Una historia trágica

En el panteón de héroes del liberalismo decimonónico, Riego y Torrijos ocupan un lugar preferente. Los dos lucharon en la Guerra de la Independencia contra Napoleón, los dos se rebelaron contra el régimen absolutista de Fernando VII y los dos fueron ajusticiados por ese motivo. El nombre de Riego está asociado con el himno que lleva su nombre y que tuvo carácter oficial durante la Segunda República. El de Torrijos, con el cuadro que pintó Gisbert por encargo del Gobierno de Sagasta. La imagen de Torrijos y sus compañeros en la playa de Málaga, poco antes de ser fusilados, capta bien el pathos trágico de todos aquellos progresistas que, fieles a sus ideas, estuvieron dispuestos a dar su vida por implantar en el país un régimen de libertades. El proyecto renovador que perseguían tardaría en materializarse, pero su sacrificio no fue inútil, ya que plantaron una semilla que a la larga demostró ser muy fructífera. Nuestra democracia encuentra en ellos sus raíces. Sus ideales nos han servido de guía.

Existe, sin embargo, un nivel en que las luchas de aquella época condicionaron de manera decisiva la realidad española de los dos siglos siguientes y que ha tenido consecuencias desastrosas para el país. Tras la derrota de Napoleón, los conservadores intentaron monopolizar el sentido de lo español, acusando a los liberales de traidores y afrancesados, y forzándoles a elaborar una identidad nacional alternativa en la que ellos tuvieran cabida. Condenados a la cárcel o al exilio por defender sus ideas, excluidos del espacio nacional por los representantes de la España oficial, comenzaron a identificarse con aquellos grupos que habían pasado en los siglos anteriores por una situación similar: los judíos, los moriscos, los comuneros, los austracistas. Como parte esencial de esa identidad nueva, elaboraron una mitología que se oponía punto por punto a la de la España tradicional. Al mito de la Reconquista opusieron el de Al Andalus; al del Imperio evangelizador, el de los conquistadores rapaces y crueles; a la centralidad de Castilla, la idealización de una España medieval plural y democrática, asociada con los comuneros y los fueros aragoneses y catalanes. La historia de los vencidos. Aunque, paradójicamente, coincidía en lo esencial con la que venían desarrollando los vencedores de la pugna secular que había mantenido España con otras potencias europeas. La denominada Leyenda Negra.

La tragedia de las «dos Españas» encuentra en esa época su acta de nacimiento. Un país fracturado en dos bandos irreconciliables, que ofrecen dos visiones contrapuestas de la identidad nacional, de sus tradiciones, de sus mitos y de sus héroes. Como consecuencia, una serie ininterrumpida de guerras fratricidas que culminarán en la gran tragedia colectiva de 1936-1939. El cuadro de Goya «Duelo a garrotazos» representa bien esa realidad. Dos facciones intentando destruir al enemigo y, en el proceso, destruyéndose a sí mismas.

Ese estado de cosas es el que heredamos los españoles a la muerte de Franco. Dice mucho en favor de los artífices de la Transición que, con su actitud moderada y flexible, consiguieran superar un sectarismo que se había prolongado por siglos, negociando los términos de una Constitución que fuera mínimamente aceptable para todos.

Pero la empresa de tender puentes no se ha completado. Porque la negociación del espacio común no afecta solo al presente, sino también al pasado. Y, sobre ese particular, los liberales de principios del XIX no pueden servirnos de guía. Más bien lo contrario. Las razones que tuvieron para fracturar el imaginario nacional en dos versiones radicalmente opuestas podemos entenderlas e incluso justificarlas, pero lo que ellos dividieron necesitamos ahora integrarlo. Del mismo modo que los artífices de la Transición renunciaron a una parte de sus programas para escribir un texto constitucional incluyente, es imprescindible negociar una versión de la historia nacional con la que todos podamos identificarnos.

La historia de los liberales de principios del XIX pertenece a todos los españoles. Sus valores son los cimientos en que se asienta la España actual. Pero su interpretación de la historia no podemos asumirla nosotros. No podemos prolongar una actitud de enfrentamiento entre posiciones incompatibles que, a lo largo de dos siglos, tuvo consecuencias nefastas para el país. Si queremos un futuro común, debemos negociar la escritura de una historia común, con héroes y mitos comunes, con hazañas y logros y tragedias comunes. Esa labor es imprescindible, porque la escritura de la historia no revela tan solo un deseo de entender el pasado, sino una voluntad de construir el futuro. Del mismo modo que nos hemos esforzado por negociar los términos en que asentar nuestra convivencia, es necesario negociar la forma en que entendemos nuestro pasado. En definitiva, son dos caras de una misma moneda.

Jesús Torrecilla es profesor de Literatura en la UCLA.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *