Una generación casi extinguida

Cuando en casa alguno de los electrodomésticos ñoñea, o se muestra renuente a cumplir su función, mi mujer no se enfada ni muestra ninguna contrariedad, sino que pasa directamente a la amenaza, una amenaza pragmática y sin odios: simplemente le dice que, como siga comportándose de una manera tan poco apropiada a la función encomendada, lo sacará de casa y lo sustituirá por otro.

Es probable que, a partir de lo que voy a declarar a continuación, se piense que mi mujer tendría que estar en un frenopático, naturalmente en mi compañía, pero soy testigo de que, en el noventa por ciento de los casos, las amenazas surten efecto, y los electrodomésticos suelen reaccionar con la diligencia que garantizaban los catálogos del lejano día que llegaron con el aparato a nuestro domicilio.

No voy a adentrarme en la peligrosa especulación sobre la capacidad de comunicarse con los objetos inanimados, pero un día, hablando con Luis Beltrán, piloto de Iberia hasta su jubilación, me habló de «la fatiga de los materiales», certeza científica que no puede traducirse ni a una ecuación ni a un algoritmo, pero que existe.

Una generación casi extinguidaSin embargo, esto es un preámbulo para hablar de la segunda parte, aquella en que las amenazas se comprueba que son irrelevantes, y los aparatos concluyen por rendirse a la evidencia de que van a ser sustituidos, y mi mujer reflexiona sobre la generación anterior, aquella que hundía sus raíces en la sociedad agrícola más primitiva, y comenzaba a atisbar lo que luego sería el mundo que conocemos.

Durante las vacaciones infantiles en un pequeño pueblo de Aragón, de donde era mi madre, Ateca, recuerdo un enorme balde sobre el que se mezclaba aceite usado procedente de la churrería y sosa. Aquello parecía que se calentaba, y se le daba vueltas, muchas vueltas, con una vara y, al cabo de algún tiempo, al enfriarse, resultaba que era jabón. Luego me enteré de que no se calentaba, sino que la sosa cáustica, en contacto con el agua y el aceite, liberaba calor hasta alcanzar unos grados próximos a la ebullición. Naturalmente el lavado de la ropa era a mano y, en los años sesenta, por las provincias españolas, todavía los gobernadores civiles asistían a la inauguración de lavaderos públicos, como si fuera la inauguración de una autopista. Se trataba de una pileta cuadrangular, con una arrugada superficie de cemento marcada para restregar la ropa, y eso sí, techada, para que a las lavanderas, si llovía, además del agua que manejaban con sus manos no les cayera una ración de agua adicional encima.

A los más jóvenes les puede parecer casi humorístico, pero el lavadero público era una mejora evidente, porque recuerdo a mi madre –que pasado cumplidamente el siglo conserva una prodigiosa memoria– narrar cómo, ante la falta de lavadero público, tenían que acudir a la orilla del río, donde en los rigurosos inviernos para tener acceso al agua previamente había que romper la capa de hielo que se había formado en las orillas, donde la superficie estaba más sosegada.

La primera lavadora que llegó a mi casa era un cilindro con una tapa en la parte superior, y en la zona inferior contaba con un primitivo rotor que daba vueltas a la ropa sumergida en el agua jabonosa. No estoy muy al tanto de las operaciones posteriores, pero creo que el último aclarado se hacía a mano. Esta generación de mujeres ya trabajaba en las fábricas, en las oficinas y en los comercios, en compañía de unos machos que consideraban un desdoro masculino ayudar en otros menesteres que no fueran ir a comprar el pan los domingos y traer el periódico.

Mi hijo, que pertenece a una generación muy diferente a la de su abuela, pone reparos al hielo que sale del dispensador del actual frigorífico, porque cree que no posee la pureza de los hielos que se venden en las gasolineras, lo que me hace rememorar la primera nevera que hubo en casa de mis padres, que no era otra cosa que un armario cerrado al que había que introducir un bloque de cinco o seis kilos, procedente de una barra de hielo industrial. Mientras duraba el hielo, las cosas estaban frescas, y cuando se derretía había que abrir las puertas y cajones a la espera del próximo reemplazo.

Esta generación, que asistió con entusiasmo a la electrificación de los hogares, venía de una guerra civil que arruinó su juventud, y se enfrentó a una posguerra construida sobre el miedo, el silencio y la escasez determinada por las cartillas de racionamiento. Esta generación descubrió el pluriempleo y el televisor en un paquete compacto, porque sólo a base de una jornada laboral de 12 o 14 horas diarias era posible acceder a esos bienes de consumo, cuyo rey indiscutible era SMS (Su Majestad el Seat), símbolo del tímido paso del proletariado a la segunda división de la clase media. Firmar un montón de letras para comprarse un Seiscientos no era adquirir el primer automóvil de la vida, era, sobre todo, romper el techo de una frontera que a cualquiera de sus protagonistas, unos pocos años antes, se le hubiera antojado tan lejana como imposible.

Esta generación callada y luchadora, que con su enorme esfuerzo levantó el PIB de España, en unos porcentajes asombrosos a escala mundial, tal como ha recogido Amando de Miguel en alguno de sus estudios, está despidiéndose y va a quedar sin testigos. Sufrieron en sus vidas los ensueños de una república desmedida, el autoritarismo de los caciques locales, el horror de una guerra civil, y el hambre y la penuria de la posguerra. Luego, acostumbrados a la lucha, atisbaron y se beneficiaron de lo que sería el Estado del bienestar. Nunca se quejaron. Cualquier avance económico, por modesto que fuera, les parecía un triunfo que debía ser acompañado de la alegría, desde el descubrimiento de las vacaciones en la playa hasta el hallazgo de la calefacción central.

Hace poco, hablando con el director de TV Aragón, Pepe Quílez, me dijo que todas estas mujeres de entre 100 y 105 años se van despidiendo, poco a poco, sin ruido y sin alharacas, como ellas mismas vivieron. Puede que tarde algún tiempo el que volvamos a encontrar una generación tan longeva, pero no hay secretos: ni fumaron ni bebieron alcohol. Trabajaron mucho, eso sí, pero el humo que llegaba hasta sus pulmones procedía de la leña de la estufa, del herraj del brasero o del carbón de la cocina económica. Y puede que el único alcohol que arribara a sus estómagos fuera el del anís, que poseía cierta leyenda de alivio en las molestias menstruales.

Hablo con mi madre de una manera cada vez menos equilibrada, porque prefiero escucharla. Me fascina la memoria en los detalles, la descripción de un mundo que no he vivido, pero que me resulta familiar a través de un relato construido sin odios ni resentimientos, con la sencilla naturalidad con la que ha transitado por su larga y complicada existencia. Y, en todas las navidades, me dice que será su última, y no discuto, porque quiero seguir oyéndola, mientras eso sea posible.

Luis del Val, escritor.

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