Una ley contra los pobres

Con la nueva ley educativa, recién aprobada en las Cortes, hay muchos interrogantes en juego. Están en cuestión modelos educativos, corrientes pedagógicas, una determinada comprensión del valor del esfuerzo, la educación especial, la posibilidad de un idioma común que vertebre o no la educación en un país… Cada uno de estos asuntos –y otros tantos– darían para innumerables reflexiones y extensos diálogos (aunque no hay diálogo posible donde solo se quieren #hashtags divisivos o apisonadoras que acaben con toda posibilidad de resistencia).

Pero de todos los atropellos perpetrados por la Ley Celaá, quizá uno de los más despiadados sea el que se está cometiendo contra la libertad de elección de los padres, por vía de arrinconar, subordinar y, en un previsible futuro, fulminar a la educación concertada. La estrategia, simple –como demasiadas lecturas de la realidad en nuestros tiempos– es la de contraponer educación pública y privada de manera estereotipada, y por el camino silenciar la especificidad de la concertada.

En el imaginario de este mundo binario, la educación pública, sufragada con los impuestos, cumple la ley en lo referente a la universalidad de los alumnos que acuden a sus centros, educa sin indoctrinar ni dar ideología, sus profesores son esforzados profesionales que han obtenido su plaza mediante oposición y, por ello mismo, merecen su trabajo, y a duras penas consiguen –con los limitados recursos que se pueden invertir en educación (por culpa de tener que cargar también con la educación de los ricos, veremos después)– dar clase en condiciones dignas. En este mismo imaginario, la educación concertada es una educación elitista que cuenta con muchos más medios porque, aparte de los ingresos que recibe de los impuestos «que pagamos todos» (se suele omitir que también los pagan los padres que eligen concertada), cobra ingentes cuotas que hacen que los centros sean inalcanzables para gente de recursos limitados. Por eso, los alumnos de la concertada son todos niños y niñas bien de barrios bien que, cuando no están esquiando, surfeando o montando a caballo, van a colegios dotados con las mejores instalaciones. Por supuesto, la selección de alumnos es discrecional, no hay inmigrantes o pobres y los profesores de estos centros son amiguetes de la dirección (normalmente de los curas o de las monjas), enchufados sin méritos. Estos centros –la mayoría religiosos– además son semilleros de indoctrinación religiosa.

Perdón por la caricatura –que lo es–. Pero, como toda caricatura, hay detrás una percepción extendida. La verdad no es que las cosas sean así, sino que la percepción que se ha conseguido imponer es esa. Y por el camino se ha silenciado la realidad, la pluralidad y enorme diversidad de la concertada. Que sí, que puede haber centros concertados con una veta elitista (todo sea dicho, también hay algunos centros públicos que tienen semejantes connotaciones). Pero hay infinidad de centros concertados en barrios periféricos, en contextos marginales, atendiendo minorías y educando gente sin recursos, donde no existe ningún tipo de cuota. Durante los últimos meses se han publicado listados y listados con este tipo de centros (solo que no interesa verlos).

La educación concertada surgió en los años 80 como consecuencia de un gran pacto educativo, en el que se ofreció a los centros privados la posibilidad de entrar en este sistema de los conciertos –renunciando a buena parte de su autonomía– para hacer posible la educación universal y gratuita. Y con el acuerdo de que el criterio de demanda social (es decir, la libertad de los padres para elegir para la educación de sus hijos los centros en los que creyesen que podrían recibir una educación más acorde con su concepción del mundo), sería respetado.

Es decir, mientras hubiera demanda para los centros concertados, se mantendrían los conciertos, que, por otra parte, suponían para el Estado un enorme ahorro al tener que desembolsar mucho menos por cada alumno. De ahí el que, para poder subsistir, algunos centros concertados puedan cobrar cuotas voluntarias por servicios complementarios –un punto éste en el que no niego que haya podido haber abusos o algunas situaciones poco claras, pero ciertamente, no son la mayoría–.

Este criterio (la demanda social) es el que ahora se quiere dinamitar. Y aquí es donde entra un factor en el que me gustaría insistir. Asumiendo que los centros concertados son, en muchos casos, centros con un ideario religioso –precisamente eso es lo que buscan algunos padres, aunque no sea ese desde luego el motivo de todos los que eligen la concertada–, aquí está en juego el derecho a la educación religiosa.

El primer enunciado de la RAE para describir la fe habla del «conjunto de creencias de una religión». Seguramente, si nos preguntasen a cada uno, ¿tú qué entiendes por fe? daríamos a la definición innumerables matices. ¿Es algo misterioso que unos tienen y otros no por la determinación, la voluntad –o el capricho– de Dios? ¿Es superstición atávica, resquicio de un mundo mágico? ¿Es sed de inmortalidad? ¿Es apertura a la trascendencia? ¿Es el intento de explicar el mundo desde el sentido? ¿Es don? ¿Es revelación? ¿Es gracia? ¿Es opción? ¿Es tradición? ¿Es cultura? Probablemente, sea una suma de todo ello. Pero, además, y sobre todo, es un derecho. El derecho a creer.

La libertad religiosa es una conquista de la civilización. Lejos queda (al menos en estas latitudes) un mundo en el que la fe –o su ausencia– era causa para matar al hereje. Y, sin embargo, ahora de lo que se trata es de desdibujar al creyente, eliminarlo, ridiculizarlo o impedir la posibilidad de que la apertura al hecho religioso sea considerada con la seriedad que necesita. Porque si se elimina la posibilidad de que existan centros concertados con idearios religiosos entonces solo los centros puramente privados podrán serlos.

Y eso sí que es dejar la religión solo al alcance de los ricos. Si uno pensase que la religión es capricho, juguete o accesorio en la vida de los pueblos, tal vez la pondríamos al nivel de la equitación de la caricatura anterior. Pero resulta que la religión es, y cada vez más lo va a ser, una forma de resistencia, de profundidad, de crítica, de reflexión, de búsqueda, y de no conformarse con un mundo en el que los valores pierden raíz y por tanto estamos más expuestos a la mentira y el capricho subjetivo de quienes crean discurso. Lo que está en juego aquí es la capacidad de defenderse del pensamiento único (o de su ausencia). Yo, desde luego, me sumo a la resistencia.

José María Rodríguez Olaizola es secretario de comunicación de la Compañía de Jesús en España.

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