Una goleada innecesaria

Hace algunas semanas, el poeta, novelista y colega Manuel Rico describía en estas mismas páginas algunas de las muchas exageraciones del Partido Popular, cuando no las reiteradas insidias en función de la agenda política que considera ese partido que más réditos electorales le significarán en un futuro próximo. En "De neutralidades y delirios", que así se titulaba el artículo, Rico desgranaba (terrorismo, estatutos de autonomías, situación del castellano en comunidades donde éste comparte territorio con el catalán, el gallego y el euskera, el papel de algunos órganos de Justicia, entre otros), una larga lista de inexactitudes y tergiversaciones. Todas las que pueda instrumentar el Partido Popular, sea sobre asuntos como los descritos entre paréntesis u otros de jugoso aprovechamiento partidista, según le van surgiendo coyunturalmente, como es el caso de De Juana y otros imprevisibles que puedan llegar pero seguramente de igual utilización en pos de su temeraria carrera hacia el poder caiga quien caiga. Con ese artículo se podía compartir, independientemente del color político que lo inspirara, su tono de firme pero sereno reproche a una política de oposición cada vez más encarnizada. En el fondo, Manuel Rico pide a la oposición no que deje de oponerse, sino que deje de ensimismarse en una peligrosa tarea de desgaste indiscriminado, sin mirar más que el calendario electoral en lugar de mirar juntos los grandes problemas de Estado que tienen que afrontar, entre ellos el terrorismo. También pide (y como no pocos creímos natural, en 1996, para la normalización democrática de este país, es decir, que gobernara el PP, después que lo hiciera el PSOE durante trece años), una derecha tolerante, una derecha dialogante.

Estando de acuerdo con la filosofía y el espíritu de ese artículo, hubo sin embargo una frase que me llamó poderosamente la atención, a propósito de la convivencia del castellano con otras lenguas de nuestro país. Una hipérbole bien intencionada sin lugar a dudas, pero que sin embargo dejaba en el aire la posibilidad de una lectura maliciosa. Escribe Manuel Rico textualmente: "Se olvida que en ellas [se refiere a las comunidades autónomas], la compra y lectura de libros en castellano gana por goleada a la de libros en euskera, catalán o gallego". Bien, yo no sé (aunque me lo puedo imaginar) cómo van las goleadas en esas comunidades, pero en la que yo vivo (Cataluña), les puedo asegurar a los lectores que mi querido colega Manuel Rico tiene absolutamente toda la razón. Siguiendo su símil futbolístico, no sólo le gana el castellano al catalán por goleada, sino que incluso, que diría el incomparable Helenio Herrera, le gana sin bajar del autobús. La cuestión es la siguiente: ¿por qué sentirse satisfecho y para qué sirve ese tipo de goleadas, aparte de desmentir necesariamente al PP y, de paso también, tranquilizar innecesariamente a no pocos votantes del PSOE fuera de Cataluña? A mí, como persona que vive en Cataluña hablando y escribiendo en castellano desde hace más de treinta años, me dolería ganar al catalán por goleada. No voy a negarlo, tampoco me gustaría que de igual manera le ganaran al castellano, ¿pero alguien en su sano juicio puede creer que eso sucederá?

Ya que Manuel Rico echó mano del fútbol, me gustaría ilustrar el fondo de estas reflexiones con el recuerdo de un partido entre el Real Madrid y el Barça el año pasado. Fue en el Bernabéu. Cuando faltaba más de media hora para finalizar el match, el Barça ya ganaba por 0 a 3. Muchos hinchas culés pedían más goles. Querían sangre. Sin embargo, la sensación que yo sentí fue que los jugadores barcelonistas no la querían. Demoraban el balón no para mostrar sus habilidades ni humillar al rival. Se veía a las claras que lo que deseaban era que el partido terminase lo antes posible. No querían agrandar la herida del derrotado. Evitaron ganar por goleada (por ejemplo, 0 a 6, que bien pudo ser). Y extendieron por todo el césped de esa tarde-noche de domingo madridista un manto de instintiva y solidaria piedad para con el Adversario, así con mayúscula. ¿Por qué? Tal vez porque intuyeron que con un tres a cero todavía se podía después del partido salir con el contrincante a tomar unas copas y comentar el precio del petróleo o cómo se van haciendo grandes y parlanchines sus chiquillos. Con una goleada puedes alcanzar ese límite en que la derrota que infliges se convierte en un escarnio. Y así, quién tiene ganas ni moral luego para salir de copas con nadie. Ésta es la razón por la que no deseo que el castellano, mi lengua, le gane por goleada a ninguna otra. Y estoy seguro de que mi colega de páginas literarias piensa lo mismo. Él sabe, por eso escribió el artículo que comparto, que hay quienes quieren ganar por goleada, luego sin bajar del autobús y después, vaya a saberse si no sucumbir a la tentación de dejar a su adversario rigurosamente cautivo y desarmado.

J. Ernesto Ayala-Dip, crítico literario.