Descuide, querido amigo, no va a tener usted que firmar ningún contrato para echar un polvo, porque siendo usted, como cree serlo, un hombre inteligente será capaz de entender el lenguaje que dos personas intercambian, verbal o no, para consentir una relación íntima. Descuide, querida amiga a la que tanto miedo le da la ley del Solo-sí-es-sí, los hombres no van a perder testosterona porque se legisle el mutuo consentimiento. Ahora, si a usted lo que le pone es un hombre al que no le importe su opinión, pueden hacer el jueguecito. El sexo es una puesta en escena, así que puede usted jugar con su pareja de turno al hombre que avasalla y a la mujer sumisa. En los juegos de alcoba, entre los que hay un amplio abanico de situaciones divertidas y a veces sonrojantes, Dios nos libre de meternos. Hay porno doméstico, porno medieval, porno fantástico, y hay pseudo porno cañí como el que se exhibe en Torremolinos 73, que muestra hasta el cuento clásico del fontanero. En el caso de que se sienta algún tipo de morbo o de obligación moral en que el Todopoderoso apruebe el acto en cuestión se puede volver al crucifijo que presidía tantas camas matrimoniales de la generación que se amó con placer y culpa. La ley, señora y señor míos, no se entromete en nuestras creencias o manías, en nuestros gustos o en nuestros recónditos deseos eróticos. El sexo tiene una parte de ficción y con que se la crean los que participan basta.
Pero durante este tiempo, señora y señor míos, han errado ustedes el tiro: confundían ficción con realidad. La realidad era más cruda. Se trataba en principio de dar respuesta a un caso que nos explotó en la cara: el de una pandilla de malnacidos que, celebrando una suerte de psicopatía colectiva, por cuanto se animaban entre todos a suspender la empatía, tomaron a una chica, la encerraron en un portal, la violaron repetidamente, grabaron sus delitos, y luego la dejaron tirada en la calle. Eso no es un juego, ese no es, estoy convencida, el juego que ustedes se permitirían a sí mismos, y seguramente también estarían horrorizados si una hija o un hijo suyos, una hermana, una madre o su pareja fueran víctimas de esa despreciable diversión. En la mayoría de las ocasiones el avance en derechos humanos ha funcionado así: un caso concreto de violencia y humillación golpea a una sociedad y la enfrenta a una idea aceptada que impregna la moral colectiva, la de que si a una chica le pasa algo así es porque se ha puesto a tiro. De pronto, se produce una suerte de revelación: hay que cambiar la ley para que la justicia no coloque sobre los hombros de la víctima la tarea de justificarse y defender su inocencia. En este caso de la Manada, que tuvo la capacidad, por el gran impacto que produjo, de poner nombre a los protagonistas de un delito de crueldad colectiva, la víctima, aun siendo muy joven y viéndose obligada a dar incontables explicaciones humillantes, no se arredró, y tuvo la suerte de contar con una familia que la protegió y secundó sus ansias de justicia. Eso es emocionante. También lo ha sido el clamor popular que ha exigido que el consentimiento, no a un juego de ficción sino a una relación sexual, sea un elemento ineludible.
Para que el sexo sea un juego en el que los participantes aprueben las reglas es preciso una educación básica. No deberían preocuparse, señora y señor míos, porque el asunto no perturba a las mentes juveniles, sí, en cambio, es inquietante que reciban sus primeras clases sexuales a través de un porno violento y denigrante para las mujeres. ¿Es así como desean que sus hijos sean iniciados en el sexo, a través de esos vídeos que anuncian a chinita a la que montan un bukkake o a estudiante a la que unos cuantos hombres acechan en un callejón solitario? Habrá quienes, pillando al niño ante este tipo de material en el móvil, recurran a la vieja fórmula de enviarlo al confesionario, allá cada cual, pero los programas educativos deben dar respuesta a las preguntas que nuestros menores se hacen en una sociedad que tiende a ser más agresiva y desestructurada.
Es curioso cómo de pronto un hecho provoca una respuesta colectiva, una toma de conciencia, que deriva en protesta, que se convierte en clamor, que presiona a la clase política, que transforma el lenguaje legislativo y moderniza la actuación del aparato de la justicia. En mi opinión, es esta una ley transversal; siendo mayoritariamente mujeres las afectadas, confío en que muchos hombres, cada vez más, entiendan que a todos favorece. No hay que ser muy sensible para sentirse afectado por la violencia que se comete contra las mujeres. Que hay buenos hombres, no me cabe la menor duda. Y que también hay otros que salen como a la defensiva, con aquello de yo nunca he violado a nadie. Ay, mira, déjalo, déjalo.
Elvira Lindo es escritora y guionista.