Una lágrima por la Argentina

La última suspensión de pagos de la Argentina plantea cuestiones inquietantes a los encargados de la formulación de políticas. Es cierto que las periódicas crisis de deuda de este país son a menudo consecuencia de políticas macroeconómicas destructivas, pero esta vez el desencadenante de la suspensión de pagos ha sido un cambio importante en el régimen internacional de la deuda soberana.

Dicho cambio favorece a los acreedores intransigentes en el caso de las emisiones de bonos regidas por la legislación de los EE.UU. Al aminorarse el crecimiento de los mercados en ascenso y aumentar la deuda exterior, unas nuevas interpretaciones jurídicas que dificulten mas las reestructuraciones y las futuras reprogramaciones de la deuda no son un buen augurio para la estabilidad financiera mundial.

En esta historia no hay héroes y, desde luego, no lo son las autoridades de la Argentina, que hace un decenio intentaron imponer unilateralmente una generalizada reestructuración en gran escala a los titulares extranjeros de bonos. Los economistas que pregonaron el “consenso de Buenos Aires” como la nueva forma de dirigir las economías también resultan ridículos a posteriori. El Fondo Monetario Internacional reconoció hace mucho haber concedido demasiados préstamos para intentar salvar la insostenible vinculación de la Argentina con el dólar cuando se desplomó en 2001.

No es la primera vez que una suspensión de pagos de la Argentina ha alterado los mercados internacionales de capitales. Según el cuadro que Carmen Reinhart y yo compilamos en nuestro libro de 2009 Esta vez es diferente, la Argentina ha suspendido pagos en siete ocasiones anteriores: en 1827, 1890, 1951, 1956, 1982, 1989 y 2001.

La Argentina puede ser casi tan famosa por sus suspensiones de pagos como por sus equipos de fútbol, pero en modo alguno es la única al respecto. Casi todos los países con mercados en ascenso han experimentado problemas recurrentes en materia de deuda soberana. Venezuela es el que ostenta la plusmarca en la época contemporánea con once suspensiones de pagos desde 1826 y posiblemente otras por venir.

En 2003, en parte como reacción ante la crisis argentina, el FMI propuso un nuevo marco para la adjudicación de deudas soberanas, pero esa propuesta chocó con la firme oposición no sólo de los acreedores que temían que el FMI se mostrará demasiado comprensivo para con los deudores problemáticos, sino también de los mercados en ascenso que no preveían un riesgo a corto plazo de que se dejara de confiar en su solvencia. Los prestatarios solventes estaban preocupados ente la posibilidad de que, si se suavizaban las sanciones por incumplimiento, los acreedores exigieran tipos mayores.

Recientemente, como consecuencia de una reconsideración de los préstamos del FMI a la periferia de Europa (y a Grecia en particular), el Fondo ha propuesto otro planteamiento para la reprogramación de la deuda que podría ser más fácil de aplicar. El FMI reconoce ahora que, en realidad, se estaba utilizando la mayor parte de su financiación para que no tuvieran pérdidas los acreedores a corto plazo. A consecuencia de ello, no había dinero suficiente para ayudar a suavizar los recortes presupuestarios impuestos por la repentina paralización de la financiación extranjera.

La experiencia de la reciente crisis de la zona del euro presenta un marcado contraste con la crisis de la deuda latinoamericana en el decenio de 1980, cuando no se permitió que los bancos se apresurarse a librarse de sus préstamos. Si se aprueba la nueva propuesta, el FMI denegaría fondos, con condiciones, a los países que tengan cargas de deuda cuya insostenibilidad considere muy probable el personal del FMI; los acreedores tendrían que acceder primero a “reconfigurar” la deuda.

Lo de reconfigurar la deuda es un eufemismo por reestracturar la deuda, lo que permite a los países endeudarse para con los acreedores existentes durante períodos más largos y con tipos de interés menores de los que podrían encontrar en el mercado abierto. Aunque dista mucho de estar claro si le resultaría fácil al FMI mantenerse firme frente a los acreedores muy exigentes, la nueva política, en caso de que se adoptara, endurecería el planteamiento por parte del Fondo de los casos en que se ve repetidas veces aportando dinero bueno para intentar salvar lo insalvable.

En el momento actual, los Estados Unidos parecen reacios a secundar la propuesta del FMI. Evidentemente, las autoridades de los EE.UU. están convencidas de que en algunas situaciones la geopolítica prevalece sobre la economía (lo que se refleja, por ejemplo, en la reciente reincorporación del FMI a Ucrania, después de una serie de programas fallidos).

Esa resistencia americana es desafortunada. Sería mucho mejor que los EE.UU. buscaran, sencillamente, formas de organizar simples donaciones en casos excepcionales, como el de Ucrania, en lugar de estructurar el sistema financiero internacional en torno a ellos.

En vista de las complicaciones recurrentes para la resolución de contratos de deuda soberana en tribunales extranjeros y de la incapacidad del mundo para organizar un procedimiento fiable y justo en los casos de quiebras extranjeras, tal vez la mejor idea sea la de orientar la mayor parte de los corrientes internacionales de deuda hacia los tribunales de los países deudores. Hace veinticinco años, Jeremy Bulow y yo hicimos una propuesta de ese tipo; ése sigue siendo el planteamiento correcto.

En ese caso, los países interesados en endeudarse con grandes cantidades en el extranjero deberían crear entidades que prometieran devolver los préstamos de forma fiable. En general, la experiencia respalda ese método. De hecho, el enorme aumento en los últimos años de la emisión de deuda nacional de los mercados en ascenso ha contribuido a reducir las tensiones en los mercados (si bien la continua dependencia de la deuda extrajera en que se encuentran las empresas sigue manteniendo a muchos países en una situación de vulnerabilidad).

Pero el endeudamiento interno no es una panacea. Creer que cualquier país que emita deuda en su propia divisa carece de riesgo, mientras el tipo de cambio sea flexible, resulta asombrosamente ingenuo: entre otras cosas, porque sigue existiendo riesgo de inflación, en particular en el caso de los países con instituciones fiscales débiles y grandes cargas de deuda.

Aun así, el último trauma de la Argentina en materia de deuda muestra que el sistema mundial de renegociaciones de deuda soberana sigue necesitando urgentemente una reparación. Es absolutamente necesario reforzar los mercados nacionales de deuda y tal vez hacer cambios en el sentido propuesto por el FMI.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. His most recent book, co-authored with Carmen M. Reinhart, is This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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