Una intranquilidad insatisfecha

Cuando tomamos decisiones morales en las que estamos personalmente implicados, ¿es nuestra racionalidad la que nos guía o más bien lo hacen nuestras emociones? ¿Usamos bien la racionalidad en el momento de tomar estas decisiones? Este tipo de cuestiones han preocupado a un gran número de filósofos durante siglos. Pero las respuestas eran muchas veces de cariz especulativo o conjetural. El debate continúa, pero hoy disponemos de algunos conocimientos que permiten aproximarnos a aquellas cuestiones de una manera un poco más sólida. Dos citas de científicos reconocidos ofrecen algunas pistas. La primera es de Niels Bohr, uno de los padres de la física cuántica: “La física no describe la naturaleza, sino que más bien describe el conocimiento humano sobre la naturaleza”. Tal como postularon Hume o Kant en otros términos, pero que a menudo olvidamos, nuestro camino al conocimiento de la realidad no es nunca directo, pasa por los filtros de las ideas y lenguajes creados por los humanos, y por las características de nuestro sistema sensorial. Estos filtros humanizan el conocimiento, o sea, hacen que sea un conocimiento nuestro y, por lo tanto, alejado de cualquier realismo ingenuo sobre “cómo es en realidad el mundo”. La segunda frase es de Richard Dawkins, un experto en la evolución de la vida: “El mundo (macroscópico) es continuo, así cuando se dice de alguien que es alto o bajo o inteligente o estúpido, nos estamos engañando a nosotros mismos al establecer que hay una especie de discontinuidad entre estas categorías, cuando de hecho hay un continuo. (...) Es un ejemplo de lo que denomino la tiranía de la mente discontinua”.

Son dos advertencias interesantes. Ambas apuntan a ser críticos y a no atribuir existencia fáctica a categorías que sólo son nuestras. Pensar con pocas categorías resulta útil en el mundo práctico. Nuestros cerebros son en eso expertos. La evolución nos ha preparado. Cuando percibimos un peligro, sea un predador o un rival amenazante, se nos ocurren dos o tres alternativas inmediatas: luchar, huir o quizás escondernos si estamos seguros de que no nos han visto. En el mundo práctico a menudo hay que plantear pocas alternativas para poder escoger con rapidez. El problema se crea cuando trasladamos esta estrategia al mundo teórico o analítico. Una excesiva reducción de la complejidad conduce a menudo a concepciones empobrecidas o erróneas. Por ejemplo, en el campo de las ciencias sociales se dan tres fuentes de errores analíticos: tratar de explicar fenómenos complejos a partir de unas pocas causas cuando, de hecho, hay un elevado número de aspectos que interactúan; reducir fenómenos continuos a unas pocas categorías discontinuas; o establecer inacabables discusiones sobre si son más importantes los aspectos genéticos o los aspectos culturales, desconsiderando su interacción. El primatólogo Frans de Waal lo expresa así: “Intentar establecer qué proporción de una clase de conducta está determinada por los genes y cuál lo está por el ambiente es una tarea tan inútil como preguntarse si el sonido de los tambores que escuchamos proviene del tamborilero o de su instrumento”.

En términos filosóficos clásicos: nuestros lenguajes y percepciones sensoriales nos iluminan de una manera que muchas veces nos deslumbra. Creemos espontáneamente que el mundo es como lo vemos y que nuestras categorías reflejan diferencias que están en el mundo. Pero ambas aseveraciones son falsas. Como los habitantes de la caverna de Platón, vemos sombras, pero eso es todo lo que podemos ver. El sol también está dentro de la caverna. Pero con estas herramientas hacemos ciencia y transformamos el mundo.

Por otra parte, la evolución del cerebro parece que ha conformado algunas estructuras morales compartidas por todos los humanos (y algunas especies animales). Cuando nacemos no somos ninguna pizarra en blanco, ni en términos epistemológicos ni en términos morales. Venimos equipados con, digamos, estructuras neuronales preconstituidas de conocimiento y de decisión. Son conocidos los experimentos mentales propuestos por Philippa Foot sobre en qué casos consideramos legítimo o no sacrificar la vida de una persona si eso permite salvar la vida de varias. Por ejemplo, los estudios hechos en diferentes culturas muestran que se tiende a encontrar legítimo accionar una palanca que provocará la muerte de un individuo pero evitará que otros cinco mueran; pero los resultados son los contrarios cuando somos nosotros los que tenemos que eliminar directamente al primer individuo. Los tests empíricos muestran que no valoramos moralmente sólo a partir de las consecuencias prácticas de las acciones, sino a través de principios o de reglas que consideramos intuitivamente correctos, y que tenemos una aversión emocional a violar.

Así, de acuerdo con la información científica actual, la respuesta a la primera pregunta inicial parece decantarse a favor de nuestra base emocional, más allá de las diferencias culturales. La respuesta a la segunda cuestión tiende a ser un “sí”, pero matizado por la tendencia de los cerebros humanos a utilizar excesivas simplificaciones analíticas y preconcepciones epistemológicas ingenuas. La racionalidad, una capacidad evolutiva más reciente, también actúa en nuestras decisiones, pero a veces sólo lo hace para justificar una decisión que nuestro cerebro ya ha tomado unos milisegundos antes. Todo eso provoca cierta intranquilidad, pero al tiempo nos empuja a mejorar nuestro conocimiento y nuestras acciones morales.

Ferrán Requejo, catedrático de Ciencia Política en la UPF.

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