Una historia de desapego

A finales del siglo pasado un grupo de ciudadanos españoles fundamos una asociación llamada Organización por el Multilingüismo, cuyo objetivo era impulsar el uso del catalán / valenciano, el gallego y el euskera en los símbolos e instituciones del Estado. Los firmantes de nuestro primer manifiesto (desde Paco Candel hasta Manuel Vázquez Montalbán, pasando por Pep Guardiola, Lluís Llach y otras muchas personalidades) se definían circunspectamente como “hablantes de lenguas españolas diferentes del castellano que nos queremos reconocer en los símbolos comunes del Estado”. Siguiendo un criterio oportunista, la primera campaña de la asociación fue para pedir que en la cara española de las monedas de euro la palabra “España” apareciese en las cuatro grandes lenguas españolas. La propuesta no tenía coste, porque todavía no se había fabricado ninguna moneda, y además era técnicamente viable: la palabra “España” repetida cuatro veces ocupaba menos espacio que “Beatrix Konigin der Nederlanden” (Beatriz Reina de los Países Bajos), que era el lema escogido por los holandeses. Después vinieron otras campañas igualmente recatadas. En una de ellas, se proponía que los sellos de correos españoles se imprimiesen también en catalán / valenciano, gallego y euskera. Aquí tampoco había problemas materiales. De hecho, según comentó en su día un alto responsable de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, bastaría una llamada del ministro o ministra correspondiente para ponerse a fabricar sellos españoles en catalán de un día para otro. “Al fin y al cabo”, vino a decir, “España ya fabrica sellos en catalán para Andorra”.

Han pasado los años. Algunas de estas propuestas llegaron a ser debatidas en el Congreso de los Diputados, pero ninguna prosperó, y hoy la cara española de las monedas de euro sigue estando en una sola lengua, como los sellos de correos españoles, y esa sola lengua sigue siendo la única lengua utilizable en el Congreso de los Diputados y en el Senado (con las pequeñas excepciones que permite el reglamento, hasta que la mayoría absoluta decida poner fin al insufrible bochorno que supone ver a senadores españoles utilizando pinganillos para comunicarse entre ellos). Las lenguas españolas diferentes del castellano siguen estando ausentes de los pasaportes españoles, y los miembros de la Casa del Rey (o lo que queda de ella) siguen ignorando habitualmente el uso de cualquier otra lengua que no sea el castellano (busquen un solo discurso de Navidad del Rey que haya sido leído en las cuatro lenguas). En 2006 las Cortes también aprobaron una ley orgánica, más conocida como Estatuto de Autonomía de Cataluña, cuyo artículo 33.5 (salvado milagrosamente del cepillazo del Tribunal Constitucional) asegura que “los ciudadanos de Cataluña tienen el derecho a relacionarse por escrito en catalán con los órganos constitucionales y con los órganos jurisdiccionales de ámbito estatal, de acuerdo con el procedimiento establecido por la legislación correspondiente”; siete años después todavía estamos esperando que quienes tienen la potestad para hacerlo establezcan el procedimiento en la legislación correspondiente.

Pero el problema no está solo en lo que se podría haber hecho y no se hizo, sino también en ciertas decisiones que se han tomado positivamente por parte de instituciones del Estado. La más reciente es la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de la función pública de las Baleares. Aunque no afecte directamente a los catalanes, la posición tomada por el Tribunal Constitucional todavía es objeto de alucine en Cataluña. Sin olvidar la dimensión simbólica del asunto, rebajar el conocimiento del catalán de requisito a mérito y sostener que ello no subordina al catalán ni daña los intereses lingüísticos de los ciudadanos baleares que prefieren comunicarse en esta lengua oficial raya la desfachatez. Como dijo el exministro Francisco Caamaño, si los magistrados del Tribunal Constitucional avalaran que una comunidad autónoma hiciera esa misma operación con el castellano el escándalo sería mayúsculo. Aunque, a decir verdad, Caamaño no es el más indicado para hablar de esto, porque en su etapa de ministro nunca estableció en la Administración de justicia un requisito de conocimiento de las lenguas oficiales diferentes del castellano. (La cuestión tampoco aparece en el documento presuntamente federalista aprobado por el PSOE en Granada). Y así estamos: cualquiera que esté en contacto con esta Administración sabe lo difícil que resulta comunicarse en catalán / valenciano, gallego o euskera con un juez en los territorios en los que son oficiales estas lenguas, un defecto, por cierto, del que ha tomado cumplida nota el Consejo de Europa en sus evaluaciones periódicas del (in)cumplimiento de la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias en España.

Después de todo esto, resulta un poco cansado ver cómo laureados escritores proclaman que “no hay mentira más desaforada que decir que las culturas regionales son objeto de discriminación económica, fiscal, cultural o política”. Diga lo que diga Vargas Llosa, la situación es tan evidente que hasta el editorialista del Financial Times (que no es ningún abducido por el nacionalismo) se da cuenta: “Despite Spain’s acclaimed transition from Franco’s dictatorship to democracy, it still has not fashioned a comfortable enough plurinational home for culturally and linguistically distinct peoples”. En otras palabras, los que querían reconocerse en los símbolos comunes del Estado no se pueden reconocer en ellos, y al paso que van las cosas están empezando a no sentir a este Estado como propio. Y esto no se cura con el bálsamo racionalizador de Francisco Pérez de los Cobos; el problema es mucho más profundo de lo que el Gobierno español, en su inconsciencia, cree o intenta creer.

Es muy probable que el Gobierno logre impedir la celebración de una consulta soberanista en Cataluña (tiene sobrados instrumentos para ello, y las divisiones en el campo soberanista son uno de ellos), pero va a ser otro episodio de vencer sin convencer. El Estado español está viendo erosionarse su legitimidad en Cataluña de una manera inédita, y hasta ahora su respuesta parece ir paradójicamente encaminada a acelerar esa erosión. El llamado “derecho a decidir” podría ser una chorrada (sic), como sostiene el portavoz de Ciudadanos Jordi Cañas, o una ximpleria (memez) inventada, como confesó el exdirector de la fundación de CDC Agustí Colomines. El desapego, sin embargo, es empírico, real. En ciertos medios, la receta que se está proponiendo es “combatir”. El Premio Nobel llama a combatir a los nacionalismos “sin complejos”; la directora adjunta del diario El Mundo llama a combatir a los independentistas “sin piedad”. Pero acaso lo que necesitan los desapegados no es que los combatan, sino que los escuchen y los comprendan. Y, por encima de todo, lo que necesitan es un proyecto político en el que creer. Si España no se lo proporciona, a nadie debe sorprender que estén dispuestos a buscarlo fuera.

Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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