Una gincana para adultos llamada universidad

En el actual Gobierno de España hay una amplia diversidad de ministerios. Incluso existe uno específico para universidades, rama que siempre había formado parte de Educación. Cabría esperarse que esta circunstancia implicara una mejor atención a una de las instituciones que, a pesar de sus dimensiones desproporcionadas -o quizá debido a ello-, cada día pierde más sentido. No sabemos si queremos que la universidad sirva como escuela de formación profesional, o como entorno donde discutamos sobre Dostoyevski, la teoría de cuerdas y el pensamiento de Francisco Suárez. No tenemos claro si queremos que nuestros jóvenes graduados -ya no son licenciados- sean directivos de un Silicon Valley radicado en Getafe o en Carmona, médicos que curen el cáncer con una nueva pastilla mágica salida del caletre del CSIC, o ávidos lectores de Ovidio -capaces de leer- sus Heroidas en latín, mientras pedalean para repartir a domicilio un encargo de hamburguesas y sushi a las dos de la mañana.

Hay universidades que sí se han planteado estas preguntas. Por lo general, se trata de entidades cuya financiación depende del pago íntegro de matrículas por parte de sus estudiantes, junto con fuentes complementarias, como las aportaciones desinteresadas de antiguos alumnos satisfechos con su alma mater. Estas universidades saben que, para seguir existiendo, deben ofrecer unas muy creíbles estadísticas de inserción en el mercado de trabajo. Lo cual depende de tres factores: una formación de corte profesional y de calidad suficiente, un entorno que propicie las buenas relaciones entre los estudiantes, y una tarea institucional eficaz que facilite el inicio de la vida laboral: acuerdos con empresas, bolsas de trabajo y convenios de prácticas.

Muchas de estas universidades conscientes de su necesidad de equilibrio financiero se fundaron con algún acicate específico. De ahí que sus rectores tengan que conjugar la promoción de una serie de valores antropológicos o religiosos con la urgencia de pagar a final de mes todas las facturas, empezando por las nóminas. Lo cual explica que, entre clase y clase de Derecho Administrativo, a los alumnos de estos centros se les imparta alguna asignatura con contenidos humanísticos.

Ante esta realidad, los gobiernos europeos aplicaron un sistema de corte anglosajón. Para evitar que las universidades se convirtieran en una prolongación del Bachillerato, se determinó que un porcentaje mínimo de los profesores debía estar «acreditado». ¿En qué consiste «acreditarse»? Hace un siglo, bastaba con un doctorado. Con el doctorado, se demostraba la capacidad de documentación, análisis, exposición. Un doctorado era una piedra pequeñita que se colocaba en el gigantesco edificio de la tradición cultural. De vez en cuando, algún genio recolocaba o hacía temblar el edificio. Pero lo que se pedía con un doctorado era adecuación a un entorno caracterizado por la erudición y el rigor académico.

Sin embargo, hoy hemos decidido que un doctorado no basta. Quizá porque incluso un presidente de Gobierno es capaz de lograrlo. De modo que ahora hay que complicar más el acceso a la docencia universitaria. En España, contamos con la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (Aneca), que estipula un proceso largo y complejo. En realidad, es una gincana que, en no pocos casos, el docente debe resolver por su cuenta. Si bien en algunas universidades ya existe un departamento de «asesoramiento acreditativo».

El mundo de las acreditaciones universitarias es un universo paralelo. Consiste en acumular una serie de méritos que fuera, en el universo del mercado laboral y de la economía productiva, nadie sabe que existen. Por ejemplo: en un buen número de ofertas laborales que siguen esta metodología -como son los organismos públicos-, computa lo mismo haber trabajado 15 años como responsable de márketing en BMW que cinco años como redactor en una gaceta de barrio. Sin embargo, computa más haber publicado un artículo en la revista de una universidad rumana -y que sólo dos personas han leído- que haber vendido un millón de ejemplares con un excelente libro de divulgación histórica. Hoy la mayoría de revistas universitarias no publica artículos redactados por profesores del propio centro académico, pues computa de manera negativa según los baremos de acreditación. Hasta hace unos años, en la revista de la Universidad Alfa publicaban profesores de la Universidad Alfa; ahora estos profesores publican en la revista de la Universidad Beta; y los profesores de la Universidad Beta publican en la revista de la Universidad Alfa. Son los ganadores de la gincana. Una gincana en la que se participa cada año y que sume a muchos profesores en un estado de permanente agitación.

Es obvio que muchos docentes no comparten esta visión de las acreditaciones universitarias y la «investigación». Pero lo relevante es que, hasta hace un par de décadas, la tarea fundamental de un vasto número de profesores no era otra que ser buenos maestros, impartir clases con facilidad de palabra, enseñar a sus alumnos, transmitirles conocimientos y, algunas veces, insuflarles amor por la asignatura. Hoy esta tarea ha pasado a un segundo o tercer plano, porque la urgencia de la gincana no deja espacio suficiente para lo que es una universidad: un lugar donde se lee, donde se escucha, donde se piensa. Un lugar que requiere de un ritmo pausado, casi contemplativo. La investigación y la gincana acreditativa generan un gravoso perjuicio, pues detrae esfuerzos de lo mollar. La obligación de un profesor, de un maestro, no es investigar, sino entusiasmar a los chicos y chicas que se sientan en su aula. Un profesor, un maestro, no debiera esforzarse en algo que no le corresponde, como es perder tiempo redactando informes y escribiendo una divagación onanista que no aporta nada a su campo científico. Un profesor, un maestro, debe hablar dentro de su clase y escuchar fuera de clase.

José María Sánchez Galera (PhD) es profesor y escritor.

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