Una imagen vale más que mil lágrimas

Phan Thi Kim Phuc, de nueve años (centro), al huir de su aldea en el sur de Vietnam en 1972. Se había despojado de su ropa quemada luego de que su comunidad fue bombardeada con napalm. Credit Nick Ut/Associated Press
Phan Thi Kim Phuc, de nueve años (centro), al huir de su aldea en el sur de Vietnam en 1972. Se había despojado de su ropa quemada luego de que su comunidad fue bombardeada con napalm. Credit Nick Ut/Associated Press

El 8 de junio de 1972, Nick Ut, un fotógrafo vietnamita de The Associated Press, capturó una fotografía ahora icónica en la que se ve a unos niños que huían del napalm lanzado por error en su aldea por fuerzas survietnamitas. En el centro de la imagen puede verse a una niña desnuda de 9 años llamada Phan Thi Kim Phuc. Está en agonía. Su piel parece estar derritiéndose. Ninguno de los soldados del fondo está viendo a los niños. Solo el fotógrafo observa el dolor de la niña.

Ahora todos vemos el dolor de la niña. La foto, publicada por The New York Times y otros periódicos tres días después, impactó a los lectores por su contundente representación de los costos de la guerra. La fotografía ganó un Premio Pulitzer en 1973. Más tarde ese año, las fuerzas estadounidenses se retiraron de Vietnam. Haya estado o no la foto directamente relacionada con la retirada, como mínimo alimentó el creciente sentimiento antibélico en Estados Unidos y tal vez apresuró el final de la guerra.

“La niña del napalm” forma parte de una tradición de fotoperiodismo que promueve la justicia social. Está también la imagen capturada por David Jackson en 1955 del niño de 14 años Emmett Till en su ataúd, asesinado por ser negro en Misisipi cuando regían las leyes de Jim Crow. O la foto de 1976 de Sam Nzima que muestra a un adolescente llevando el cadáver de un niño en brazos durante la masacre de Soweto en Sudáfrica. La imagen capturada por Kevin Carter en 1993 en la que se ve a un niño sudanés hambriento siendo observado por un buitre. La fotografía de 2015 de Nilufer Demir de un niño de 3 años acostado boca abajo en el oleaje, tras haberse ahogado junto con su madre y hermano en un intento desesperado por huir de la guerra en Siria. La foto de John Moore de 2018 de una aterrorizada niña hondureña de dos años en busca de asilo junto a su madre en la frontera entre México y Estados Unidos. Estas fotografías precisan un momento cultural particular. Destilan la vasta masa de la historia en una sola imagen tan impactante que se manifiesta en tus sueños y te hace llorar en la oscuridad.

Una solicitante de asilo hondureña de dos años de edad llora mientras su madre es detenida y registrada en McAllen, Texas, cerca de la frontera entre México y Estados Unidos el 12 de junio de 2018. Credit John Moore/Getty Images
Una solicitante de asilo hondureña de dos años de edad llora mientras su madre es detenida y registrada en McAllen, Texas, cerca de la frontera entre México y Estados Unidos el 12 de junio de 2018. Credit John Moore/Getty Images

Así como con la foto tomada por Ut de Kim Phuc, nunca queda completamente claro si esas imágenes son la verdadera causa del viraje comunitario hacia la empatía, pero la correlación, al menos, casi siempre es evidente. El gobierno federal eliminó las leyes de Jim Crow en el sur segregado, aun si lo hizo a regañadientes. Los soldados estadounidenses terminaron abandonando Vietnam. El apartheid en Sudáfrica acabó. Los países europeos al final abrieron sus fronteras a los refugiados. Luego de defenderla durante meses, el gobierno de Donald Trump puso fin a su brutal política de separación familiar en la frontera con México, al menos oficialmente.

El reciente resumen fotográfico de la década pasada del Times me hizo pensar en el poder de las fotografías para afectar el curso de la historia. Muchas de estas fotos fueron realizadas durante momentos profundamente extremos: guerras, desastres naturales, graves conflictos sociales. Hay fotografías desgarradoras de supervivencia y muerte entre los escombros, de un hombre desarmado y una mujer desarmada enfrentando a policías con equipo antidisturbios, de miembros de tribus protestando contra el proyecto Dakota Access Pipeline, de muerte en la búsqueda de la libertad. Imágenes de atrocidades codo a codo con imágenes de honor, fotos de furia junto a fotos de amor.

Sin embargo, las fotos que destacan, una y otra vez, son las de los niños: un bebé en una cuna portátil viendo cómo un equipo encargado de desalojos desmantela su hogar, sobrevivientes aterrorizados de la masacre de la Escuela Primaria de Sandy Hook que son escoltados fuera del edificio, una pequeña niña gritando junto al ataúd abierto de su padre, un bebé refugiado de la minoría rohinyá que huye de Birmania sujeto a la cadera de su madre con un chal, una niña de siete años muriendo de hambre en Yemen.

Estas fotografías tienen el poder de atormentarnos en formas que otras fotos, sin importar cuán conmovedoras sean, raramente logran hacerlo. Detonan una empatía que es tan profunda como incondicional: cuando vemos a un niño en peligro, nuestro impulso inmediato es intervenir, y nunca nos detenemos a cuestionar ese impulso. ¿Qué clase de persona se pregunta si será correcto proteger a un niño?

Amal Hussain murió a los siete años; sufría de desnutrición aguda en Yemen. Credit Tyler Hicks/The New York Times
Amal Hussain murió a los siete años; sufría de desnutrición aguda en Yemen. Credit Tyler Hicks/The New York Times

En parte, esta reacción es biológica: el llanto de un bebé inspira una respuesta inmediata de atención en el cerebro de los adultos, sean o no responsables del niño. Esto tiene sentido, al menos en términos evolutivos. Las criaturas indefensas que no inspiran la ayuda de los poderosos son criaturas indefensas que no sobreviven.

Sin embargo, más allá de eso, lo que sentimos cuando vemos imágenes de niños adoloridos, aterrorizados o muertos con toda seguridad se vincula a nuestra capacidad innata para la justicia. Los niños no causan ni pueden entender lo que les estamos haciendo, y su inocencia es un recordatorio de nuestras obligaciones morales; su sufrimiento es un llamado a la acción.

El mundo ha cambiado desde que David Jackson fotografió el rostro desfigurado de Emmett Till y Nick Ut capturó el cuerpo quemado con napalm de Phan Thi Kim Phuc. El año pasado, Julia Le Duc fotografió los cadáveres de Óscar Alberto Martínez Ramírez y su hija de 23 meses, Valeria, boca abajo en el lodo junto al río Bravo. La fotografía se hizo viral en las redes sociales y se convirtió en un recordatorio visceral de la desesperación de los inmigrantes que buscan asilo en Estados Unidos. Sin embargo, este país está tan lejos de tener una política migratoria razonable como cuando la pequeña Valeria murió con su pequeño brazo alrededor del cuello de su padre. Tampoco estamos más cerca de una política de armas que cuide a los estudiantes o de una política económica que proteja a los trabajadores pobres.

Quizás en la actualidad haya demasiadas fotos, demasiadas vertientes sangrientas de sufrimiento en demasiados lugares olvidados por Dios, como para lograr enfocarnos el tiempo suficiente en cualquiera de esas tragedias. Quizá nuestra desconfianza en la tecnología, nuestra sospecha de que las imágenes han sido manipuladas, o de que nosotros mismos estamos siendo manipulados, facilita demasiado que desconfiemos también de nuestra propia reacción ante ellas.

Los cuerpos del salvadoreño Óscar Alberto Martínez Ramírez y de su hija Valeria yacen a la orilla del río Bravo en Matamoros, México, luego de que intentaran cruzar a Brownsville, Texas en junio de 2019. Credit Julia Le Duc/Associated Press
Los cuerpos del salvadoreño Óscar Alberto Martínez Ramírez y de su hija Valeria yacen a la orilla del río Bravo en Matamoros, México, luego de que intentaran cruzar a Brownsville, Texas en junio de 2019. Credit Julia Le Duc/Associated Press

Pero mientras nos sigan conmoviendo las fotografías icónicas de nuestra época, aunque sea inconscientemente, habrá esperanza. En tanto que las fotografías —y las novelas, los poemas, las canciones, las obras de teatro, las pinturas y cualquier otro tipo de arte que filtre el mundo a través de la imaginación moral— nos enseñen a mirar lo que de otra manera podríamos pasar por alto, existirá la posibilidad de un cambio. El fracaso de Estados Unidos en desarrollar una política humana y coherente para los conflictos que causan el sufrimiento de niños es un fracaso temporal. Las oficinas gubernamentales pueden cambiar de funcionarios. Las políticas pueden cambiar su rumbo. Lo único que no cambia es la autoridad de un corazón humano vulnerable al dolor de otros.

La fotografía capturada por Nick Ut de Phan Thi Kim Phuc nos enseñó algo vital acerca de la brutalidad casual de la guerra, pero también nos recordó algo igualmente importante: el poder de la compasión humana. El hermano menor de Kim Phuc murió por las lesiones que sufrió durante el mismo ataque de napalm al que ella sobrevivió. Y logró sobrevivir gracias a las rápidas acciones de Ut, que la empapó con agua y la trasladó a un hospital en Ho Chi Minh para que recibiera atención médica. Solo después de que ella estuvo a salvo fue que Ut llevó su rollo de película al cuarto oscuro para ver lo que había retratado.

Margaret Renkl es columnista de opinión que escribe sobre flora, fauna, política y cultura en el sur de Estados Unidos. Es autora del libro Late Migrations: A Natural History of Love and Loss.

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