Una generación se despide

Como resulta bien fácil constatar, cuando un grupo de personas de una cierta edad se reúnen con cualquier motivo y surge en la conversación el tema de la juventud actual, lo más normal es que se reiteren una serie de tópicos que, por lo general, inciden en la apatía vital de aquella, en la indiferencia de las nuevas generaciones hacia lo público o en su falta de interés por cualquier otra cosa que no sea su bienestar material o su propio provecho, tópicos que, en todo caso, revelan una enorme distancia y extrañeza hacia los jóvenes por parte de quienes los sostienen.

Parece claro que la lógica con la que nuestros jóvenes se inscriben en la propia biografía y, más allá, en la historia ha variado radicalmente. En cierta ocasión, refiriéndome en una clase de doctorado a la idea de que, en el fondo, la función que cumplen determinados acontecimientos sociales o políticos es la de constituir el referente simbólico, imaginario, de toda una generación, que se reconoce como tal precisamente por su protagonismo en dichos acontecimientos, se me ocurrió preguntar a los estudiantes cuál era para ellos ese acontecimiento que les había marcado, por el que creían poder definirse, que reflejaba mejor el momento en que sintieron irrumpir en el mundo. Confieso que lo que más llamó mi atención fue la declaración de un estudiante, para quien, sin el menor género de dudas, el acontecimiento que había significado un cambio radical en su vida y en la de su generación era la aparición de la tarifa plana de acceso a Internet.

El referido estudiante sabía a la perfección que esta, como cualquier otra novedad tecnológica, constituía un elemento puramente formal, susceptible de ser puesto al servicio de causas absolutamente antagónicas o de vehicular contenidos de muy variado tipo. Pero no parecía importarle. En primer lugar, porque creía constatar la emergencia de unas formas de socialidad (en concreto, vía redes sociales) inéditas hasta el presente y, en esa misma medida, susceptibles de habilitar modos ciertamente nuevos de relación entre las personas. Pero sobre todo, en segundo, porque lo más relevante de su desplazamiento de perspectiva era que impugnaba de manera radical los mecanismos heredados -básicamente, los relatos más o menos épicos- de construcción generacional. Y lo hacía desactivando el supuesto según el cual la participación en un acontecimiento ejemplar por algún motivo legitima históricamente a una generación, en la medida en que la convierte en modelo o referencia para las venideras, supuesto que precisamente la generación de sus mayores ha contribuido a dinamitar de manera decisiva.

Porque no parece que los miembros de esta última -ella sí tan presuntamente idealista y preocupada por la construcción de un mundo más justo- estén en condiciones de impartir demasiadas lecciones a nadie. A modo de apresurada ilustración: los miembros de la misma más concienciados políticamente (y, en consecuencia, bien de izquierdas: los de derechas eran todos apolíticos), que tanto -y con tanta vehemencia- denostaban a la socialdemocracia porque, según ellos, no era otra cosa que la gestora del capitalismo en época de crisis, no tuvieron mayor problema en abandonar sus radicales convicciones juveniles y ponerlas al día abrazando las posiciones del reformismo socialista cuando este devino la fuerza política progresista hegemónica. Ahora silban, mirando al techo, mientras asisten al espectáculo de contemplar cómo, sin otro cambio que la mera sustitución de la palabra "capitalismo" por la palabra "mercados", lo que antaño criticaban es exactamente lo que parecen estar haciendo en este momento los suyos.

Con el único y escaso consuelo de pensar que de los herederos de quienes formulaban tan despiadadas críticas (que eran, no se olvide, los comunistas) nadie diría que han corrido mejor fortuna, abandonados por su antiguo electorado, incapaces de gestionar la creciente desesperación social, paralizados, por lo que se ve, ante la disyuntiva de atender a los lamentos -cuando no gritos desgarrados- de los desfavorecidos o a los franciscanos trinos de la sostenibilidad (eludo referirme, para no distraer la atención del eventual lector de este papel, a la indesmayable atención que asombrosamente esa izquierda de la izquierda sigue prestando a los espejuelos del nacionalismo, en tantas ocasiones eficaz baratija ideológica de la derecha).

Siendo esto, sin duda, lo más grave, no habría que dejar de señalar otro aspecto -menos evidente tal vez pero no por ello menos importante- en el que la izquierda sedicentemente reformista o socialdemócrata parece asimismo haber terminado por constituirse en gestora aplicada de los designios conservadores. Me refiero al plano de las ideas. Tras décadas (como poco, desde Daniel Bell) de repetición por parte de estos últimos sectores de tesis como la de que las ideologías habían tocado a su fin, que la distinción entre derecha e izquierda había quedado superada por la evolución misma de la sociedad o que los grandes relatos de emancipación y cualesquiera propuestas utópicas habían dejado de tener sentido, tesis todas ellas sistemáticamente replicadas desde el progresismo a base de enfatizar la imprescriptible necesidad de la política que tienen los desheredados (constituye, en definitiva, la única herramienta a su alcance para la transformación de lo existente), ahora resulta que la socialdemocracia parece haber hecho suyas también a este respecto las tesis conservadoras que tanto denostó.

Así, eran los partidarios de la presunta tercera vía laborista quienes presentaban, como si de una revolución en materia de ideas se tratara, tesis como la de que no hay problemas de derechas y de izquierdas, sino soluciones de uno y otro signo. Y era uno de nuestros más prestigiosos líderes progresistas quien se acogía al proverbio chino "gato blanco, gato negro, lo que importa es que cace ratones" para ilustrar su convencimiento de que el criterio más importante por el que se debe regir un político en el desempeño de su actividad, por encima de cualquier otro relacionado con valores o con ideología, es la eficacia. Es cierto que en determinados momentos -especialmente en campaña electoral- los políticos de izquierda suelen amagar como si todavía dispusieran de un discurso teórico propio, específico, con el que castigar a su adversario pero, en cuanto se ven instados a concretarlo, lo más rojo que sale de sus labios son difusas expresiones tipo "cohesión social" y similares ("valores de progreso", por ejemplo), expresiones que repiten como un mantra en cuanto se les coloca un micrófono cerca. En definitiva, que aunque no se le pueda discutir a la derecha el copyright de la tesis del fin de las ideologías, hay que reconocer que, también en materia de ideas, los socialdemócratas actuales han sido los más eficaces gestores de aquella.

Déjenme que termine este texto aludiendo a un dato, que acaso a algún lector pueda parecerle meramente anecdótico (y pensar que lo traigo aquí por mera deformación profesional), pero que a mí me parece absolutamente revelador de las contradicciones a las que me he venido refiriendo hasta aquí. Nuestras autoridades ministeriales, autonómicas y académicas en general, formadas en su inmensa mayoría por antiguos profesores no numerarios de los años setenta y ochenta (los célebres PNN), llevan aplicando desde hace años en la Universidad española unas políticas que están dando como resultado unos altísimos niveles de precariedad entre el profesorado más joven, por no hablar de las dificultades que esas mismas autoridades ponen a la posibilidad de nuevas contrataciones, sistemáticamente frenadas con el argumento -casi tan sagrado como el de los mercados, antes referido- del costo cero, ahora reformulado como la crisis. ¿Resultado? La paradoja sangrante de que dentro de no mucho tiempo habrá en la Universidad española tantos profesores con contratos precarios como PNN había hace casi 30 años.

El problema, como se deja ver, no es que seamos un tapón para la siguiente generación: el problema es que hemos dejado vacía la botella. El día en que los que vienen detrás tomen la palabra nos van a poner a caldo.

Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y premio Espasa de Ensayo 2010 por su libro Amo, luego existo.

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