Una ley orwelliana de protección de datos

La Junta de Andalucía apela a la Ley de Protección de Datos (LOPD) para negarse a revelar la constancia en un registro oficial de si la hija de su ex-presidente, Manuel Chaves, visitó la Consejería de Innovación durante la tramitación de la célebre subvención por la que el PP acusa de delinquir al actual vicepresidente del Gobierno (EL MUNDO, 7-1-2010). Y claro que los gobernantes andaluces pueden esgrimir ese escudo. No se trata de una ocurrencia surrealista del Consejero de Innovación, sino el aprovechamiento en su beneficio de una apisonadora legal que desde 1999 cercena con la eficacia del zarpazo estalinista el acceso a buena parte de la información necesaria para el esclarecimiento de irregularidades administrativas o la transparencia de datos de interés colectivo sustancial que, custodiados por los poderes públicos, pueden ser explotados a conveniencia de los custodiantes.

La vigente Ley de Protección de Datos considera dato de carácter personal «cualquier información perteneciente a personas físicas identificadas o identificables». Define como tratamiento de datos [las] «operaciones y procedimientos técnicos, de carácter automatizado o no, que permitan la recogida, grabación, conservación, elaboración, modificación, bloqueo y cancelación, así como las cesiones de datos que resulten de comunicaciones, consultas, interconexiones y transferencias». Y establece que toda la cohorte de candados y mordazas que despliega -para privilegiar una intimidad personal que nada sabe de otros derechos democráticos de libertad de información, control ciudadano de los poderes públicos o seguridad jurídica-, será de aplicación a todos «los datos de carácter personal, que los haga susceptibles de tratamiento, y a toda modalidad de uso posterior de estos datos por los sectores público y privado».

En virtud de tan totalitaria y absolutista concatenación cualquier dato por el que se pudiera identificar a una persona -cuando rellena cualquier impreso administrativo, por ejemplo-, queda ya restringido al cometido para el que fue facilitado y su revelación o cesión a terceros sin consentimiento expreso del afectado se convierte en acción ilícita perseguible con durísimas sanciones. Como no podía ser de otro modo, el Estado y sus administraciones se reservan para sí la excepcionalidad de intercambiar, reelaborar e incluso publicar todos aquellos datos personalizados que estime necesarios para el ejercicio de sus funciones y las correspondientes normas específicas así lo determinen. En virtud de esa facultad, un Ayuntamiento, por ejemplo, puede divulgar los datos de morosos en el pago de la tasa de basuras, mediante el correspondiente boletín oficial. Pero ni el ciudadano individual ni organizaciones de ningún tipo pueden exigir la revelación de esos datos, pues la ley no sólo no contempla el derecho ciudadano a saber (si, como en el caso de la hija de Manuel Chaves, los administradores quizá prefieran evitar ese conocimiento a la opinión pública), sino que convierte en punible la revelación en caso de que el responsable sufriera un ataque de solidaria transparencia democrática.

Es cierto que en el ejercicio de competencias legítimas cruzadas, un juez podría reclamar el listado conflictivo y dirimir la comisión o no de irregularidades. Pero aparte del paternalismo consagrado al despojar a los ciudadanos de una mínima capacidad de vigilancia directa de sus administradores, sin olvidar la lentitud de los tribunales, los propios jueces se encuentran a menudo entorpecidos por el contundente sistema de búnkeres y zanjas establecido para proteger el oscurantismo de los archivos y sus archiveros, bajo la supuesta defensa de la intimidad de los datos personalizados.

Entre el delirante cúmulo de casos deparados a lo largo de años, me viene a la memoria el de un hospital cuya dirección se negaba a entregar, incluso al juez interviniente por posible negligencia médica, el historial de un fallecido, alegando que la intimidad del difunto no podía ser violada ni siquiera por sus propios familiares en el proceso de averiguación de eventuales errores hospitalarios. Cabe suponer que el juez impondría al fin el derecho de averiguación dentro del proceso, pero un Estado que requiere la insistencia de un juez para la verificación de múltiples datos que afectan los derechos de reclamación de los contribuyentes, o el elemental acceso a los datos por los que a otros ciudadanos les otorgan prioridad en una subvención, muy poco y muy tarde estará garantizando el principio democrático elemental del control ciudadano de sus instituciones.

Dejó escrito James Madison, cuarto presidente de Estados Unidos, que «un gobierno popular sin información popular o sin los medios para adquirirla está ya en la antesala de una farsa o de una tragedia; o quizá de ambas cosas». La vigilancia social, en la que los periodistas son nuestros delegados de urgencia, no puede ser patrimonio cerrado de las instituciones y así lo reconoce también la directiva europea de Protección de Datos de la que emana nuestra mucho más oscurantista regulación. Y es que, en este caso, el prestidigitador legislativo autóctono hizo desaparecer, en su transposición al derecho español, una excepción por la que los países de la UE pueden equilibrar la protección de los datos personalizados con las necesidades de conocimiento público en caso de mediar un interés objetivo superior. Y el prestidigitador español actuó ante la mirada embobada de nuestros periodistas e intelectuales mediáticos que obsesionados con la metáfora del poder orwelliano desnudante de la intimidad de cualquier dato individual, consideraban incluso escaso el sistema de cerrojos impuesto a los archivos.

No repararon en que si el secretario guarda en la oscuridad todos los secretos, nadie podrá ver las maniobras de tan poderoso encargado. Tampoco repararon en que en una democracia hay muchos datos en origen privados que han de dejar de serlo para garantizar beneficios superiores de seguridad material y jurídica, igualdad y asistencia del conjunto de los ciudadanos. La propiedad pública no puede ser confundida con la explotación exclusiva de los funcionarios. Bien al contrario, sólo la mirada colectiva de todos los cedentes de unos datos puede vigilar que ni el custodiante ni algunos custodiados se aprovechan privatizadamente del común patrimonio.

Dice la directiva europea que el tratamiento de datos personales está libre de restricciones cuando «es necesario para el cumplimiento de una misión de interés público» (sin ceñir esa potestad a los poderes institucionales, cuestión que llevaría a dirimir si la profesión periodística goza o no de tal reconocimiento), y cuando «es necesario para la satisfacción del interés legítimo perseguido por el responsable del tratamiento o por el tercero o terceros a los que se comuniquen los datos, siempre que no prevalezca el interés o los derechos y libertades fundamentales del interesado que requieran protección». El marco de una Constitución democrática permite ligar este principio al de proporcionalidad entre los derechos igual de fundamentales de privacidad o intimidad y libertad de información, por lo que un periodista o asociación ciudadana de cualquier tipo podría recabar o revelar datos personalizados que fueran necesarios para garantizar esos otros derechos en casos, moderados por los jueces, en que el beneficio público resultara superior al perjuicio privado. En lugar de eso, el celoso legislador español (art. 6.2. de la LOPD) suprime de un plumazo el primer apartado y restringe el «interés legítimo» a los datos que previamente figuren en «fuentes accesibles al público», limitando tales fuentes públicamente accesibles con el candado de una lista exclusiva que sólo admite, junto al «censo promocional», los «repertorios telefónicos» y un tipo muy limitado de «directorios profesionales», los «diarios y boletines oficiales» y «los medios de comunicación».

COMO CONSECUENCIA directa de semejante texto y de su posterior e igualmente oclusivo reglamento, no hace sino crecer el cúmulo de atropellos al elemental sentido democrático de acceso a la información de importancia pública objetiva. Hace unos días era conocida una sentencia por la que dos periodistas de la SER son condenados a casi dos años de prisión, inhabilitación profesional y más de 130.000 euros de multa por revelar en la web de su emisora una lista de fraudulentos afiliados a una agrupación electoral. El juez del caso llega a afirmar que un medio de Internet «no es un medio de comunicación social en sentido estricto, sino universal» (¡toma ya descubrimiento para la teoría de la comunicación!). Pero ni siquiera es esa la base que permite condenarlos sin el más mínimo contrapeso del derecho de información amparado por el artículo 20 de la Constitución. El problema está en que los «medios de comunicación social» al gusto tradicional pueden ser «accesibles» para terceros, pero ellos tampoco se libran al mostrar un dato de «carácter personal», lo que excita el celo de la Agencia de Protección de Datos por considerar que todo «soporte físico» de datos constituye por sí solo un tratamiento.

En realidad se ha creado un monstruo jurídico por el que otro juzgado, que se atiene sólo a la regulación civil en materia de intimidad y defensa del honor, deniega a Elsa Pataky la protección contra la divulgación de unas fotografías de sus senos porque fueron tomadas en lugar público donde la actriz posaba para otro fotógrafo. Sucede así que mientras la reproducción en este caso de la anatomía captada al aire libre no es considerada como afrenta a la intimidad, a pesar de la manifiesta contrariedad económica de la afectada, la reproducción más indirecta de datos -mediante un enlace informático a otra página web- sufre un proceso sancionador por la Agencia de Protección de Datos, por considerar que cualquier soporte físico, gráfico, audiovisual o informático, que contenga información de carácter personal sin el consentimiento de los afectados es un «tratamiento» ilegal.

En realidad todo periodista y un gran número de ciudadanos de cualquier profesión almacena no sólo en su ordenador sino en los papeles de su escritorio soportes físicos con reproducciones de datos personales (incluso las fotos de doña Elsa), que por ser susceptibles de nuevos tratamientos podrían activar la caza de brujas, automatizadas o no. Afloran últimamente tímidas voces a favor de un proyecto de ley de libertad de acceso a la información, tal y como ya existe en muchos países democráticos. Pero la cerrazón mental que tantos fomentaron con una defensa absoluta y totalitaria de la intimidad va hacer difícil justificar el cambio. Mientras, las víctimas de tanta mordaza serán los ingenuos que creían en la libertad de investigación sobre las corruptelas de guante blanco.

José Luis Dader, catedrático de Periodismo de la Universidad Complutense.