Una lección histórica de la libertad de expresión

La libertad de expresión es, sin duda, uno de los derechos fundamentales más complejos de las Constituciones modernas. Esa complejidad no es algo sobrevenido. Siempre lo ha sido. No en vano Gareli, un diputado de las Cortes del Trienio Liberal, afirmó que esta libertad «es más difícil de legislar que sobre ninguna otra materia». Pero empecemos por el principio. El artículo 20 de nuestra Constitución consagra varios derechos, entre los cuales figura el de «expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción» (Art. 20.1a). El origen del derecho recogido en este precepto tiene, como todo, su historia.

Una lección histórica de la libertad de expresiónLa libertad de expresión estaba ya muy presente en el ambiente cultural ilustrado europeo. Así, por ejemplo, Kant afirmaba que «todo hombre tiene unos derechos inalienables, a los que ni puede renunciar aunque quiera y sobre los cuales él mismo está facultado para juzgar». Y añadía que entre ellos estaba «la facultad de dar a conocer públicamente su opinión acerca de lo que en las disposiciones de ese soberano le parece haber de injusto para con la comunidad. Pues admitir que el soberano ni siquiera puede equivocarse o ignorar alguna cosa sería imaginarlo como un ser sobrehumano dotado de inspiración celestial. Por consiguiente, la libertad de pluma es el único paladín de los derechos del pueblo, siempre que se mantenga dentro de los límites del respeto y el amor a la Constitución en que se vive, gracias al modo de pensar liberal de los súbditos, también inculcado por esa Constitución, para lo cual las plumas se limitan además mutuamente por sí mismas con objeto de no perder su libertad».

Ese ambiente cultural tuvo consecuencias en el ámbito jurídico. En primer lugar en Francia, donde el 26 de agosto de 1789 se redactó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyo artículo 11 rezaba como sigue: «La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciados del hombre; todo ciudadano puede por lo tanto hablar, escribir e imprimir libremente, a condición de responder a los abusos de esta libertad en los casos determinados por la ley». Este principio se recogió dos años más tarde en la primera Constitución francesa, 3 de septiembre de 1791, al establecer como derechos naturales y civiles «… la libertad de todos los hombres de hablar, de escribir, de imprimir y publicar su pensamiento…».

Esta libertad no germinó sólo en Europa, sino también en América. Unos meses más tarde del mencionado texto constitucional francés, Estados Unidos aprobó la Primera Enmienda a su Constitución de 1791: «El Congreso no promulgará ley alguna por la que adopte una religión de Estado, o que prohíba el libre ejercicio de la misma, o que restrinja la libertad de expresión o de prensa, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a solicitar al Gobierno la reparación de agravios». Es posible que de la experiencia norteamericana surgiera la siguiente afirmación de Alexis de Tocqueville: «La soberanía del pueblo y la libertad de la prensa son, pues, dos cosas enteramente correlativas: la censura y el voto universal son, por el contrario, dos cosas que se contradicen y no pueden encontrarse largo tiempo en las instituciones políticas de un mismo pueblo».

En España, la libertad de expresión surgió en el contexto de la Guerra de la Independencia (1808-1814). En concreto, las Cortes de Cádiz aprobaron dos Decretos a este respecto, uno de 10 de noviembre de 1810 y otro de 10 de junio de 1813. El artículo 371 de la Constitución de Cádiz (1812), recogiendo el artículo I del Decreto de 1810, dispuso: «Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes». La Constitución de 1869 fue relevante porque se refirió por vez primera a la expresión oral del pensamiento, en su artículo 17: «Tampoco podrá ser privado ningún español: Del derecho de emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante». Hasta entonces, la libertad de expresión (oral) se entendía incluida dentro de la libertad de expresión escrita, esto es, de la libertad de prensa y de imprenta.

A partir de ese momento, las demás Constituciones españolas recogieron la libertad de expresión en general, y en ocasiones haciendo mención explícita a la oralidad. Así, por ejemplo, el Título Preliminar del Proyecto de Constitución Federal de la I República Española (1874), tras señalar que «toda persona encuentra asegurados en la República, sin que ningún poder tenga facultades para cohibirlos, ni ley ninguna autoridad para mermarlos, todos los derechos naturales», incluyó «el derecho al libre ejercicio de su pensamiento y a la libre expresión de su conciencia». Poco más tarde, la Constitución de 1876 estableció, en su artículo 13: «Todo español tiene derecho: De emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante, sin sujeción a la censura previa». Con términos similares se consagró ese derecho en el artículo 34 de la Constitución de la II República (1931): «Toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de difusión, sin sujetarse a la previa censura».

Cabría preguntarse, sin embargo, cómo funcionó el ejercicio de este derecho en la práctica, a lo largo del constitucionalismo español. La respuesta se encuentra en un libro titulado Los límites penales a la libertad de expresión en los comienzos del régimen constitucional (1996), de mi colega y amigo Javier Mira Benavent, quien muestra la complejidad del ejercicio de esa libertad. Durante el Trienio Liberal (1820-1823), por ejemplo, parece que la libertad de expresión encontró dos grupos que amenazaron su ejercicio dentro del estricto marco constitucional: el de algunos eclesiásticos, cuyos sermones pudieron llegar a ser muy críticos con el régimen constitucional –propiciando así la aprobación de una Orden de 30 de abril de 1821–, y en particular el del sector exaltado del liberalismo, que se apoyó en la libertad de prensa para incitar a la desobediencia, a la calumnia, al desorden y a la anarquía. Fruto de la preocupación por un correcto ejercicio de la libertad de expresión fue la aprobación de varios Decretos a lo largo del Trienio Liberal: el 22 de octubre de 1820, y los complementarios de 17 de abril de 1821 y de 12 de febrero de 1822. El primer Código Penal español también recogió varios tipos delictivos que venían a limitar el marco de ejercicio de esa libertad. Y lo mismo hicieron todos los códigos penales hasta la actualidad (1848/50, 1870, 1928, 1932, 1944 y 1995).

La lección histórica es la siguiente: la libertad de expresión siempre ha tenido y tendrá enemigos, en el siglo XIX fueron algunos eclesiásticos y algunos liberales exaltados: unos impidiendo la expresión sobre cuestiones de fe y moral, otros incitando a la desobediencia, a la calumnia y al desorden. Poder reflexionar críticamente los problemas, pensar por uno mismo, expresar las ideas de un modo respetuoso y adoptar una actitud positiva de escucha hacia los demás, a fin de aprender de todos y en particular de aquellos que no comparten el propio modo de pensar, son exigencias imprescindibles para una sociedad democrática plural y madura.

Esta es la libertad de expresión que el Derecho debe proteger y promover. De lo contrario, se cercenan las demás libertades y la democracia deviene imposible. Prohibir la expresión de la discrepancia sobre aspectos controvertidos (como el principio y el final de la vida, la familia, la moral sexual, etc.) supondría volver –cuanto menos– al régimen de la libertad de expresión de principios del siglo XIX, en el que las cuestiones de fe y moral cristianas quedaban al margen del ejercicio de la libertad de expresión, sancionándose a quien pusiera de manifiesto su discrepancia. Puedo entender –aunque no lo comparta– que esto sucediera en el marco de un Estado confesional (como el del s. XIX), pero carecería de sentido en el marco actual de una democracia constitucional. Hacer uso de una doble vara medir a la hora de enjuiciar –o incluso de legislar– sobre el alcance y los límites del ejercicio de las libertades de expresión y de información, en función de para qué y para quién, impidiéndose a algunos siquiera hablar y permitiendo a otros insultar e injuriar, es muestra inequívoca de una democracia quebradiza y enferma, quizá de muerte.

Aniceto Masferrer es catedrático de Historia de Derecho (Univ. Valencia) y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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