Una gran oportunidad europea

Europa se encuentra en una de esas situaciones de encrucijada en las que debe decidir en los próximos meses sobre su futuro. La elección de Nicolás Sarkozy como presidente francés, unido a los buenos resultados económicos en Alemania bajo Angela Merkel, y con ello la perspectiva de un nuevo liderazgo que haga posible una solución al dilema constitucional en el que se encuentra la Unión Europea desde los fallidos referendos en Francia y en los Países Bajos, han creado una nueva coyuntura que no debería ser desperdiciada.

La alternativa para los países europeos es la reforma económica, social y política, o el declive. Una decadencia relativa, de países todavía prósperos, frente a la emergencia de China, India, Brasil y otras áreas del mundo, y el desafío político que supone la Rusia de Putin y su sucesor, que deberá ser elegido el año que viene. Un progresivo declinar de la presencia y de la influencia de Europa en el mundo que, caso de no introducirse las reformas necesarias, puede sin embargo llevar a un declive absoluto en un plazo de quince a veinte años.

Los condicionantes de la estructura socio-económica europea son bien conocidos: un déficit continuado de su capacidad de innovación, investigación y desarrollo tecnológico; una resistencia numantina a la mayor flexibilización de los mercados de trabajo, a la liberalización de sectores y a la creación de un auténtico mercado interior, sin intervencionismos gubernamentales en favor de «campeones nacionales»; una pirámide demográfica desequilibrada unida a la creciente presión migratoria; una cierta incapacidad institucional para adoptar las decisiones de cambio que se han identificado como necesarias; y en la base de estas vacilaciones, una crisis moral que lleva a dudar de la propia identidad en un momento en el que los valores europeos resultan imprescindibles en el desafío global de las culturas.

Ciertamente el proyecto de aprobar un Tratado Constitucional de la Unión Europea, lanzado por el entonces ministro de Asuntos Exteriores alemán Joschka Fischer en mayo de 2000 en la Universidad Humboldt de Berlín, con motivo de la celebración del cincuentenario de la Declaración Schumann, no perseguía como objetivo explícito solucionar estas carencias políticas y económicas, pero sí creaba un marco para, una vez resueltos los obstáculos institucionales generados por la ampliación al Este, concentrarse en la agenda reformista que el nuevo triángulo Merkel-Sarkozy-Gordon Brown podría ahora llevar a cabo.

Como se ha puesto de manifiesto en los dos años de relativa parálisis desde los referendos negativos, la mayoría de las innovaciones que propugnaba el texto elaborado por la Convención y aprobado por los jefes de Gobierno en Roma el 29 de octubre de 2004, son muy difíciles de llevar a la práctica fuera de una reforma consensuada de los Tratados actualmente vigentes. Se trata de modificaciones institucionales -como la creación de la figura de un presidente estable del Consejo Europeo por un período de dos años y medio, o el reforzamiento del responsable de Asuntos Exteriores- y de mejoras de los procedimientos de toma de decisión -como la extensión de la participación del Parlamento Europeo a través de la codecisión con el Consejo, o la clarificación del reparto de competencias entre la Unión y los Estados miembros y una más precisa jerarquía de los actos legislativos-, pero también de cuestiones que afectan a las políticas, como la comunitarización de gran parte de las materias relacionadas con los asuntos de Justicia e Interior o los avances en política exterior y de defensa, a través de la creación de un servicio diplomático común y de compromisos más estrictos para potenciar la Agencia Europea de Defensa. A todo ello se añaden otras innovaciones también muy significativas, como dotar de plena validez jurídica a la Carta de Derechos Fundamentales.

El reto de los Gobiernos europeos de cara al trascendental Consejo Europeo de Berlín de 20 y 21 de junio, que pondrá término a la actual presidencia alemana, es la de aprobar un mandato unánime para que en los meses sucesivos, y de forma rápida, se pueda adoptar una reforma de los Tratados, que posiblemente no se llamará «Tratado Constitucional» ni «Constitución Europea», pero que sin embargo pueda, reduciendo el texto a sus partes esenciales, salvar gran parte de lo que este tiene de valioso. A la vez el nuevo texto incorporará muy previsiblemente todas aquellas áreas que en el debate suscitado con motivo de la ratificación del Tratado Constitucional en los diferentes países han sido señalados por los ciudadanos europeos como prioritarios para los próximos años: la inmigración y la lucha contra el terrorismo, la energía y el cambio climático, la mejora de los mecanismos de regulación y de coordinación económica a nivel europeo, las relaciones de la Unión con sus vecinos y con el resto del mundo.

Por primera vez desde hace años las circunstancias para llevar a cabo una agenda reformista en torno al núcleo Sarkozy-Merkel-Gordon Brown (al que podrían añadirse rápidamente otros Gobiernos del Norte y del Este de Europa, pero al que Zapatero tendrá no pocas dificultades en sumarse) son positivas. La intensa reestructuración realizada por las empresas europeas y la fuerte demanda global protagonizada por las potencias emergentes, con un crecimiento mundial en torno al 3,5 por ciento, constituyen unas condiciones inauditas que no deberían ser desaprovechadas. Indudablemente, las resistencias al cambio serán proporcionales al desafío. Son sin embargo los actores económicos, las empresas y los ciudadanos, los que en gran medida están exigiendo que se ponga punto final a los intervencionismos arbitrarios de los Gobiernos en la economía, que han demostrado ser un factor decisivo en la reducción de los niveles de prosperidad individuales y colectivos. Existe también una conciencia cada vez más difundida entre pensadores e intelectuales sobre la necesidad de acabar con la autoinculpación europea y superar las reiteradas debilidades mostradas en la defensa de los valores europeos y occidentales de la libertad, la democracia y la concepción universalista de los derechos humanos.
Evidentemente no es en absoluto secundario que en este contexto tanto el nuevo presidente francés como la canciller alemana y por supuesto el previsible nuevo premier británico hayan vuelto a situar la alianza con Estados Unidos en el centro de la renovación europea. Precisamente en el marco de un escenario internacional distinto y acelerado, donde está en juego un nuevo equilibrio entre las potencias emergentes y las otras áreas del mundo, es esencial un funcionamiento sin quiebras de la alianza occidental. Ello se aplica en primer término a la resolución de las crisis actualmente en curso -como Irak, Oriente Medio, Irán o Corea del Norte-, y de la misma manera asimismo a los desafíos globales, desde la proliferación del armamento nuclear hasta la lucha contra la pobreza y las epidemias o la acción conjunta en África. A la vez, Europa precisa de su propia política exterior y de seguridad, que debe conducirla a un esquema renovado de relaciones con sus vecinos inmediatos -la Federación Rusa, los países del Mediterráneo, los otros países del Este europeo- y a una redefinición de susobjetivos como Unión Europea en la perspectiva de su actuación como actor plenamente global, y no solo regional, pero es indudable que esa acción deberá conducirse desde la propia identidad y autonomía, no en competencia, sino en estrecha coordinación con los Estados Unidos. La revitalización de la agenda transatlántica constituye en efecto uno de los elementos centrales de esa gran oportunidad y desafío que es un nuevo programa reformista para Europa.

José María Beneyto, catedrático de Derecho Internacional Público y Derecho Comunitario.