Una gran familia

Por Xavier Pericay, escritor (ABC, 10/03/05):

La clase política catalana ha sido siempre una gran familia. O se ha comportado siempre como si lo fuera, lo que en resumidas cuentas viene a ser lo mismo. Sólo en casos excepcionales, en situaciones extremas -como, por ejemplo, en los últimos años de la Segunda República y durante la guerra civil-, esta familia se ha resquebrajado. En las demás circunstancias, la mayor parte de las formaciones políticas que en un momento u otro de la historia moderna de Cataluña han intervenido en la cosa pública han ido, como quien dice, a la par. Cuando menos en lo fundamental. Y lo fundamental en Cataluña, a juzgar por el cariz de los distintos experimentos unitarios que se han sucedido a lo largo del siglo XX y en lo que llevamos del XXI, no tiene más que un nombre: nacionalismo. Este es el principal lazo de sangre. Lo fue en las primeras décadas del siglo pasado, con movimientos como Solidaritat Catalana (1906) o la Assemblea de Parlamentaris (1917); lo fue durante el tardofranquismo, con plataformas como la Assemblea de Catalunya, y lo ha seguido siendo a lo largo de estas tres décadas de democracia, en que las fuerzas políticas, a pesar de los inevitables y muy livianos enfrentamientos partidarios, no han puesto jamás en duda -excepto en el período en que Aleix Vidal-Quadras presidía el Partido Popular catalán- el «statu quo». Y aunque un cierto decoro no exento de estrategia lo haya llamado a veces catalanismo o nacionalismo democrático, en Cataluña, ayer como hoy, lo estatuido es uno y lo mismo. Nacionalismo. Puro y duro.

Sólo teniendo en cuenta este factor puede uno entender lo ocurrido estas últimas semanas con la crisis del Carmelo. Y es que en todo el proceso -desde el propio socavón, causado por una obra pública delictiva programada por el anterior Gobierno y ejecutada por el actual, hasta las más recientes emanaciones de la gestión ruin y chapucera del suceso- ha estado presente este espíritu de familia que un largo siglo de nacionalismo ha ido asentando sin apenas oposición. Lo ha estado, por ejemplo, en la decisión del secretario de Comunicación de la Generalitat de prohibir a los medios, mediante un protocolo, el acceso a las zonas derruidas, y en la promesa de facilitarles las imágenes «cuando hubiera algún hecho noticiable». Es decir, en la voluntad de administrar los silencios y las palabras, como si los medios, lejos de ser los garantes de la libertad de expresión y de información en que se sustenta cualquier régimen democrático, no fueran -y hay que reconocer que algo de razón le asistía, al secretario- sino una parte más de este entramado familiar. Una parte dócil y subordinada, claro está.

Y este espíritu ha estado también presente en lo que parecía, a primera vista, la solución política a la crisis. Me refiero a las dimisiones ofrecidas en el Parlamento por el consejero de Política Territorial y Obras Públicas, Joaquim Nadal, en respuesta a la indignación de los vecinos afectados y como pago por la responsabilidad de su departamento en el socavón del barrio barcelonés. Aunque la oposición hubiera reclamado su cabeza, todo el mundo, empezando por la propia oposición, daba por descontado que Nadal no iba a entregarla. O sea, que había que bajar un nivel. Pero en el nivel inmediatamente inferior del departamento estaba la familia. Uno de los hermanos, en concreto: Manel Nadal, secretario para la Movilidad. O sea, que había que seguir bajando. Y así se hizo, hasta llegar a la cabeza del director general de Puertos y Transportes y a la del presidente de GISA, la empresa pública que había contratado la obra. ¿Por dónde habría cortado el consejero de no haber tenido a su hermano debajo? Vaya usted a saber. En todo caso, la pregunta ni siquiera se plantearía a estas alturas si Nadal, siguiendo la estela de Carod Rovira y Maragall, no hubiera optado en su momento por otorgar la máxima confianza política a su propio hermano menor.

Pero allí donde el espíritu de familia ha estado más presente es en el rifirrafe del tres por ciento. En primer lugar, por la enajenación pasajera sufrida por el presidente de la Generalitat, que le hizo confundir el noble recinto del parque de la Ciudadela con una taberna portuaria cualquiera. Luego, por la rapidez con que Artur Mas se dio por aludido nada más oír la insinuación, sin pararse a preguntar a su interlocutor si el porcentaje en cuestión guardaba relación, pongamos por caso, con el incremento del paro, el repunte de la inflación o la tasa de natalidad. Luego, aún, por el aviso que el dirigente de Convergència dirigió a Maragall, amenazándole con dejarle con el Estatuto al aire si no retiraba su acusación. Y luego, en fin, por la facilidad con que el presidente se desdijo de sus propias palabras para no poner en peligro lo que ha sido, en verdad, su único entretenimiento y el de toda la clase política catalana durante los quince meses que llevamos de legislatura: la reforma del Estatuto. Exceptuando, claro, el viaje a Perpiñán de quien fue consejero jefe del Gobierno y los derrumbes involuntarios de pisos.

Ni que decir tiene que el asunto va a seguir dando de sí. En sede parlamentaria -con el debate de hoy sobre la moción de censura de Josep Piqué a Maragall y con la constitución de la Comisión de Investigación- y en los juzgados -con la querella presentada por CiU contra el presidente de la Generalitat y con las acciones emprendidas por la Fiscalía-. Nadie sabe, por supuesto, qué va a diseminar esta caja de Pandora; lo que está fuera de duda, sin embargo, es que lo ocurrido en el Carmelo y, en especial, sus indeseables secuelas no han hecho sino confirmar hasta qué punto el cambio de Gobierno en la Generalitat no ha comportado, en el fondo, cambio alguno. Tan sólo un simple trueque. Con el inconveniente de que el tiempo pasa y los años pesan, por lo que la situación política -y la distancia entre representantes y representados- se va deteriorando a marchas forzadas. En Cataluña continúa mandando el antifranquismo. Es decir, la Assemblea de Catalunya. Los primos hermanos de los que mandaron durante veintitrés años y que ahora se han tomado un pequeño respiro mientras aguardan la hora de volver. De ahí que las promesas regeneracionistas de Carod y sus muchachos muevan a risa. O las llamadas de Joan Saura a la autocrítica. No, aunque ellos no hayan participado en la reyerta, comparten con uno y otro bando lo esencial: son nacionalistas.

Sólo el Partido Popular está libre de semejante fardo. Es cierto: Piqué perteneció a la familia, desde el PSUC clandestino hasta la Dirección General de Industria con Convergència. Pero a los demás dirigentes del partido, a sus militantes y a sus votantes, la familia ni les va ni les viene. O así debería ser, cuando menos. Porque esta familia ha hecho siempre todo lo posible -llegando incluso al desprecio y la coacción- para que se sintieran extraños en su propia tierra. Ahora tienen, por fin, su gran oportunidad. No necesitan gran cosa. Les basta con llamar a las cosas por su nombre y actuar, luego, en consecuencia. Seguro que mucha gente en Cataluña sabrá agradecérselo.