Una ley específica para un acto concreto

La Constitución española de 1978 ha continuado, en parte, en lo que se refiere a disposiciones sobre el Rey y la Corona, una línea asentada en las constituciones anteriores, aunque en un contexto constitucional diferente. La referencia a la Corona en el marco de una Constitución normativa y vinculante, y que establece en su artículo 1 el Estado democrático y la Monarquía Parlamentaria, implica que esa intervención debe ser interpretada teniendo muy en cuenta ese aspecto, pues las competencias del Rey y de las Cortes se ven necesariamente moduladas por esos principios constitucionales.

Continuando también una tradición histórica, la Constitución distingue entre aquellas materias en las que la ley orgánica es la forma jurídica única y obligada de esa intervención, y otras en que esa exigencia no existe, en referencia a las competencias no legislativas que el Título II atribuye expresamente a las Cortes Generales, relativa a diversos supuestos incluidos en el Título II de la Constitución.

Una ley específica para un acto concretoLa primera forma constituye una remisión a la forma de ley orgánica a la que se refiere la Constitución en su artículo 81, con las diferencias que examinaremos más adelante, cualificada por las materias sobre las que recae, que son exclusivamente las enunciadas en el artículo 57.5: abdicación, renuncia de personas llamadas a suceder, dudas de hecho o de derecho que ocurran en el orden de sucesión de la Corona.

La segunda forma de intervención de las Cortes Generales, establecida en el artículo 74.1, se refiere a «las competencias no legislativas que el Título II atribuye a las Cortes Generales». Entre ellas se encuentran el Juramento del Rey y del Príncipe de Asturias y del Regente o Regentes, la provisión sobre la extinción de todas las líneas llamadas en Derecho, el acuerdo de expresa prohibición de matrimonio a personas que tengan derecho a la sucesión, el nombramiento de Regencia y Tutela parlamentaria y el reconocimiento de la imposibilidad si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad, éste último recogido en el artículo 59.2 de la Constitución.

La Constitución ha querido, deliberadamente, subrayar los casos del artículo 57.5, requiriendo la intervención de las Cortes en su forma más exigente y solemne. Entre esos casos se encuentra la abdicación, como acto personal que, sin afectar al orden regular de sucesión regulado en el artículo 57 de la Constitución, orden que determina por sí mismo y con arreglo a unas normas predeterminadas e indisponibles la sucesión, incide de forma decisiva en la titularidad del cargo, considerando esa circunstancia tan relevante como para ser instrumentada por medio de una ley orgánica.

La forma de ley orgánica se exige para actos personales con relevancia constitucional, en cuanto afectan al titular actual o futuro, mientras que las restantes menciones, aquellas a las que se refiere por remisión el artículo 74.1 de la Constitución, se hacen a cuestiones de otra naturaleza que afectan sin duda a la institución, significando que en el caso de la ley orgánica se pretende dotar del valor y la fuerza de la ley orgánica, a las decisiones personales más transcendentales que afectan a la Corona. Y esta previsión tiene todo el sentido, puesto que la abdicación incluye el cese en competencias y funciones de un titular, es decir, afecta a la cesación de efectos de la atribución competencial de las funciones y competencias atribuidas al Rey que abdica, pues la asunción de la titularidad por el nuevo Rey es un efecto del citado orden regular de sucesión.

La tramitación como ley orgánica, que responde a una previsión histórica referida a la ley, o incluso a la ley especial, y que se extendía a la autorización para otros actos del Rey hoy imposibles, como la cesión del territorio, lo es en cuanto acto de intervención en un acto o un hecho ajeno en su génesis a las Cortes Generales. El acto de abdicar o de renunciar son actos propios y personales con trascendencia constitucional. Son, por tanto, procedimientos y leyes orgánicas de iniciativa condicionada a la abdicación, a la renuncia o al planteamiento de dudas, y que se deben considerar en los dos primeros casos como integrativas de la eficacia del acto. La Ley orgánica a la que se refiere el artículo 57.5, estrictamente hablando, no autoriza, aprueba, convalida, confirma o consiente, sino que otorga al acto su propia fuerza y valor de ley, e integra su eficacia, incluyendo en la parte dispositiva del propio texto legal el citado acto de abdicación, como acertadamente se hace en el proyecto de ley remitido por el Gobierno.

En contra de algunos criterios que se han mantenido con motivo de la abdicación del Rey, el acto de abdicación no se vincula en el artículo 57.5 de la Constitución con una ley orgánica general, previa o posterior, que tenga un eventual contenido sistemático relativo a la Corona y a su estatuto, con independencia de su posibilidad, ya al margen de ese artículo. Esto se deduce de la propia naturaleza de la ley orgánica, ya reseñada, y también del análisis de la expresión constitucional «se resolverán por medio de una ley orgánica». Al atribuir a esa ley la facultad de resolver sobre circunstancias que se planteen en concreto, y que deben resolverse, también, en concreto, se inclina con toda claridad, en la referencia lingüística, por una referencia a cada acto abdicativo o de renuncia. La abdicación o la renuncia se producen en concreto, en lo particular, en lo específico, y de haberse querido referir a la ley general habría empleado la expresión «se regulará», muy utilizada en la Constitución. La ley orgánica del artículo 57.5 supone una intervención individualizada y plena del Congreso de los Diputados y del Senado, en un procedimiento legislativo, por medio de la aprobación de una ley formal, requiriendo sanción, promulgación y publicación, con todas las consecuencias de su naturaleza, -ley condición, ley acto, ley requisito, ley de integración de la eficacia-, todo ello en relación con la abdicación en concreto que se haya producido. Esa intervención en todo caso va mucho más allá del conocimiento, la toma de razón o la comunicación, pues supone que el Congreso de los Diputados y el Senado toman la responsabilidad, mediante una forma jurídica prevista en la Constitución, de dotar de eficacia a un acto que, siendo personal del Rey, le transciende y requiere la intervención de las Cortes Generales, como un efecto directo del pronunciamiento del artículo 1.2 sobre la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado español.

ÉSTA ES la fórmula que, correctamente, ha sido utilizada por el Gobierno en este caso, como proyecto de ley orgánica remitido al Congreso de los Diputados para su tramitación reglamentaria. El contenido propio de ese proyecto es singular, pues se integra por dos efectos, el otorgamiento de su fuerza y valor de ley al acto, de una relevancia simbólica y jurídica extraordinaria, y la integración de la eficacia del acto de abdicación, ambos contenidos factibles de la ley en sentido formal y constitucional.

Ya en lo que se refiere a la cuestión de la inviolabilidad, la inclusión de la misma, del aforamiento, o de cualquier otra regulación, habría sido improcedente. Hay una reserva constitucional de ley orgánica de abdicación que se refiere exclusivamente a ese contenido, no a los efectos de la misma ni a otros contenidos como la inviolabilidad o el aforamiento. Esa reserva constitucional no autoriza a ir más allá de lo que debe ser ese contenido, lo que ha respetado plenamente el proyecto de ley orgánica remitido por el Gobierno.

Los efectos de la abdicación serán los generales derivados de la norma constitucional y no cabe duda de que la inviolabilidad es un efecto general de la Constitución, no una determinación de una ley orgánica de abdicación. Esos efectos generales de no sujeción a responsabilidad y de inviolabilidad, dos efectos diferentes pero conectados, están directamente regulados en los artículos 56.3 y 64.2 de la norma constitucional, y alcanzan a todos los actos realizados durante el mandato, sin ninguna duda, lo que supone que en ese punto no habría por tanto nada que regular, por constituir una norma clara y de aplicación directa, como ha sido interpretado hasta ahora por los juzgados y tribunales, correspondiendo la regulación del aforamiento al ámbito de las leyes orgánicas y procesales correspondientes.

Manuel Fernández-Fontecha Torres es letrado de las Cortes Generales.

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