Una larga carrera hacia la Casa Blanca

La carrera en marcha hacia la Casa Blanca oscila entre la confusión, el sobresalto y el tedio. Lleva camino de arrastrarse por esas tortuosas y arcaicas veredas que pasan por las elecciones primarias, las convenciones y las encuestas, con el trasfondo de confusos discursos que se fijan más en los golpes de efecto que en el tratamiento de los problemas. Parece como si tuviese razón Kissinger cuando decía que «el proceso de nominación presidencial confiere el premio a un candidato experto en organización que pueda dar expresión política a la necesidad del momento, a un maestro de la ambigüedad y el consenso, capaz de subordinar programas a las exigencias de hacerse de una amplia coalición». Un proceso, en fin, que favorece más las necesidades de los informativos televisivos que las de un Gobierno de alcance planetario.

Los 18 precandidatos en liza (10 demócratas, ocho republicanos) están quedándose sin fuelle después de cinco debates ante las cámaras (dos entre demócratas, tres entre republicanos). ¡Y todavía quedan 16 meses para las elecciones presidenciales! Los electores se mueven inquietos en sus asientos viendo, una y otra vez, las mismas caras. El cansancio puede llevar a la aparición de nuevos candidatos, en uno y otro bando.

Por parte de los republicanos, el candidato sorpresa puede ser el ex senador por Tennessee Fred Thompson, que en cualquier momento puede anunciar su candidatura oficial a la Presidencia. Un actor con cara de presidente, que goza de una amplia visibilidad por haber encarnado al fiscal de distrito Arthur Branch en la serie televisiva Ley y orden, además de haber intervenido en películas como El cabo del miedo o La caza del Octubre Rojo. De hecho, cuando los directores de Hollywood necesitan a un actor que encarne el poder suelen llamarlo a él o a Martin Sheen. Con unas cifras muy buenas en las encuestas, su llegada pondrá nervioso a todo el mundo. Su problema es alcanzar en fondos a unos rivales que llevan meses con recaudaciones millonarias.

En el bando demócrata, el oscarizado ecologista Al Gore puede ser el tapado del partido. En las encuestas, aun sin haber dado el paso hacia delante, aparece situado entre el tercer y el cuarto puesto.

No se olvide que las campañas para la Presidencia estadounidense tienden a ser ejercicios de degeneración progresiva. Los candidatos, conforme pasa el tiempo, suelen hacerse muy vulnerables a la presión. Oscilan del optimismo al catastrofismo con excesiva rapidez. El protagonista de Colores primarios ( una novela que describe a ritmo trepidante una campaña presidencial), en medio del estrés de la carrera electoral llega a decir: «Tanto camino recorrido para no llegar a ninguna parte. Siempre acabábamos en el mismo aeropuerto, a la misma hora, para ser recibidos por la misma caravana que esperaba para llevarnos a los mismos sitios, en los que ya habíamos estado muchas veces». Esta especie de locura hace que, a veces, la campaña acabe estallándole en las narices al aspirante. Para evitarlo, la regla básica de los jefes de campaña es mantenerlos en perpetuo movimiento y en un ambiente de continuo optimismo. De otro modo, como decía uno de ellos, «se te mueren en las manos: así de grandes y frágiles son sus egos».

Pudiera ocurrir que esto le pasara a las parejas mejor situadas -la de los demócratas Hillary Clinton-Barack Obama y la de los republicanos Rudy Giuliani-John McCain-. También pudiera suceder que acaben destrozándose entre sí en esta larga campaña. A la espera de esa eventualidad -aparte de los candidatos sorpresa- otean el horizonte el demócrata John Edwards y el republicano Mitt Romney. Los dos son el sueño hecho realidad de un director de campaña, con pinta de galanes de Hollywood, serenos, multimillonarios y que conectan bien con sus bases.

Romney, por ejemplo, ha recaudado tantos millones de dólares como Hillary Clinton. Casado con una mujer maravillosa (a la que le fue diagnosticada una esclerosis múltiple), padre de cinco hijos y con 10 nietos, su estilo y talante recuerdan la figura de Ronald Reagan. Se le ha proclamado vencedor en dos de los tres debates televisivos realizados por los aspirantes republicanos. En las primarias de Iowa y New Hampshire, las encuestas le dan ya como ganador.

Algunos analistas opinan que su mayor problema es su religión mormona. No lo creo. Estas evaluaciones suelen partir de bases inexactas. Entre ellas, la de creer que los mormones aún son polígamos. La realidad es que desde 1908 la poligamia fue abolida en la iglesia mormona, sancionándose con la expulsión a quien la practique. Desde la década de 1930, como ha demostrado Huntington, la disposición de los estadounidenses a votar candidatos a la Presidencia procedentes de minorías ha aumentado espectacularmente: más del 90% de los encuestados en 1999 afirmaba que votaría a un negro, a un judío o a una mujer. Sólo un 49%, sin embargo, estaba dispuesto a votar a un candidato presidencial ateo. Es, pues, la falta de religión lo que retrae a los votantes más que el tipo de religión que profesen los aspirantes. Repárese en que cuestiones como el diseño inteligente y la evolución, el papel de la fe en las crisis familiares o el puesto de Dios en la propia escala de valores han sido algunos de los temas que, con toda naturalidad, los candidatos demócratas y republicanos han aludido en los debates electorales. Eliminado el prejuicio católico con Kennedy y Kerry -de hecho, lo son tres de los candidatos demócratas en estos primeros compases de la campaña (Joe Biden,Chris Dodd y Bill Richardson) y otros tres republicanos (Sam Brownback, Giuliani y Tommy Thompson )-, no parece que vaya a ser sustituido ahora por el prejuicio mormón.

John Edwards, por su parte, se define como un «verdadero demócrata». No un «nuevo demócrata» al estilo de Bill Clinton o de su mujer Hillary. Parece querer conectar con la tradicional atención de la izquierda demócrata por el sistema sanitario y por los programas contra la pobreza. Sus llamadas a la presión fiscal para los ricos sensibilizan a las bases más clásicas del partido. Su propia tragedia familiar -un hijo murió en accidente y su mujer tiene un cáncer incurable- acrecientan las simpatías del electorado. De hecho, cuando formó ticket como aspirante a la Vicepresidencia con John Kerry, gran parte del electorado lo veía con más condiciones para el Despacho Oval que el propio aspirante a la Presidencia.

Desde luego, ambos tienen también esqueletos en el armario. Mitt Romney ha cambiado demasiado bruscamente de posición en materias polémicas como el aborto y las uniones gays. En 1994, cuando se presentó al Senado por Massachusetts, y en 2002, cuando optó al cargo de gobernador de este Estado, mantenía posiciones favorables a esas dos cuestiones. Ahora es antiabortista y contrario a los grupos de presión homosexuales. Los expertos inquieren: ¿se puede contar con su palabra? ¿se puede confiar en él? He ahí un problema que deberá aclarar en la larga campaña. Por su parte, a John Edwards se le achaca demasiado fervor por la firmeza de los gobiernos de la Guerra Fría de Truman, Eisenhower y Kennedy. Olvida -como observa Paul Street- que esas posiciones incubaron una carrera de armas nucleares que casi se volvió fatal en octubre de 1962.

En todo caso, hoy por hoy, todavía encabezan las encuestas Hillary/Obama por los demócratas y Giuliani/ McCain por los republicanos, aunque este último está perdiendo fuelle. ¿Qué tienen a su favor y en su contra? La pareja demócrata nada en la dirección de una corriente de opinión pública que pide un cambio después del fiasco del Gobierno republicano de Bush, con la popularidad por los suelos. La pareja republicana se sostiene por el horizonte de una seguridad interior y exterior amenazada por el terrorismo. El electorado americano aún no ha olvidado los 3.000 muertos de la tragedia del 11-S.Centrémonos en los dos cabezas de lista: Hillary y Giuliani. La erosión de la antigua primera dama puede venir de una subterránea corriente de opinión que desconfía de ella. Los dos libros que acaban de aparecer en EEUU (uno de Carl Bernstein, héroe del Watergate) demoliendo el mito son un ejemplo de lo que digo. La encuentran demasiado manipuladora y ambiciosa. Demasiado acomodaticia. Más pendiente de las encuestas de opinión que de los valores o las creencias. Sus críticos le achacan que ha aprendido demasiado deprisa las tres lecciones que llevaron a su marido a la Casa Blanca: manifestarse de centro-izquierda, pero no dejar de flirtear con la derecha; conseguir cuanto más dinero mejor para la campaña, sin que importe demasiado su procedencia; y «hacerse turco con los turcos», con tal de llegar al poder. Se le podría aplicar también a ella lo que se decía de Roosevelt: «Si se convenciera de que apoyar el canibalismo le daría los votos que necesita, mañana mismo comenzaría a engordar un misionero en el patio de atrás de la Casa Blanca».

Pudiera ocurrir -no es seguro- que, como vaticinan algunos analistas, la Historia termine recordando que, pese a que Hillary ha sido la primera opción demócrata desde su primer año en el Senado, nunca un precandidato demócrata ha ganado la nominación habiendo sido el favorito durante tanto tiempo. La única excepción, hasta ahora, ha sido la de Walter Mondale, en 1984. Que finalmente también perdió.

Esta desconfianza de parte del electorado -no me fijo ahora en sus virtudes políticas, que en estas mismas páginas analicé hace poco- tal vez explique el flujo y reflujo de las encuestas, que unas veces la ponen en cabeza y otras la sitúan por detrás del afroamericano Obama.¿Y qué pasa con Rudy Giuliani? Éste no siente tan cercano a su nuca el aliento del senador McCain -el segundo en el ranking republicano-, pero ya he dicho que puede comenzar a tambalearse con la aparición del actor Fred Thompson y el progresivo afianzamiento de Romney. Los tiros ya han comenzado desde varios flancos. Por un lado, las bases clásicas del partido le acusan de mantener posiciones favorables sobre el aborto y las uniones entre homosexuales. Y se muestran inquietos por su inestabilidad conyugal. De hecho, entre él y su actual esposa, Judith Nathan, suman un total de seis matrimonios. Por otro lado, en los últimos debates tuvo que justificar algunas dudas surgidas en su manejo de los fondos del Ayuntamiento de Nueva York durante sus mandatos como alcalde. Si a esto se une el cáncer de próstata que le hizo desistir de presentarse a la plaza de senador por Nueva York , que acabó ocupando Hillary Clinton, se entienden las dudas sobre su idoneidad como candidato republicano por las bases duras del partido. La verdad es, sin embargo, que ningún otro candidato republicano podría ganar en Estados tradicionalmente liberales, como Nueva York, Connecticut y Nueva Jersey.

En fin, tanto en las convenciones para elegir candidato como en la elección presidencial de noviembre de 2008 los aspirantes han de tener presente estas tres reglas básicas: 1) Los electores votan más por sus antipatías que por sus simpatías, votan contra alguien no a favor de alguien. 2) Tal como están hoy las cosas, ganarán los candidatos que, dentro de su partido, logren colocarse in the middle of the road, en ese moderado centro que hoy atrae al elector americano. 3 ) Como observan los expertos, Kissinger entre ellos, el poder se vuelca en Estados Unidos cada vez más hacia los poseídos por un deseo obsesivo de ganarlo.

Quien no se vuelque monomaníacamente durante el proceso de la nominación, quien lo tema o lo desprecie, siempre estará persiguiendo un espejismo, por más notables que sean sus demás condiciones para el cargo.

Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense. En su libro Del poder y de la gloria analiza distintos aspectos del poder presidencial en EEUU.