Una izquierda antinacionalista no sólo es posible: es necesaria

Los efectos de la segunda fase de la globalización que comenzó en los años 80, implantó su hegemonía hasta la crisis financiera de 2008 y quedó herida de muerte tras la pandemia y la guerra de Ucrania han supuesto un profundo cambio de paradigma político.

Hasta entonces, el factor productivo (o si se prefiere el criterio marxista de ideología de clase) marcaba las decisiones de los votantes en los países occidentales.

Desde 2008, en muchos de estos países, la política se ha polarizado en torno a dos ejes diferentes de las premisas marxistas. Premisas que la Revolución francesa bautizó con los nombres de izquierda y derecha.

Son el globalismo, heredero del proyecto ilustrado, universalista y liberal; y su reverso, el antiglobalismo, que aboga por una vuelta a la soberanía del Estado nación y sus tradiciones.

La desigualdad económica generada dentro de las sociedades occidentales durante las últimas tres décadas de deslocalización tecnológica, unida al efecto de la inmigración masiva, ha socavado la confianza de muchos ciudadanos en la libertad total de los mercados.

Por otro lado, el shock que provocaron primero la pandemia y, después, la guerra en Ucrania, ha puesto de manifiesto la fragilidad de un país cuando este no produce sus bienes esenciales.

Estos hechos han coadyuvado a la formación de una opinión pública considerablemente distinta a la que predominó tras los acuerdos de Bretton Woods en 1944.

Hoy en día, un votante clásico de izquierda puede ser persuadido por un programa reaccionario antiglobalista que defienda un férreo control de la inmigración. Un votante tradicional de la derecha puede acabar otorgando su confianza a un programa woke con claros guiños a la libertad de mercado.

Ser de izquierda o de derecha, en el sentido clásico, ha dejado de ser una referencia política en muchos países.

Prueba de ello es que el programa del republicano Donald Trump representa, en aspectos clave, la antítesis de lo que fue el programa del también republicano Ronald Reagan. La diferencia no radica en el distinto perfil de los candidatos, sino en los treinta años de globalización que los separan.

Podríamos poner ejemplos similares en otros países.

Aunque España ha seguido esa misma senda y los partidos antiglobalistas, tanto de izquierda como de derecha, suponen actualmente el 20% del electorado, falta mucho para que fagociten el binomio izquierda-derecha clásico.

Es cierto que nuestra sociología política tiene tics que obedecen claramente a los tiempos líquidos de la posmodernidad. La sociedad española se está polarizando y, dada la facilidad y los recursos existentes para construir falsos relatos, se encuentra más confusa y desarraigada que nunca.

Pero nos seguimos rigiendo por los cánones del siglo XX. Pese a que otros autores preconizaron el crepúsculo de las ideologías incluso durante la Guerra Fría, lo cierto es que en España eso no ha sucedido todavía.

Tal es el nivel de los prejuicios ideológicos de clase creados en nuestro país que, si añadimos la polarización que trajo la crisis de 2008, nos encontramos con que un ciudadano de a pie difícilmente dejará a un lado su adscripción ideológica para votar a un candidato de la ideología contraria, por evidentes que sean las malas consecuencias de un gobierno de su cuerda.

Si algo ha vertido la 'nueva política' sobre los odres de la vieja ha sido el líquido de la sinrazón. Si desde Hume la razón ha sido esclava de las pasiones, hoy lo es con mayor motivo.

El hecho constatable que no deja lugar a dudas es el 23-J.

De otro modo, no se puede comprender que un gobernante que ha mentido sistemáticamente durante cinco años; que reconoció que no podría conciliar el sueño si formara gobierno con quien semanas después se alió; que ha indultado a golpistas de los que había dicho que pagarían con cárcel sus graves delitos; que ha retorcido los resortes del Estado para socavar, en su propio beneficio, la independencia del Poder Judicial; que ha cedido a todo tipo de chantajes nacionalistas y que ha pactado hasta con terroristas, acabase cosechando un solo voto que no provenga del clientelismo que genera nuestra partidocracia extractiva.

Más aún cuando todas las encuestas reflejaban hace meses que el 70% de los españoles y al menos el 50% de los votantes socialistas estaban en contra de cuestiones tan graves como los indultos o la ley que ha rebajado las penas de cientos de violadores.

Con todos estos indicios, es muy probable que a Sánchez le vuelva a bastar con recurrir a la amenaza permanente de Vox, que el sanchismo mediático se encargará de agitar en los momentos oportunos, para no perder demasiados votos y mantener el poder.

Si, al margen de los nacionalistas, los bloques de izquierda y derecha apenas se movieron durante la legislatura anterior, parece bastante verosímil que, a tenor de los últimos sondeos, el tiempo restañe los leves arañazos que los nuevos dislates de Sánchez le causen políticamente.

Quienes creemos que el actual presidente del Gobierno está llevando al país a su desintegración, haciendo retroceder nuestro régimen de libertades, lastimando el Estado de derecho y revocando, en fin, el espíritu de la Transición, debemos pensar otra estrategia distinta o al menos complementaria a la de confiar en el buen hacer de Alberto Núñez Feijóo en la oposición. Porque me temo que esta será insuficiente.

Desgraciadamente, en nuestra partidocracia no existe la posibilidad que ofrece todo régimen parlamentario digno de tal nombre de que una parte de los diputados que apoyaron la formación de un gobierno se rebelen contra él por incumplimiento grave y flagrante de las promesas electorales.

Aunque nuestra Constitución prescribe esa forma de proceder en su artículo 67.2, la partidocracia se ha encargado de llamar 'tránsfuga' al diputado que actúe en conciencia. Quitarse el yugo que le ha puesto la cúpula del partido al que pertenece y actuar coherentemente con el programa electoral y con los intereses de sus votantes está castigado en España con el destierro.

El único escenario que permitiría una rebelión interna en un partido sería el vaticinio de una catástrofe electoral, de manera que el diputado no tuviera miedo a no ser incluido de nuevo en las listas de partido.

Tras lo visto el 23-J, la forma más segura de descabalgar a Sánchez del poder o, al menos, el mejor complemento a su propio desgaste electoral (por pequeño que este sea), así como a la labor de oposición del Partido Popular, sería el surgimiento de una izquierda ilustrada, antipopulista y comprometida con la idea de España.

El efecto que nuestro sistema electoral tendría sobre el bloque de izquierda si este se dividiera en tres o cuatro candidaturas sería suficiente para hacer perder a Sánchez varios escaños en las circunscripciones pequeñas, previsiblemente en beneficio del partido más votado. Es decir, el PP.

Además, si esa candidatura de izquierda antinacionalista obtuviera representación parlamentaria, Sánchez no podría contar al mismo tiempo con ella y con el independentismo, lo cual desbarataría sus posibilidades de gobierno.

Esa izquierda no sólo puede cuajar en España, sino que resulta extraño que no lo haya hecho todavía. No hay país en Occidente con más motivos para ello.

El riesgo inminente de quiebra de la unidad nacional. La ausencia de solidaridad regional. La existencia de intolerables privilegios territoriales. La consolidación del populismo rousseauniano e identitario como única vía actual de la izquierda. La insólita anomalía democrática de que el Gobierno de España se encuentre a merced de las fuerzas separatistas más xenófobas y racistas de Europa.

Todas ellas constituyen razones suficientes para el surgimiento de una izquierda que abogue por la igualdad de las personas y los territorios, y que luche por la abolición de los privilegios.

Sería una izquierda que pondría a Sánchez frente al espejo. Y lo podría hacer sin complejos, desde posiciones progresistas que los votantes de izquierdas comprenderían. De esa forma se podría presentar como alternativa por el flanco izquierdo, recibiendo el voto de aquellos que no tendrían que sobreponerse a los poderosos prejuicios ideológicos que hoy les atenazan.

Seguro que un programa así se encontraría con obstáculos. Pero los podría sortear si los ciudadanos que aspiramos vivir en una democracia plena respaldamos con entusiasmo su surgimiento.

Hay muchas maneras de apoyar a un partido político sin necesidad de votarle. Los medios de comunicación desempeñarían un papel absolutamente determinante. Hasta el punto de que el éxito del alumbramiento dependería en muy buena medida del apoyo mediático que el proyecto reciba.

Hay varios proyectos en génesis, como la Tercera España o Izquierda Española, que unidos o por separado pueden armar una verdadera alternativa de izquierda.

Pero, insisto, van a necesitar mucho apoyo.

Desde la campaña Otra Ley Electoral (OLE) aportaremos nuestro pequeño grano de arena. Convencidos, además, de que un proyecto de esta naturaleza sería más receptivo a un cambio de la ley electoral que hiciera de Pedro Sánchez la última consecuencia de un sistema viciado.

Lorenzo Abadía es empresario y fundador de la campaña Otra Ley Electoral.

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