Una ley para la memoria

Todo iniciado en el estudio de textos legales sabe que, debajo de los mandatos concretos de una ley, subyace siempre una idea axial que vertebra el propósito que ha tenido el legislador al elaborarla. Dicho en corto: una ley responde siempre a una idea. De ahí que el estadio primero de la interpretación jurídica consista en averiguar cuál ha sido la voluntad del legislador. Es una tarea que resulta apasionante. La ley de memoria histórica no constituye una excepción.

En efecto, este texto legal consagra --a mi juicio-- la ruptura del contrato transaccional --consenso-- en que se fundó la transición, al tiempo que presupone una nueva legalidad, que entronca directamente con la legalidad republicana. Intento explicarme. La transición fue, sin duda, una transacción entre las dos Españas, la que ganó la guerra civil y la que la perdió. En una transacción, las partes --cediendo cada una alguna cosa-- ponen término a un contencioso. Es, casi siempre, un contrato antipático, porque ambas partes quedan insatisfechas por las concesiones que han hecho; e incluso suelen quejarse luego de que las circunstancias desde las que negociaron eran desiguales. Así, en el caso de la transición, por la presencia vigilante del Ejército en apoyo de una de ellas. Pero la transacción es, en todo caso, un contrato muy fecundo, ya que, al evitar un enfrentamiento, libera muchas energías y abre un amplio abanico de posibilidades.

Frente a este espíritu, la ley de memoria histórica supone la resolución unilateral del contrato transaccional en que se basó la transición por una de las partes entonces enfrentadas, al amparo y haciendo uso de las facultades --legalmente intachables-- que le ofrece el Estado democrático y de derecho que aquella misma transición alumbró.

El núcleo de la ley es claro. Parte de la existencia de una "legalidad institucional anterior" (artículo 3.3), que fue vulnerada por una "sublevación militar" (exposición de motivos, párrafo 14). De este quebrantamiento del orden jurídico deriva "la ilegitimidad de los tribunales, jurados y cualesquiera otros órganos penales o administrativos" creados por lo sublevados (artículo 3.1), así como que "se declaran ilegítimas" sus condenas y sanciones (artículo 3.2). Sobre esta base, "se reconoce el derecho a obtener una declaración de reparación y reconocimiento" a quienes padecieron los efectos de dichas condenas y sanciones "durante la guerra civil y la dictadura" (artículo 4.1).

Es decir, no hubo una guerra civil en la que media España se enfrentó a la otra media, sino solo una sublevación militar contra el orden constituido, que provocó "el carácter radicalmente injusto de todas las condenas, sanciones y cualesquiera formas de violencia personal producidas por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa, durante la guerra civil", así como durante la dictadura surgida de la victoria militar (artículo 2.1). De ahí que las administraciones públicas deban tomar "las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas (...) de la sublevación militar, de la guerra civil y de la represión de la dictadura", entre cuyas medidas "podrá incluirse la retirada de subvenciones o ayudas públicas" (artículo 15.1).

De lo que se desprende --si no yerro-- que podrá haber una calle de José Miaja, pero no de José Sanjurjo; una plaza de Ignacio Hidalgo de Cisneros, pero no de Joaquín García-Morato, y un paseo de Manuel Azaña, pero no de José CalvoSotelo.

Las consecuencias que se derivan de todo ello son trascendentes. En primer lugar, la inevitable erosión de la auctoritas de la propia Constitución de 1978, fruto del pacto ya superado de la transición, con la consecuente relativización de los principios que la informan. En segundo término, el cuestionamiento implícito de la Monarquía como suprema magistratura del Estado, habida cuenta de que --según el espíritu que informa a la ley de memoria histó- rica-- su origen está viciado de raíz por haber sido reinstaurada por el general Francisco Franco --en 1969--, al designar al entonces Príncipe de España como su sucesor a título de Rey. Y, por último, la apertura de un proceso que habría de llevar si se consuma --lo que está por ver-- a una reforma en profundidad de la estructura del Estado, hasta desembocar en un modelo de corte confederal aún de confusos perfiles en la cabeza de su Bautista. En el bien entendido de que todo ello cobra cuerpo en la realidad de una España de nuevo dividida, no sé si en dos mitades pero sí profundamente.

Ningún reparo de naturaleza jurídica opongo a la plena legalidad y legitimidad democráticas de la ley de memoria histórica. Ninguna reserva ni crítica manifiesto a aquellos de sus preceptos que regulan las declaraciones de reparación y reconocimiento personal a las víctimas de la guerra y de la dictadura. Estimo justas las mejoras de prestaciones, pensiones e indemnizaciones, así como la concesión de ciertos beneficios fiscales y ayudas. Considero necesaria la colaboración de las administraciones para la localización e identificación de las víctimas. Cuanto se haga en estos campos será de estricta justicia. Pero sí lamento y rechazo --como hijo de uno de tantos españoles a los que la esta ley se refiere como sublevados-- que la memoria que promueve se funde en la división maniquea entre unos españoles --los republicanos-- y otros --los sublevados--, así como que considere a estos más como enemigos a los que se repudia que como adversarios a los que se respeta. Esta no es mi memoria. ¡Qué error! ¡Qué pena! ¡Qué absurda involución! ¿Adónde va, presidente?

Juan-José López Burniol, notario.