¿Una ley para la impunidad?

Por Eduardo Pizarro Leongómez, profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia y columnista del diario El Tiempo (REAL INSTITUTO ELCANO, 02/09/05):

Tema: La reciente aprobación de la Ley de Justicia y Paz por el Congreso de Colombia como marco jurídico para el actual proceso de paz con los grupos paramilitares de extrema derecha y, probablemente, en un futuro próximo para las negociaciones con los grupos guerrilleros (FARC y ELN), ha generado una enorme controversia nacional e internacional. Muchos han calificado esta ley como una “ley para la impunidad”. ¿Es justo este calificativo?

Resumen: Hace ya dos años, cuando el gobierno nacional presentó el primer proyecto de ley (No. 85 de 2003, o “ley de alternatividad penal”), el país se polarizó entre dos posiciones extremas: por una parte, el “minimalismo pragmático”, el cual argumentaba que el logro de la paz justificaba hondos sacrificios en el plano de la verdad, la justicia y la reparación. Por otra parte, un “maximalismo moral”, según el cual era indispensable que la ley tuviera por el contrario altísimos estándares en esas tres dimensiones. Quienes defendían la primera postura consideraban que las negociaciones de paz eran un problema exclusivamente de índole política. Por el contrario, quienes abogaban por la segunda posición reducían el problema a un simple sometimiento a la justicia. Es decir, los primeros dejaban por fuera a la justicia y los segundos a la política.

Ambos se equivocaban, pues, ni una ni otra postura permitía alcanzar la paz. La primera, debido a la indignación de la comunidad nacional e internacional frente una política de paz fundada en altísimos niveles de impunidad. La segunda, porque los estándares que se exigían hacían imposible lograr una salida negociada al conflicto. Lo preocupante era que en este aparente error de apreciación lo que se ocultaba fuera, en realidad, un perverso cálculo estratégico, que consistía en que quienes defendían el “maximalismo moral” con respecto a la desmovilización de los grupos paramilitares fueran mañana a ocupar el campo del “minimalismo pragmático” cuando llegara el momento de las negociaciones con la guerrilla. Y viceversa. Que quienes defendían el “minimalismo pragmático” en las actuales negociaciones con los paramilitares, fueran mañana a exigir duras penas cuando llegara el momento de la paz con las FARC y el ELN. Es decir, en estas circunstancias se corría el riesgo de que Colombia se viera abocada a una politización de los temas de la paz y la justicia como viene ocurriendo en España en torno a las negociaciones con ETA. La creación en Colombia de dos asociaciones de víctimas, una de las víctimas de la guerrilla y otra de los paramilitares, es una evidencia de este riesgo de politización indebida.

Para superar este “juego perverso”, en sectores mayoritarios del país se acogió la idea de la necesidad de encontrar un “punto de equilibrio” entre los requerimientos de la justicia y la necesidad de alcanzar la paz. Es decir, se hizo necesario consolidar un proyecto de ley cuyos niveles de justicia no impidieran alcanzar la paz negociada, pero, a su turno, que las necesidades de la paz no se hicieran a costa de la justicia.

El tema no era simple: ¿cómo encontrar un “punto de equilibrio” que, a su vez, reivindicara a las víctimas de ayer e impidiera las víctimas de mañana, que cumpliera con los requerimientos nacionales pero que, igualmente, respondiera a los nuevos estándares del derecho internacional? Para responder a este dilema crucial, múltiples analistas y funcionarios públicos nos volcamos hacia las experiencias internacionales para hallar una respuesta. Básicamente encontramos dos modelos de justicia que habían sido utilizados en los años noventa en el mundo.

Análisis: A partir de 1989, cuando a nivel mundial se privilegió la solución negociada de los conflictos armados internos y no el triunfo militar de una de las partes, la justicia retributiva, es decir, la equivalencia estricta entre delito y pena, dio paso a otros modelos de justicia. Por un lado, se dio paso a la llamada “justicia transicional” en América Latina (El Salvador, Guatemala, Argentina, Chile y Uruguay), en la cual la transición hacia la democracia o la superación de las secuelas de la guerra civil fueron los motores que sirvieron de criterio para el manejo del tema de la justicia. En Sudáfrica se aplicó otro modelo de justicia alternativa que sería denominada “justicia restaurativa”. En todas estas dos experiencias, la justicia penal fue sustituida por otras modalidades de satisfacción a las demandas de las víctimas, las cuales giraban, principalmente, en torno a la reconstrucción de los hechos ocurridos (en general, mediante comisiones de la verdad) y la reparación simbólica y/o material de las víctimas. En Chile, Uruguay, El Salvador y Guatemala hubo, en el plano de la justicia penal, impunidad total. En Argentina y Sudáfrica casi total. Veamos.

En Argentina, tras la caída de la dictadura, Raúl Alfonsín creó en 1983 la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, dirigida por Ernesto Sábato. Esta Comisión reconstruyó la verdad en su informe Nunca Jamás, pero las leyes de Punto Final y Obediencia Debida sólo permitieron juzgar a un puñado de generales. En 1990 en Chile, el presidente Patricio Aylwin creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, dirigida por Raúl Rettig, la cual tenía como función reconstruir la verdad sobre la dictadura y recomendar medidas de reparación para las víctimas. La justicia fue sustituida por la reparación económica y moral. En Uruguay, no hubo ni verdad, ni justicia ni reparación. A fines de 1985, mediante un acuerdo en el Congreso se aprobó la Ley de “Caducidad de la pretensión punitiva del Estado”. Las asociaciones de víctimas exigieron indignadas un referendo nacional en contra de la amnistía, pero fueran derrotadas por mayoría de votos en 1989. Por su parte, en El Salvador, la Comisión de la Verdad impulsada en 1992 por el Secretario General de Nacional Unidas, Boutros Boutros-Ghali y dirigida por Belisario Betancur, sustituyó la justicia por la condena moral en su informe De la locura a la esperanza: la guerra de los doce años en El Salvador. En Guatemala, tras la firma de la paz, se creó en Oslo (1994) una Comisión para el Esclarecimiento Histórico que tendría una función similar a la comisión salvadoreña. En Sudáfrica, a diferencia de América Latina donde se impulsó un modelo de justicia transicional, se aplicó una justicia reparativa. Con base en una tradición cultural africana, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación diseñada por Nelson Mandela (1995), encontró en la expiación de las culpas (victimarios) y en el relato público de los sufrimientos (víctimas), una forma de superar las heridas del apartheid y construir una nación multirracial respetuosa. En este caso, la catarsis colectiva constituyó, en general, un sustituto a las penas de prisión.

Estos modelos alternativos de justicia no son posibles ni deseables hoy en día. En Chile, en Argentina e, incluso en Uruguay, se han reabierto los expedientes y las leyes de impunidad han caducado. Además, la comunidad internacional exige penas de prisión para los responsables de crímenes de lesa humanidad, de la misma manera que propugna por la reconstrucción de la verdad histórica y la reparación a las víctimas. Lo cual no es negativo. Todo lo contrario. Estas altas exigencias van a servir para disuadir a muchos posibles dictadores o criminales de guerra de cometer en el futuro actos de barbarie. El problema es que los países que, como Colombia, no resolvieron su conflicto armado interno en los años ochenta o noventa, se hallan inmersos en dilemas aparentemente irresolubles.

Difícil encrucijada

Colombia vive una compleja encrucijada debido, en primer término, a los cambios radicales que ha sufrido la percepción internacional en torno a los estándares mínimos para la solución de conflictos. En segundo término, debido a la idea que existe en algunos círculos de que, ante la ausencia de altos estándares de verdad, justicia y reparación, la reconciliación nacional es imposible de alcanzar. Finalmente, al hecho de que la ley de justicia y paz no se discute en Colombia a posteriori (es decir, una vez finalizado el conflicto interno o la dictadura militar como ocurrió en las experiencias señaladas), sino en medio del conflicto.

(a) Nuevos valores, nuevas exigencias

Las experiencias de transición hacia la democracia en América Latina o en Sudáfrica en los años ochenta y noventa tuvieron un ambiente internacional que, dados los valores y percepciones dominantes en aquella época, situaba a la democracia o al fin de la guerra como los objetivos centrales del proceso transicional. Incluso, a riesgo de altos niveles de impunidad. Hoy éste no es el caso.

Es probable que si en Chile las elites políticas hubiesen rechazado los términos y condiciones que impusieron las Fuerzas Armadas para abandonar el poder, la transición hacia la democracia no hubiese ocurrido en forma pacífica. Deponer a Pinochet hubiese costado miles de muertos. Lo mismo se puede afirmar de Uruguay o Brasil. Es muy probable que si en Guatemala o El Salvador se hubiese amenazado con aplicar sólo una parte mínima de los estándares de justicia que hoy exige la comunidad internacional, la guerra civil en uno y otro país no hubiese culminado todavía.

Pero la paz con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y, ojalá más temprano que tarde, con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), se está o se va a llevar a cabo en un mundo distinto. Desconocer esta realidad abrumadora es ilusorio. Colombia tiene que satisfacer los estándares mínimos que exige hoy la comunidad internacional, ya sea la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las normas del Tribunal Penal Internacional de La Haya o los nuevos parámetros del Derecho Internacional. La realidad es que ni los grupos paramilitares ni los grupos guerrilleros van a poder escapar a la justicia nacional o, en su defecto, a la justicia internacional. Entonces, vuelve la pregunta que nos obsesiona a los colombianos: ¿cómo conciliar la paz con la justicia y, simultáneamente, satisfacer los estándares mínimos que exige la comunidad internacional? Éste es el primer reto que enfrenta el país.

(b) Reconciliación nacional

¿Qué estándares de verdad, justicia y reparación permiten una efectiva reconciliación nacional? Uno de los principales argumentos de los críticos al proyecto de justicia y paz es que éste no constituye una efectiva herramienta de paz, pues va dejar heridas abiertas que habrán de revivir tarde o temprano la violencia. Al respecto, la experiencia internacional no es concluyente. Al parecer no es igual la reacción de las comunidades nacionales cuando el conflicto ha afectado relaciones interétnicas o interreligiosas a las violencias de orden político. En las primeras, los excesos cometidos se insertan de manera prolongada en la memoria colectiva y, generación tras generación, se reviven los horrores. Una de las raíces probables de la brutalidad que alcanzó el conflicto armado en la antigua Yugoslavia fue el recuerdo en la comunidad serbia de las sevicias cometidas por los comandos croatas ustachis (insurgentes) de extrema-derecha durante la Segunda Guerra Mundial. Según el historiador Francisco Veiga “después de la Alemania nazi, la Croacia ustachi fue la segunda potencia europea del Eje en cuanto al volumen de crímenes de guerra”, cuyas víctimas se estiman en medio millón de personas. Este fenómeno ha sido analizado, igualmente, en múltiples experiencias africanas y asiáticas.

Por el contrario, en América Latina ha sido sorprendente la capacidad de reconciliación nacional, así las heridas de la guerra y las dictaduras persistan abiertas. Ni chilenos, ni argentinos, ni uruguayos se están matando en un ciclo infernal. Incluso, en Argentina las asociaciones de víctimas lograron que fuesen anuladas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Lo notable es que en los tres países la izquierda –es decir, la principal víctima de la brutal represión de las dictaduras militares– ha llegado al poder, sin que esto hubiese generado una ruptura nacional.

En Chile, tras dos gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia al mando de presidentes demócrata-cristianos (Patricio Aylwin y Eduardo Frei), el péndulo se corrió hacia la izquierda con el gobierno de Ricardo Lagos. Es más, probablemente la próxima mandataria sea Michelle Bachelet, víctima de la dictadura militar ya que además de haber sido detenida bajo la dictadura, su padre –un general de aviación– murió a consecuencia de las torturas sufridas durante el cautiverio. El caso de Uruguay es aún más impactante. Tras el triunfo electoral de la izquierda después de 174 años de hegemonía de los dos partidos tradicionales, dos ex tupamaros se posesionaron como presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados: en el primer caso, José Mújica, líder del Movimiento de Participación Popular, quien estuvo doce años encarcelado (1973-1985) y en el segundo caso, la maestra Nora Castro, igualmente encarcelada por largos años. Un cuadro similar a los anteriores se vive en Brasil y Argentina con el triunfo de Luiz Inácio “Lula” da Silva y Néstor Kirchner.

Esta capacidad de reconciliación nacional, así, insisto, continúen muchas heridas abiertas y amplias y justas reivindicaciones de las víctimas de la represión, muestra que la población comprende que el logro de la paz y el fortalecimiento de la democracia constituyen valores intrínsecos por sí mismos. Las reivindicaciones de las asociaciones de víctimas en estas naciones se están tramitando por canales institucionales y no mediante cadenas de venganza, de retaliaciones y contra-retaliaciones. Lograr que la ley de justicia y paz sea un instrumento de paz es el segundo reto que afrontamos los colombianos.

(c) Negociaciones en medio del conflicto

Otro gran desafío es el de llevar a cabo la negociación en medio de la guerra. Este problema no ha sido analizado con la seriedad que se requiere. Los expertos repiten que en tal o cual país se aplicó una política X o Y, pero se olvidan de mencionar que en estas naciones los actores armados estaban al menos parcialmente neutralizados. Las comisiones de la verdad se han conformado siempre en un clima posdictatorial o de posconflicto. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación, impulsada por Nelson Mandela en Sudáfrica en 1995, comenzó sus funciones cuatro años después del fin del apartheid que auspició el último gobierno de la minoría blanca liderado por Frederik De Klerk. Tanto los escuadrones de la muerte alimentados por sectores de la comunidad blanca, como los grupos armados de la comunidad negra articulados en torno al Consejo Nacional Africano (CNA), habían sido desmontados. En América Latina la situación fue similar. Las comisiones de la verdad fueron impulsadas por los presidentes elegidos tras el fin de las dictaduras militares en el Cono Sur (Alywin, Alfonsín, Cardoso) o mediante acuerdos de paz con mediación de la comunidad internacional (El Salvador y Guatemala).

La situación en Colombia es distinta e inédita. La Ley de Justicia y Paz no se discute a posteriori, sino en medio de la guerra y con actores armados que no han sido derrotados. Además, se discute frente a una comunidad internacional que ayer aceptó la impunidad como el costo a pagar para lograr la paz o la democracia, pero que hoy ya no está dispuesta a hacer esta concesión. Y, a su vez, las AUC, las FARC y el ELN no van a dejar las armas si se les aplican altísimas penas de prisión. ¿Cómo resolver, entonces, esta “cuadratura del círculo”?

La “cuadratura del círculo”

A nivel internacional existen, con respecto al contenido de la Ley de Justicia y Paz, dos posiciones básicas: por una parte, se encuentran quienes rechazan el proyecto con el argumento de que es una ley de impunidad, dado que sus estándares son inferiores a los que el Tribunal Penal Internacional de La Haya le está aplicando a los criminales de guerra en Yugoslavia. Por otra parte, están quienes aceptan que dado que el conflicto colombiano no ha cesado y que es necesario pensar no solo en las víctimas de ayer sino también y, ante todo, en las víctimas de mañana, los estándares contemplados en el proyecto permiten construir un punto de equilibrio entre las exigencias de la justicia y las necesidades de la paz.

Si llega a dominar la primera mirada, simple y llanamente no será posible una solución negociada al conflicto y Colombia se vería abocada a la búsqueda –que se ha mostrado esquiva a lo largo de cuatro décadas–, de una solución militar. Si, por el contrario, predomina la segunda mirada es posible que, tras la desmovilización de los grupos paramilitares, se cree un ambiente favorable para una negociación exitosa con la guerrilla. ¿Cómo lograr que predomine esta segunda mirada?

Aún cuando la “comunidad internacional” es un ente imaginario compuesto de miles de actores con convicciones disímiles –que van desde Bush hasta Chávez–, es indudable que existen realidades que no se pueden desconocer, tales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Penal Internacional y la nueva sensibilidad de la humanidad frente a los crímenes de lesa humanidad (secuestro, toma de rehenes, masacres, asesinato fuera de combate, etc.). Si Colombia impulsa una ley que genere un rechazo abierto de influyentes actores internacionales, puede terminar siendo un “Estado paria”. Por ello, es indispensable no sólo construir un consenso interno mayoritario a favor de la Ley de Justicia y Paz (con las modificaciones que sean necesarias), sino convencer a influyentes sectores de la comunidad internacional sobre sus bondades.

A mi modo de ver, dado que la Ley de Justicia y Paz ya fue aprobada por el Congreso y sancionada por el presidente de la República, la única forma de lograr este objetivo va a ser a través de sus resultados. Para ello es indispensable que el número y la tasa de homicidios siga cayendo como viene ocurriendo en los últimos tres años, que mejore el monopolio de las armas por parte del Estado y, por tanto, que las elites regionales se sientan protegidas y no tentadas a reemplazar al Estado con grupos de justicia privada. Además, es indispensable que las penas contempladas en la ley no se conviertan en un hazmerreír. Toda la cúpula paramilitar, sin excepción alguna, debe pagar las penas de prisión contempladas en la ley evitando que construyan una nueva Catedral, como la que cobijó a Pablo Escobar, el líder del Cartel de Medellín y desde donde continúo delinquiendo.

La Ley de Justicia y Paz puede convertirse, por otra parte, en una política de paz integral si contribuye a gestar un clima de confianza para las futuras negociaciones de paz con las FARC y el ELN. Una de las principales barreras para avanzar en las negociaciones de paz con las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), fue el temor de la cúpula guerrillera frente a una eventual desmovilización en presencia de poderosas organizaciones armadas de extrema derecha. Por tanto, la desaparición de estas estructuras militares debería en principio servir como un primer escalón necesario para la paz total.

Conclusión: Sin lugar a dudas, la Ley de Justicia y Paz no es lo deseable en términos de plena justicia frente al horror de los crímenes perpetrados por los grupos paramilitares y los movimientos guerrilleros. Pero, si constituye un marco básico para lograr el equilibrio entre las exigencias de la justicia y los requerimientos de la paz, es decir, un marco que permite a la vez pensar en las víctimas de ayer e impedir las víctimas de mañana. Falta, sin duda, la prueba de los hechos, ante el escepticismo que existe en algunos sectores de la comunidad internacional.

Para afrontar estas dudas, el presidente Álvaro Uribe Vélez ha solicitado a la Unión Europea la creación de una comisión de seguimiento y verificación de la aplicación de la ley. Ya sea mediante una comisión propia o, mejor aún, mediante un apoyo de la UE a la actual Misión de la OEA, esta propuesta del gobierno colombiano es estratégica por dos razones al menos: por una parte, permite alcanzar una mayor transparencia en el proceso de desmovilización de los grupos paramilitares y de la aplicación del marco jurídico aprobado para tal efecto y, en segundo término, puede ser una base de experiencias para el futuro proceso de paz con la guerrilla.

El timing es angustioso. Cada día que corre se hace más y más difícil alcanzar en el mundo soluciones de paz negociadas, ante el endurecimiento de los requerimientos judiciales. Es una paradoja: los “paras” están negociando cuando la puerta está todavía entreabierta. Ojalá la guerrilla no entre en negociaciones cuando la puerta ya esté cerrada. La caída de las leyes de amnistía y punto final en Argentina es una dramática campanada de alerta.