Una gestión liberal de la pandemia

La gestión de la pandemia en Europa y Estados Unidos es desastrosa en general, y el asunto de la mascarilla es un ejemplo de esta dejadez. Después de meses de ambigüedad en torno a la utilidad de las mascarillas, la Organización Mundial de la Salud (OMS), los Gobiernos nacionales y los locales se han rendido a la evidencia: las mascarillas son, de hecho, el arma más barata y efectiva para limitar el contagio, como han demostrado desde el principio los países de Asia. ¿Cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta antes, cuando se trata tan solo de una cuestión de observación, y no requiere largos estudios científicos? Que yo sepa, el único que ofrece una explicación coherente para esta inútil disputa sobre las mascarillas es el economista liberal estadounidense Thomas Sowell, del Instituto Hoover de California, un centro de investigación que es la ciudadela de los grandes pensadores liberales de nuestro tiempo. Sowell señala que, si las burocracias como la OMS y las autoridades públicas nacionales no se hubieran entrometido en el asunto de las mascarillas, la población las habría adquirido y usado espontáneamente, por un simple reflejo de sentido común. Sin embargo, ahora sabemos que, desde el mes de marzo, las burocracias nos explicaban que las mascarillas eran inútiles por la única razón real de que no había ninguna disponible en el mercado; de modo que la mala fe, además de la mala ciencia creó confusión entre la opinión pública.

El uso de las mascarillas, algo que era obvio, se convirtió de esta manera en objeto de controversia y politización. Además, añade Sowell, igual que la abstención de la burocracia habría favorecido el uso espontáneo de la mascarilla, la economía de mercado, sin compras públicas, habría resuelto la cuestión de la escasez. Cada uno, por elección propia, habría estado dispuesto a comprar mascarillas, para salvar su vida y la de los demás, a un precio que estimulase el espíritu empresarial. Como la tecnología de las mascarillas no es de una complejidad insuperable, los empresarios privados de todo el mundo habrían satisfecho una demanda solvente. Se descubrió que la escasez de otros productos al comienzo de la pandemia, como el papel higiénico, por ejemplo, se resolvió rápidamente con las leyes del libre mercado, sin ninguna intervención estatal. Si Sowell tiene razón -y la actitud espontánea de los japoneses o taiwaneses, que no lo esperan todo de su Gobierno, refuerza su hipótesis- ¿por qué los Estados occidentales han insistido en burocratizar y politizar el uso de mascarillas?

Sin duda, para legitimar su papel: un Estado que se preocupa por la salud de los ciudadanos y los súbditos (súbditos en China y Rusia, ciudadanos en Europa y en Estados Unidos) se vuelve respetable e incuestionable. Sowell agrega a esta motivación política la falta de sanciones contra las burocracias: ¿quién castigará a la OMS por sus elucubraciones? Es posible que se sancione únicamente a Donald Trump, aunque no solo por las mascarillas; su principal fallo, incluso peor que su negación de la realidad, ha sido la total falta de empatía hacia las víctimas de la pandemia; ni una palabra, ni un gesto.

La burocratización de las mascarillas ha tenido consecuencias desastrosas. Si la población hubiera elegido libremente usar mascarillas y las empresas hubieran tenido libertad para fabricarlas y venderlas a todos, muchas víctimas se habrían salvado, como en el este de Asia. La burocratización condujo después a una politización absurda y mortal: en el momento en que los Gobiernos negaron la utilidad de la mascarilla o, por el contrario, la hicieron obligatoria, el usarla o no usarla se convirtió en una proclama política. Sabemos que, en Estados Unidos, los partidarios de Trump no utilizan mascarillas para mostrar su apoyo al presidente; también afirman que la imposición obligatoria de mascarillas por parte de gobernadores y alcaldes es un ataque a su libertad de expresión, garantizada en la Constitución. Si Trump no se hubiera entrometido una vez más, la sociedad habría usado las mascarillas de forma generalizada y la presión social habría silenciado a los enemigos de la mascarilla.

La politización de la mascarilla también ha generado posiciones intelectuales absurdas. En Francia, el filósofo Bernard-Henri Lévy recorre los medios de comunicación para denunciar a la «dictadura de los Gobiernos» y al «poder médico» (sic) que le imponen el uso de la mascarilla y le prohíben estrechar la mano y besar a quien quiera. Esta postura es relativamente popular, aunque es moralmente inaceptable: usamos la mascarilla y mantenemos la distancia para proteger a los demás, por altruismo más que por egoísmo. Por absurdas e inmorales que puedan ser estas posturas, provocan cierta violencia: en Francia, el asalto a los conductores de autobús que exigen el uso de mascarillas, obligatorio en el transporte público, no es, sin duda, consecuencia directa de la lectura de Bernard-Henri Lévy, pero es parte de un clima intelectual pseudolibertario, consecuencia de la burocratización de las mascarillas.

Aparte del asunto de las mascarillas, trágico en sí mismo, estamos descubriendo una vez más lo mal preparados que están los liberales para hacer que sus voces y sus análisis se escuchen. Los burócratas poseen un poder policial y una influencia mediática que los liberales no tienen. Por consiguiente, los pueblos ignoran que hay opciones y, para su desgracia, ceden ante los más poderosos. Esta falta de opciones conduce a la muerte.

Guy Sorman

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