Una gran deuda

Decir que la historia acumula víctimas es volver a lo archisabido. Pero ese regreso debe practicarse una y otra vez porque la desmemoria, la ignorancia y la mentira siempre amenazan con borrar lo que puede ayudarnos a mejorar nuestra condición moral. Por supuesto, hay víctimas y víctimas. Algunas, al dejarse embargar por el odio y el hambre de venganza, acaban convirtiéndose en verdugos. Por otro lado, hay quienes se dicen o creen víctimas, aunque no lo sean: personas y colectivos que se presentan como damnificados y legatarios de agravios y daños imaginarios o fingidos. El día en que un etarra mató a sangre fría al profesor y juez Francisco Tomás y Valiente en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid (año 1996), un alumno de la Universidad del País Vasco tomó la palabra para explicar que ese asesinato era consecuencia del «genocidio» que estaba sufriendo el «pueblo vasco». Patrañas semejantes produjeron miles de víctimas verdaderas: los asesinados, heridos, secuestrados y extorsionados por ETA y sus parientes directos. Personas que nunca optaron por la venganza y confiaron en que las instituciones defenderían sus derechos. A esas víctimas me quiero referir.

Sobrevivir a un atentado o un secuestro y perder a un familiar cercano por culpa de un acto terrorista son algunas de las experiencias más perturbadoras y dolorosas que puede vivir un ser humano. El proceso de victimización es un calvario con diferentes estaciones. Quienes lo atraviesan quedan sumergidos en una pesadilla de la que temen no poder despertarse jamás. Algunos no lo consiguen y muchos tardan largo tiempo en recuperar una existencia estable y satisfactoria, aun cuando las lesiones físicas o la pena perduren para siempre. Las víctimas del terrorismo han sido totalmente ignoradas en muchos países. Aunque ETA cometió su primer asesinato en 1968, durante varias décadas sus víctimas recibieron un trato institucional distante e insuficiente. Las muestras de solidaridad escaseaban y muchos compatriotas miraban para otro lado. Las cosas empezaron a cambiar en la década de 1990, más en sus últimos años. Gracias a la organización de las propias víctimas, al creciente rechazo ciudadano al terrorismo y la formación de varias plataformas y movimientos cívicos críticos con ETA y con el nacionalismo (Foro de Ermua, Basta Ya), las ayudas prestadas (compensaciones económicas y asistencia médica, psicológica, burocrática, judicial, psicológica) progresaron, superando las otorgadas en otros países. Pero lo mucho avanzado en ese sentido no podía resarcir a las víctimas si se ignoraban las exigencias que vinieron a resumir en cuatro grandes palabras: elaboración de un relato veraz de los daños causados por el terrorismo (Verdad), recuerdo y dignificación de sus víctimas (Memoria y Dignidad) y ajusticiamiento de los terroristas (Justicia).

Sería injusto decir que la sociedad española no ha hecho esfuerzos para atender esas reclamaciones. Ahí están el inmenso trabajo realizado por guardias civiles y policías, fiscales, jueces y abogados defensores para llevar a los terroristas ante la justicia; la defensa pública de las víctimas ejercida por algunos intelectuales, líderes de opinión y por los movimientos cívicos antes citados y la labor desarrollada por varias entidades públicas creadas al amparo del Ministerio del Interior (Fundación de Víctimas del Terrorismo, Dirección General de Apoyo a Víctimas del Terrorismo, Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo). Finalmente, la Ley de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas de 2011 pareció renovar el compromiso de los poderes públicos de ayudar a reparar el daño moral causado por el terrorismo. Sin embargo, hoy muchas víctimas de ETA temen que sus reivindicaciones nunca lleguen a cumplirse plenamente y no les faltan motivos.

Pasados diez años desde que ETA se vio forzada a abandonar las armas, sus militantes excarcelados siguen siendo recibidos como héroes en el País Vasco. Desde 2016, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo ha documentado más de 750 homenajes públicos, modalidad peculiar de enaltecimiento del terrorismo que humilla a sus víctimas. Las asociaciones que las representan llevan años exigiendo la prohibición de esos homenajes, inútilmente. A este motivo de frustración se añaden los crímenes no esclarecidos. Entre 1950 y 2009 ETA cometió unos 3.800 atentados y asesinó a 854 personas. Más del 90 por ciento de esos crímenes fueron perpetrados desde 1978, en plena democracia. Sin embargo, como se informó a una delegación del Parlamento Europeo que visitó España hace pocas semanas, el 40 por ciento de las muertes causadas por ETA desde 1978 (379) y cerca de 1.000 casos de víctimas heridas no han producido juicio ni sentencia. Además, muchos juicios celebrados y sentencias emitidas dejaron fuera a algunos de los terroristas involucrados en los crímenes juzgados. Otros terrorismos europeos y la violencia mafiosa italiana acumulan cifras aún mayores de asesinatos no resueltos. Este dato muestra la dificultad intrínseca de obtener una justicia plena respecto a crímenes similares.

Con todo, el número de asesinatos de ETA pendientes de esclarecerse sigue siendo elevadísimo y lamentable. Las causas, como explica un informe del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo, son diversas. La realización de la mayoría de los asesinatos entre 1978-1987 en el País Vasco y Navarra y la altísima frecuencia de atentados cometidos durante ese periodo (más de 222 por año) generaron un clima de terror que redujo al mínimo la colaboración ciudadana y superó las capacidades del Estado para investigar los crímenes cometidos en esa etapa. La impunidad también vino propiciada por desajustes en el funcionamiento de órganos judiciales, una lenta modernización de las fuerzas de seguridad, una colaboración internacional escasa, omisión deliberada de investigación de algunos crímenes, muerte de algunas terroristas y otros factores. Asimismo, la explicación quedaría incompleta si olvidáramos los beneficios penitenciarios regalados a los terroristas presos que nunca colaboraron con la Justicia. Naturalmente, las víctimas del terrorismo también han protestado por ello, sin que haya servido de nada.

Resumiendo, la deuda moral con las víctimas del terrorismo sigue pendiente y no podrá saldarse con simples palabras y gestos amables, mucho menos con mentiras o declaraciones ambiguas, sino con acciones y hechos. Aunque hasta un ciego vería que las actuales estrategias políticas no apuntan en esa dirección.

Luis de la Corte Ibáñez es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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