La republicana Declaración de Independencia de EEUU incluyó en 1776, seguramente por primera vez en un texto constitucional, el concepto de felicidad. Felicidad considerada no como un sentimiento individual de hedonista satisfacción, sino como aquello que podría obtenerse compartiendo los intereses de la comunidad. Una comunidad basada en la felicidad pública que otorgarían la justicia y la decencia. Y es en este punto en el que nace la primera gran anomalía del que por historia es el principal partido republicano de Cataluña. También de España, vistos los resultados de quienes, tras el 15-M y tras diversas metamorfosis, intentaron el asalto a los cielos.
Esquerra no es hoy un partido feliz. Y lo pudo ser. Es un partido nuevamente devorado por el cainismo, una plaga recurrente en el partido de Macià y Companys. Fundado en los albores de 1931, llevaba más de una década sorprendentemente instalado en una calma sostenida en una bicefalia de manual: organizativamente equilibrada. Oriol Junqueras, el líder carismático y popular; y Marta Rovira, la capitana del apparatchik.
Los primeros resultados electorales reforzaron el tándem y la felicidad pública de la familia republicana, pero con el tiempo ha emergido un cierto desequilibrio intelectual y de finezza estratégica entre ambos. Junqueras es, seguramente, junto al noucentista Raimon Obiols, el político más ilustrado de la política catalana de las últimas décadas. Y, a la vez, el más parecido a Jordi Pujol en su vertiente más populista y predicadora. Por su parte, con el ruido comunicativo que provocan la distancia, también de la realidad, y el oscurantismo inherente a todo aparato, Rovira, consciente de ese desequilibrio natural, acabó parapetándose en la ya tradicional aristocracia académica de los republicanos. Obviaré ahora, exigencias del guión, a aquellos turbios aprendices de brujo que parece que llegaron a coquetear con la Rusia de Putin, y a los que una dirección monitorizada desde Ginebra tuvo muy en cuenta.
Minoritaria entre las bases y alejada de la realidad, esa élite académica ya había demostrado durante los diversos tripartitos su nulidad entrista y seductora, fundamental, junto a las manos limpias, a la hora de construir hegemonías demoscópicas. Más allá de producir una buena Reader's Digest, esa élite se muestra incapaz de concebir una escuela de formación de líderes, talentos y mensajes competitivos, más allá de la retórica de una «República verde y feminista». Y aquí surge otra anomalía: la centrifugación del talento. La anomalía de unas bases vitalmente más experimentadas y talentosas que buena parte de una dirección que presenta el único aval curricular de su perenne paso por las administraciones públicas. En ellas crecen y se multiplican, incomprensiblemente, acomplejados y temerosos de la aportación intelectual de los nuevos liderazgos. ¿Quién podría discutir hoy que Gabriel Rufián, con sus luces y sus sombras, ha sido una de las estrategias de la vía amplia de Junqueras electoralmente más acertada? También para una Cataluña que con él empieza a consolidar un soberanismo no nacionalista, de izquierdas, transformador, joven y metropolitano que cuestiona elementos claves del sempiterno statu quo catalán. El del oasis.
Y, de nuevo, una anomalía: la de un partido que acumuló más poder y de manera más convincente y seductora con la breve Vicepresidencia de Junqueras que con la Presidencia de Pere Aragonès. En la primera etapa tuve el privilegio de asistir como actor secundario al intento de construir una imagen de Esquerra más acorde con los nuevos tiempos y alejada de una rémora -entiéndaseme bien el símil- rural y carlista. Más moderna y urbana. Labor que, en buena parte, Carod-Rovira ya había iniciado. Entre otros y otras, Miquel Gamisans, Sergi Sol, Lluís Salvadó, Francesc Iglesies, Oriol Durán y Sergi Sabrià (en su cara A) participaron en ese intento comunicativo, ideológico y organizativo, de situar a ERC en igualdad de condiciones en el mainstream catalán. Fueron tiempos de inteligentes alianzas, algunas antinatura, pero con el respeto como norma: alianzas con los medios de comunicación -también con los estatales-, con los sectores económicos y productivos, y también con el mundo sindical.
Irrumpen los fets d'octubre, el 155 y la cárcel. La semilla estaba echada: llegaron las elecciones municipales de 2019 y, de nuevo, la felicidad pública. Pero también la ausencia de liderazgo y, de nuevo, otra anomalía: la asunción de la Presidencia conllevó el principio del fin. Con los nuevos responsables de la estrategia comunicativa del Palau, más preocupados por el atrezzo y el pancartismo que por la construcción de una línea efectista y eficaz, el gris se instaló entre los naranjos de su emblemático patio. Tal vez acomplejados por los Comunes de Colau, se mostraron incapaces de construir un relato creíble y coherente sobre temas tan importantes como la ampliación del aeropuerto, los Juegos Olímpicos de Invierno o el complejo lúdico de Hard Rock. Y contaban con un buen activo: la bien amueblada cabeza del presidente Aragonès, finalmente, bunkerizado con la parte más acrítica de su sottogoverno.
La errática selección de personal y un cierto sectarismo inducido por la lucha cainita que ya se atisbaba, hizo el resto. Y, todo ello, pese a haber tenido en el nada lejano 2015 al PSC al borde del abismo, y a Convergència -e inmediatos sucedáneos- en situación caótica y más centrada en la superación de una marca muy afectada por el 3% que en la reconstrucción de su natural espacio político.
Con todas esas facilidades, ¿qué construcción política y estructural les será reconocida a los republicanos? Tal vez la recuperación del pluralismo en la marca de la Generalitat -en la concepción de los 7,5 millones de catalanes como un solo pueblo-, y una modernización de la maquinaria de la corporación que rige los medios de comunicación públicos. La bienintencionada feminización de los Mossos no podrán rentabilizarla (la actual consellera socialista es inteligente), y la reconocida Conselleria de Interior de Aragonès corre injustamente el riesgo de ser recordada por su mala gestión -puntual y arrogante, tanto política como comunicativa- de la huida canicular de Puigdemont.
ERC celebra mañana su 30º Congreso, un cónclave muy importante para Cataluña, pero también para España. Esquerra Republicana es un partido imprescindible para la construcción de una Cataluña decente y justa, con unas bases persistentes que, más pronto que tarde, volverán a situarlo en primera línea. Al margen de la goleada que Junqueras ha infligido a las candidaturas rivales en la presentación de los avales, y más allá del desconocimiento casi total respecto a su principal rival (avalado por la vieja guardia), creo que el político de Sant Andreu tiene el derecho, casi la obligación histórica, de liderar una candidatura electoral tras la previsible caída de su inhabilitación (si los jueces no enmiendan la plana a la mayoría de los representantes de la soberanía popular). Diría más: es lo emocionalmente comprensible si pensamos que, dadas las circunstancias, el político independentista, que compatibiliza su pedigrí secesionista y pacífico -origen de su encarcelamiento- con su manifiesto poliamor a una España entre iguales -a sus gentes, su lengua y su cultura- no ha tenido esa oportunidad. Pere Aragonès, Marta Rovira y Ernest Maragall sí, y con sonoras derrotas. Puigdemont espera en Waterloo anhelando un sábado de buenas noticias, e intuyo que estas no pasan por el triunfo de Junqueras.
Acabo con una anécdota relatada por Rovira i Virgili sobre el conde de Romanones que el actual inquilino del Palau haría bien en interiorizar. Rovira i Virgili explica la argumentación que hizo el conde cuando se le preguntó si creía que en Cataluña la cuestión social haría desaparecer la cuestión soberanista: «Supongamos que estoy enfermo y que tengo habitualmente un fuerte dolor de cabeza. Un día de ambiente húmedo, turbio, salgo al jardín y cojo una pleuresía. Por supuesto, mientras la pleuresía sigue su curso, no me acuerdo del dolor de cabeza, pero al final la pleuresía se cura, y el dolor de cabeza vuelve a salir de nuevo».
Parábola que hoy, un siglo después, muchas personas en la Península Ibérica -incluyo a una legítima parte de la Cataluña progresista- parecen no tener capacidad o voluntad de entender. Creo en ese sentido que, a partir del lunes, Junqueras podrá emular al gran Rafael Campalans, aquel dirigente de la Unió Socialista de Catalunya, muchas veces aliada de la Esquerra de Macià. Porque, como Campalans solía decir, la política, en esencia, es pedagogía.
Jordi del Río es periodista y ex director general de Medios de Comunicación en Presidencia de la Generalitat 2016-2024.