Una ley contra muchas cosas

Comenzaré narrando algo cuyo sentido entenderá el lector de inmediato. Hace algunos años y en el curso de una conferencia seguí mi ya consolidada costumbre de criticar con fuerza la L.R.U. que resultó nefasta para nuestra Universidad. Pues bien, llegado el turno del coloquio, un sujeto me comunicó su irritación y sorpresa por hablar así, es decir, tan mal, de una ley «aprobada en las Cortes». Confieso ahora que no me viene a la cabeza la respuesta que le proporcioné. Posiblemente sería algo así como que «las Cortes también se equivocan alguna vez». Hoy habría sido más extenso, según veremos. Pero, al poco tiempo y al perder el PSOE unas elecciones, la afirmación de Alfonso Guerra, para mí de lo más valioso en el seno de dicho partido, en el sentido de que el pueblo se había equivocado en la opción tomada, me liberó de dudas: Si se podía equivocar la muy numerosa cantidad de ciudadanos votantes, ¿por qué no se podían equivocar quienes en mucho menor número integraban un órgano de ellos salido? Decía que, en la actualidad, mi respuesta habría sido algo más extensa. Y a ello voy, pidiendo un ápice de paciencia al sufrido lector.

Lo que ocurre es que desde que se consolida el actualmente llamado «Estado de partidos», por lo demás fuertemente amparados e institucionalizados en el artículo 6 de nuestra actual Constitución, se ha dado un intenso golpe al tradicional principio de la división de poderes, hasta ahora intocable en las democracias no marxistas. El Parlamento ha dejado de ser el locus, el escenario solemne en el que, mediante la libre discusión entre sus componentes, se buscaba y encontraba la verdad política. Lo que se estimaba que mejor convenía a la totalidad de la Nación y al pueblo titular exclusivo de la soberanía. En la actualidad, son los grupos representativos de los partidos quienes, por demás sometidos a dura disciplina, acuden al hemiciclo con sus verdades o con sus intereses bien definidos. Los debates carecen de interés sencillamente porque ya se sabe, antes de que comiencen, la orientación del voto de cada partido. Lo que impera es la voluntad del partido que posee la mayoría, bien per se o bien a través de pactos con otras fuerzas. Y de aquí la irrefutable afirmación: discrepar o criticar algo salido del Parlamento, no es discrepar ni atacar a la democracia como sistema. Es únicamente mostrar desacuerdo con algo bien diferente: con la partitocracia. Un frecuente mal que aparece, sobre todo, en aquellos contextos en los que los partidos han ido mucho más allá de sus principales funciones unidas a la expresión del sufragio.

Pienso que convenía dejar bien claro lo anterior, en un país en el que lo peor no es que uno se equivoque, sino que los demás le equivoquen. Y a la hora de censurar los graves defectos en los que cae la llamada Ley de Memoria Histórica, que es lo que hoy queremos comentar de su nefasta aprobación, ha de culparse, por todo lo dicho, a quien la ha llevado a nuestro Congreso y a quienes la han apoyado.

Y, con mitad de pena y mitad de ira, me atrevería a sintetizar como sigue los defectos en que tal Ley cae.

En primer lugar, resucitar la lamentable incapacidad que, al parecer, padecemos los españoles de asumir con sosiego el pasado. El lejano y el cercano. Resucitamos y hasta manipulamos lo que fue y lo que pasó. Y volvemos a colocarlo sobre lo que tiempo más tarde se vive para usarlo como arma arrojadiza en la contienda política y hasta para lanzarlo contra el adversario al que, de tal guisa, convertimos en enemigo. Esto es muy antiguo y, por quedarnos en fecha más cercana, lo encontramos en la condena sin piedad de los «afrancesados», que sus razones tenían para serlo, o en el famoso decreto de Fernando VII (¡ese sí que fue un tirano cuyo recuerdo todavía conservan gloriosas dedicatorias!) que, regresado de Francia al compás del increíble grito de «Vivan las cadenas», ordena olvidar la labor de las Cortes de Cádiz y nuestra primera Constitución de 1812, «como si nunca hubieran existido». ¿Cuántas veces hemos oído o leído algo similar desde entonces y hasta nuestros días lanzado por unos u otros? Nunca seremos un país moderno sin esa capacidad de entender que lo anterior siempre ha tenido zonas de luz y de sombra. Por la sencilla razón de que esta incapacidad, que no impide ni mucho menos, el estudio objetivo para no repetir errores, conduce inevitablemente al «y más tú», otra de nuestras prácticas históricas. Y eso no es vida en paz, sino provocación hacia todo lo contrario: la venganza más o menos tardía y el enfrentamiento entre unas «razones» y otras. Nada bueno puede salir, por ende, de este lamentable paso que ahora se da con esta Ley. Sin olvidar que, desde hace nada menos que treinta años, nada impedía buscar tumbas o elogiar a posibles víctimas de un bando o de otro. Lo de Gibson con García Lorca puede ser adecuado ejemplo y con Felipe González en el Gobierno. No voy a entrar en esta consecuencia. Quede para otros más documentados.

En segundo lugar y aunque no se explicite, esta Ley asesta un nuevo golpe a nuestra actual Monarquía. Algo que está de moda y que personalmente pienso que no es obra de la casualidad. Dejo el margen lo muy sabido: su origen y la forma. Conduzco al lector al solemne discurso del Rey de 22 de noviembre de 1975, al acceder a la Jefatura del Estado. Declaraba querer ser el Rey «de todos los españoles». De los vencedores y de los vencidos en un ayer que atrás quedaba. Una nueva «era de nuestra historia» se iniciaba y el esfuerzo de todos se reclamaba. Con la concordia y el consenso por medio. Con muchas renuncias también de unos y otros. Con aceptación de la diversidad dentro de la irrenunciable unidad de España. Con el reconocimiento de los partidos y hasta de la libertad religiosa. Como es sabido, a ello siguieron los hechos. La viuda de Franco recibió el título de Señora de Meirás y su hija el de Duquesa de Franco. ¡Nobles gestos de quien todo lo debía al ahora llamado a la purga y a la condena inquisitorial! Y el papel de un Rey como «motor del cambio», acompañado en tal empresa por dos cualificados dirigentes del inmediato pasado: Suárez y Fernández Miranda. ¿Tan poca memoria tiene esta muy parcial Ley de Memoria?

Y, por último, pienso que esta Ley engaña palpablemente a los actuales españoles. A quienes han vivido ese pasado y a la juventud a la que, en palabras de un muy triste «Honoris causa» por una Universidad madrileña (¡otra vez confundiendo el auténtico sentido de la democracia y su bien claro ámbito!), hay que «inculcar en las escuelas» lo que interesa inculcar, naturalmente. Los millones de crímenes en el Gulag staliniano de la época, eso ni citarlo. Engaño de pasos de claro consenso exentos de revanchismo. Una Transición en la que todos participaron y sacrificaron. Unos Pactos de la Moncloa que lograron superar obstáculos. Una Constitución también nacida del consenso y votada por el pueblo soberano. Y hasta unas impresionantes manifestaciones tras el fallido 23-F para dar prueba de alegría general. A pesar del terrorismo, nuestro país ha vivido durante tres decenios y por fin en la llamada «cultura de la estabilidad». Poner en solfa todo esto y dedicarnos a buscar víctimas de un solo bando es, a mi entender, pecado difícil de perdonar.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.