Una gran conversación

Andrés Ortega (EL PAIS, 27/08/05).

La Alianza de Civilizaciones propuesta por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha caído bien, en general, fuera de nuestras fronteras. Quizá porque ante el problema, nadie sabe muy bien qué hacer, y por eso este proyecto -aún en fase de definición- ha recibido un nuevo impulso tras los atentados de julio en Londres, y, con la recomendación de Kofi Annan, previsiblemente lo apoyará la Asamblea General de la ONU. A veces los médicos se equivocan en el diagnóstico y aciertan en la terapia. Algo así puede ocurrirle a este proyecto, una vez que se conozca la terapia para una enfermedad que no acaba de definir.

Las palabras no son neutras. El mismo nombre de la cosa, al que sus promotores restan importancia, esconde lo que es en el fondo la mayor objeción que se le puede hacer a un proyecto que puede aportar mucho, pero que tiene que ser más radical, es decir, ir a la raíz del complejo problema que trata de abordar. Usar el término "civilizaciones", en vez de culturas, religiones u otros, no puede ser sólo una manera de responder a la idea de "choque" que planteó Samuel Huntington en su famoso artículo y libro, pero tiene una indeseada carga postcolonial. En Civilisation, su brillante programa para la BBC, sir Kenneth Clark no osó siquiera definir este término. Cuando esta cuestión entró en boga en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, de la mano de Toynbee, el historiador británico contó 21 civilizaciones en la historia, y cuatro en sus tiempos (cristiano-ortodoxa, islámica, extremo oriental e hindú). Nuestro Huntington (no Ellsworth Huntington, el de Clima y civilización, coetáneo de Toynbee) considera que hay nueve. Ni siquiera hay acuerdo sobre si hay una civilización árabe o una islámica. En todo caso, las civilizaciones rara vez están unificadas y, como indica Schlessinger, hay más casos de conflicto en el seno de cada civilización que entre ellas.

En cuanto a la palabra "Alianza", mucho debe su elección a rehuir el término "Diálogo" que lanzó desde Irán el entonces presidente Jatamí, y otros antes que él. Las alianzas son a favor o en contra de algo o de alguien. En este caso, la unidad de las culturas o una civilización única universal no son el objetivo. Sí la insistencia en la interdependencia y en compartir valores, cuanto más, mejor. Más bien debería tratarse de una alianza contra los extremismos, por una parte, aunque ya en los noventa se insistió mucho en el diálogo con los fundamentalistas islámicos "moderados". En este terreno, habrá que ser pragmáticos. Europeos y americanos habrán de hablar, por ejemplo, con Hamás, no precisamente un movimiento moderado, si quieren contribuir a estabilizar y pacificar una Gaza palestina.

Se trata sobre todo de lograr una gran conversación cultural "para superar prejuicios, concepciones y percepciones erróneas y polarización", como indica el documento conceptual en el que se basa, para buscar "respuestas a amenazas a la paz que emanan de percepciones hostiles que fomentan violencia" y superar los relatos en competición, pues hay una lucha por los relatos, a menudo reinventados.

Una cuestión central es cómo se articule esta gran conversación. Y a este respecto, el proceso cuenta. La Asamblea General de la ONU, reunión de Estados a la que se dirige la iniciativa, no es el foro más adecuado. Pues el problema -tanto el de convivencia entre diferencias, como el de la violencia derivada de algunos extremismos- no se da primordialmente entre Estados, sino entre sociedades y, sobre todo, en el seno de éstas. Bien es verdad que se quiere hacer participar a ONG y al mundo de los medios (básico en todo esto con la aparición de nuevos canales de comunicación que favorecen las diferencias) y de la cultura. También es discutible si es adecuado el copatrocinio de la iniciativa española por Turquía, o si hubiera sido mejor incluir desde el principio a otros, que no fueran antiguos imperios para favorecer este diálogo.

Pero, hay que insistir, la mayor objeción que cabe hacer al proyecto es que, al menos visto desde Europa, el problema principal no es entre sociedades, sino en el seno de nuestras sociedades, entre otras dimensiones con el surgimiento de ese islam europeo, desconectado de sus raíces históricas verdaderas, del que hablan Olivier Roy y otros que ven en estos fenómenos el nacimiento de una nueva religión en Occidente, mientras el contexto favorece a minorías globalizadas como la que lleva la marca de Al Qaeda. El choque es tanto endógeno como exógeno, y refleja también el fracaso en la integración de una parte de la inmigración, aunque los violentos sean una minoría sin raíces. Como, salvo en algunos países, la inmigración va a tender a crecer y no a reducirse, es urgente reflexionar sobre qué se ha hecho mal en Europa. La manera en que se resuelva esta cuestión y el rumbo que tome el islam europeo influirán también en la evolución del mundo, o mundos, islámicos fuera.

Pese a la complejidad de la enfermedad, la forma en que el Gobierno de Blair está reaccionando ante los atentados de julio en Londres es también discutible. Ahora intenta desmontar el Londonistán, refugio de radicales al amparo de las libertades. Pero el problema no es sólo de los extranjeros a deportar porque fomenten el odio. Cuatro de los suicidas del 7 de julio eran británicos. Y en ese país -sin equiparar terrorismo e islam- hay un millar de británicos que ateos, agnósticos o miembros de otra fe se convierten cada año a esa religión. De la mano de la crisis de valores y culturas, la religión juega un papel cada vez más importante en la agenda nacional e internacional. Somos inevitablemente multiculturales y tenderemos a serlo más, no sólo con los musulmanes o árabes, sino con la inmigración china u otra, por lo que las reglas del juego básico deben aclararse. Hemos de preservar nuestras esencias. Pero cambiar, cambiaremos. El debate ha llevado a un falso enfrentamiento entre laicidad y multiculturalismo. Cabe recordar que la famosa Ley francesa de Separación de las Iglesias y el Estado de 1905 no se aplicaba a los musulmanes ni a la entonces Argelia francesa, de mayoría musulmana.

Nos faltan conceptos para describir el mundo actual. ¿Cabe llamar terrorismo al 11-S, al 11-M o al 7-J, o estamos ante una nueva categoría, aún peor, que poco tiene que ver con la anterior? El peligro no es un choque de civilizaciones, sino de fundamentalismos -"síntomas de la enfermedad de la que pretenden ser una curación", según John Gray-, choque que ya está en curso, producto del avance hacia una modernidad que no es necesariamente occidentalización. Unos y otros se radicalizan, y llevan a la política hacia los extremos. El surgimiento de extremas derechas diversas lo refleja. Si la Alianza de Civilizaciones sirve para frenar este proceso, bienvenida sea. Pero la gran conversación no puede ser sólo hacia fuera; también tendrá que ser dentro, entre nosotros, unos nosotros que somos cada vez más diversos.