Galicia, tenían más raíces y trayectorias históricas que Castilla, Asturias o Andalucía, por citar sólo a tres de las que, en materia histórica, son incuestionables.
El texto de la Constitución de 1978 no acoge la expresión «comunidad histórica», pero en el debate político, dentro y fuera de los círculos oficiales, se admitió la diferencia. Hasta tal punto se pensó que era constitucional negar el carácter de comunidad histórica a cualquiera otra que no fuese una de las tres, Cataluña, País Vasco y Galicia, que el 5 de junio de 2003 la Sala Primera del Tribunal Supremo tuvo que desestimar una demanda que contra mí interpusieron el presidente y el Gobierno de la Generalidad de Cataluña. Se me imputó haber ofendido a Cataluña por haber afirmado que por Andalucía también había pasado la historia y que Granada, la ciudad mítica en la que nací, tenía detrás un largo y sobresaliente pasado.
Como escribió en esos días Antonio Burgos, «Jiménez de Parga le hizo a esa mujer llamada Granada el mejor elogio que suele hacer el pueblo andaluz: la limpieza. Granada es mú limpia». ¿Acaso no fue políticamente correcto recordar la «Oda oriental» de Zorrilla? Pues recordé aquellos versos y los sigo recordando: «Corriendo van por la vega / a las puertas de Granada... con más de cien surtidores...».
El Tribunal Supremo (en la sentencia que amparó mi intervención en un acto público el 21 de enero de 2003) transcribe los dos párrafos más significativos de cuanto dije. El primero es el siguiente: «Una organización de nacionalidades y regiones en un territorio de España, repleto de historia, de Norte a Sur, de Este a Oeste, con unos reinos de brillante trayectoria y que no pueden seriamente quedar reducidos a segundones frente al resto de las comunidades que dicen ser distintas porque plebiscitaron afirmativamente en la República un Estatuto de Autonomía». Y como segundo texto del que me inculpó el Gobierno de la Generalidad, este otro: «En el año 1000, cuando los andaluces teníamos, y Granada tenía, varias decenas de surtidores de agua de colores distintos y olores diversos...».
El Tribunal Supremo llegó a la conclusión de que la Historia es la Historia, nos guste o no. Una alusión a la Historia «puede ser rebatida en el área de la discusión científica y doctrinal, pero nunca puede ser estimada como ofensa para nadie».
Alfonso Ussía apostilló perfectamente mi postura: «Que a un andaluz nacido en Granada le venga un señor de Eibar a decirle que su Comunidad es histórica y la andaluza no lo es, resulta, como poco, cabreante». Y un discípulo mío en la Universidad de Barcelona comentó: «¿Cómo es posible que se afirme que ofende a Cataluña quien tiene en ella a la mitad de su familia, con cinco hijos nacidos en esta tierra, nueve nietos y más de veinte mil estudiantes aprendiendo en sus clases de la Universidad durante largos cuatro lustros?».
Otra equivocación cometida hace 30 años, con consecuencias malas que llegan hasta hoy, fue optar por un sistema electoral en el que unas minorías de ámbito territorial reducido podrían imponer su tiranía al resto de los españoles. (Resultó lamentable la aparición en la TV del representante de Esquerra Republicana con una llave en la mano: «Yo soy el que tengo la llave para abrir o para cerrar el futuro político»).
Tal vez tenía justificación en los primeros comicios aquel modo de elegir, abierto a la tiranía de las minorías. Era necesario estimular la participación de todos, luego del dilatado período de abstención. Sin embargo, los principios del decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, se conservaron en la ley 5/1985, de 19 de junio. He aquí el tremendo error. No mejorará el funcionamiento de nuestra democracia hasta que no se cambie a fondo la ley electoral.
También hay que revisar las campañas a la americana, con gastos tan elevados como infructuosos. Este despropósito explica en parte la financiación ilegal de los partidos. Un régimen electoral tan malo merece una consideración detenida. Y no hay que inventar soluciones. Basta con apreciar el sistema establecido en Alemania: dos votos para cada elector, uno de decisión personalizada en distritos de extensión reducida y otro para las listas de los partidos presentadas en mayores ámbitos espaciales. Y la barrera del 5 por ciento en todo el territorio del Reino.
El abstencionismo en los comicios produce alarma. Ahora, con 30 años desde el 15-J, comenzamos a tener perspectiva histórica para ver con más claridad cuanto entonces aconteció.
Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.