Una guerra de veinte años

Hoy podemos dar por concluida una guerra que ha durado veinte años y un mes. Y por culpa de los buenistas estamos en posición de afirmar que ha durado —al menos— diecinueve años más de lo que hubiera sido necesario. El 2 de agosto de 1990 Sadam Husein invadió Kuwait. ¿Recuerdan aquel verano? No eran pocos los que negaban la necesidad de replicar. Nos decían que Kuwait no era más que un pozo de petróleo con un mástil abanderado en una loma. Un lupanar de pérfida riqueza mejor integrado dentro de Irak que consentido a su libre albedrío.

La comunidad internacional fue movilizada por el presidente Bush y su muy efectivo secretario de Estado, James Baker. Se creó una coalición internacional de proporciones no igualadas desde la Segunda Guerra Mundial. Se consiguió neutralizar los esfuerzos soviéticos adelantados por Yevgueni Primakov —más tarde jefe de los servicios secretos y primer ministro de Rusia— para impedir que la liberación del Emirato pusiera de manifiesto la paupérrima calidad de la tecnología bélica del ocaso comunista.

Pero no se entendió nada de lo que allí estaba en juego.

Aquella guerra fue librada por devolver a Kuwait su soberanía. Pero por lo que de verdad había que combatir allí no era por eso. Eran Sadam, su régimen y las fuerzas del radicalismo árabe que él encarnaba y encabezaba los que debían haber estado en el punto de mira. Esa batalla de 1990-1991, que muchos han presentado como un éxito, sirvió para dejar en el poder —casi impune— a Sadam; permitió el exterminio con armas de destrucción masiva de decenas de miles de kurdos en el norte de Irak y de chiíes en el sur; dio pie a un —fallido— intento de asesinato del ya entonces ex presidente Bush; creó un régimen de sanciones que casi mata de hambre a los iraquíes, mas en nada perjudicó a los integrantes del régimen; forzó la creación de sendas zonas de exclusión aérea que costaron al contribuyente norteamericano aproximadamente un millardo de dólares anuales; provocó la evacuación de los inspectores de Naciones Unidas y consintió la recompensa en dólares contantes y sonantes —no todo lo americano es odiado— a las familias de los terroristas suicidas palestinos.
En agosto de 1990 Sadam apostó a que Arabia Saudí no se atrevería a abrir la puerta a los norteamericanos. Pero la Casa de Saud temió —con razón— por su propia integridad. La opinión pública mundial «compró» aquella guerra con facilidad. Tras semanas de bombardeos desde el aire, la ofensiva terrestre duró cien horas. «Estábamos a 150 millas de Bagdad. Y no había nada entre nosotros y Bagdad», explicaría el general Norman Schwarzkpof. Pero no era cierto. Lo que hubo fue un factor invisible, mas poderosísimo: hubo ceguera política. Bush padre —el que dicen que era un verdadero estadista por comparación con su hijo— pidió a los iraquíes que resolvieran por sí mismos sus problemas.

Catorce de las dieciocho provincias iraquíes se rebelaron contra Sadam y escaparon durante periodos variables de tiempo a su control. Pero a Sadam le habían dejado una buena parte de su Ejército y helicópteros bien pertrechados. Y a ellos no se les impidió masacrar a la población. Quienes creyeron la palabra de Bush padre se sintieron traicionados. Cuando en 2003 el presidente Bush hijo libró la batalla definitiva, el recuerdo de aquella traición perduraba vivísimo entre muchos iraquíes.

En la década de 1990 el patrullaje de los cielos iraquíes se libró desde el vecino Reino saudí y, lloviendo sobre mojado, dio pie a la rebelión de un pérfido niño rico de nombre Osama bin Laden. Ahí se trazó la autopista hacia el 11-S. Stricto sensuSadam no lanzó aquellos ataques contra el Pentágono y el World Trade Center. Pero la guerra de 1990-1991, la que primero le derrotó y después le vigorizó, está en la génesis de la hecatombe de septiembre de 2001. Se juzgó una respuesta oportuna derribar primero el Gobierno afgano que amparaba a Osama bin Laden. Pero era igualmente necesario —y por ello un acierto del presidente Bush hijo— acabar lo que su padre empezó. Dirigir el esfuerzo mayor a Irak, el origen de todo. Y donde tras el 11-S seguía en el poder Sadam Husein, un gallito que cacareaba cada mañana el poder de sus —inexistentes— armas de destrucción masiva. Y se acabó, en todo caso, con otras armas de destrucción masiva: los integrantes de un régimen despótico que durante décadas masacró a su propio pueblo y lo llevó a sucesivas guerras injustificadas y, todas ellas, perdidas.

Ahora, siete años después de derrocado Sadam, el empeño del presidente Obama por retirar sus tropas precipitadamente y declarar hoy concluida la guerra pone en riesgo lo alcanzado a lo largo de los últimos siete años. Como ha declarado el teniente general Babakir Zebari, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas iraquíes, «si me preguntaran sobre la retirada, diría a los políticos que el Ejército norteamericano debe quedarse hasta que el Ejército iraquí esté plenamente preparado en 2020».

Salvaguardar el futuro de uno de los más importantes objetivos estratégicos de Estados Unidos no parece una prioridad para el presidente Obama. Ya sabemos que él se vanaglorió de haber sido uno de los pocos políticos de su país que se opuso al derrocamiento de Sadam Husein. No le fue mal con ello en las presidenciales de 2008 y quizá crea que esta retirada del verano de 2010 pueda ayudar a su partido en las legislativas del próximo noviembre. Pero le convendría recordar que en la primavera de 2003, Estados Unidos —por medio de su presidente— dijo a sus aliados iraquíes que sus tropas permanecerían en el país hasta que hubiera una democracia asentada y las Fuerzas Armadas iraquíes pudieran actuar autónomamente. Después de gastar 700 millardos de dólares y sacrificar la vida de 4.419 combatientes norteamericanos —mercenarios no incluidos— ambos objetivos están muy cerca. Pero ninguno de los dos está alcanzado. El recuerdo de lo vivido en Irak en el año 1992 asuela la mente de muchos iraquíes.

Nuestros periódicos están llenos de crónicas que cuentan el desastre en que sigue inmerso Irak. Y es verdad. Pero conviene contextualizar ese desastre en las condiciones de vida de otros países de la región, en las circunstancias de la vida cotidiana de Irak en 2003 y en un contexto político muy diferente hoy. Es fácil recordar que casi medio año después de las elecciones legislativas el Parlamento no ha sido capaz de configurar una nueva mayoría. Pero conviene recordar que en cualquier otro país árabe eso se resuelve por el dedo del dictador, y en Irak, hoy, como si fuera Bélgica —con perdón—, siguen negociando en los pasillos del Parlamento.

Esta Guerra de los Veinte Años que se da en el día de hoy por concluida ha durado tanto porque Bush padre no tuvo el valor de terminarla de verdad cuando pudo haberlo hecho con no excesivo esfuerzo. Y en no menor medida porque durante la Administración de Bill Clinton se puso cara de que en Irak no pasaba casi nada. Quizá por ello hubiera sido conveniente que la Administración Obama se mostrara dispuesta a llevar la presencia norteamericana al cumplimiento de sus objetivos claramente establecidos en 2003. Por el contrario, esta retirada consumada hoy, 31 de agosto de 2010, festividad de San Ramón Nonato, podría hacer de la incipiente democracia iraquí otra democracia nonata.

Ramón Pérez-Maura, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *