Una ley para todos

Ese cometa que periódicamente trae algún alboroto a nuestras calles ha vuelto a presentarse so pretexto de la abdicación del Rey Juan Carlos con el hipotético dilema de monarquía o república, hipotético digo, porque la sustancia de lo que parece dirimirse: la vida en democracia, queda fuera de lo enmarcado por tan escasa luz como abundante ruido. Derecho a decidir se grita, emulando la consigna del nacionalismo catalán en ese extraño maridaje habido desde la tremenda experiencia franquista entre una parte importante de nuestra izquierda y los movimientos separatistas.

Se exige con estridencia en la calle y alguna tosquedad en el Parlamento un referéndum nacional. Pero no estaría de más hacer un somero repaso de las dos experiencias republicanas vividas por España. La de 1931 –apoyada por intelectuales de gran altura–, tras cinco años de convulsiones y enfrentamientos, derivó en una larga guerra civil que propició la pesadilla antidemocrática del general Franco. La primera, la de 1873, si bien menos desgraciada en tragedias humanas, fue aún más efímera, pero duró lo suficiente para mostrar una cohesión tan precaria que, desde el día siguiente de su proclamación, comenzó a mostrar un impulso irresistible de dispersión, de modo que regiones, comarcas, ciudades, pueblos y hasta aldeas salieron disparadas en un Big Bang de la política proclamándose independientes. ¿Independientes de quién?: por supuesto de España, de su pasado, de todo lo que les unía y acercaba a los demás españoles. Y esa es, por lo que parece, nuestra mayor singularidad, al menos en su forma política, pero que tiene maneras más cotidianas de manifestarse. Ya Lope de Vega escribía en pleno Siglo de Oro: Ay, dulce y cara España, /madrastra de tus hijos verdaderos,/ y con piedad extraña /piadosa madre y huésped de extranjeros.

Durante mi paso por el Instituto Cervantes de Londres organicé un encuentro entre responsables culturales ingleses y españoles. Se trataba de comparar actitudes ante un mismo fenómeno. La conclusión sorprendió algo a los ingleses y menos a los españoles. En general, el tratamiento dado por los medios de uno y otro país al fenómeno literario era bastante semejante. En ambos se jerarquizaba de parecida manera. Primero, la creación inglesa, en sus distintas variantes, británica, norteamericana, australiana, hindú, caribeña; luego, las del resto del mundo, entre las que estaba la española. Es verdad que entre nosotros se prestaba más atención a la literatura en español, pero también es cierto que, aunque se le asignase mayor espacio, muy raramente se le concedía mayor jerarquía.

El español no suele pecar de xenófobo; su pecado, si alguno, es la endofobia: con frecuencia parece sentir horror de sus compatriotas. Y es una emoción tan intensa que a veces llega hasta el rechazo de sí mismo. ¿El cantante Michael Jackson era racista? Nadie se atrevería a afirmarlo. Y, sin embargo, se pasó media vida aclarando el color de su piel y modificando con cirugía la estructura de sus facciones para parecer un blanco. Si, como decía Pío Baroja, nuestro rechazo a la idea de España tiene por causa el abuso hecho por los políticos de la retórica patriótica, que les servía de capa para cubrir sus insensateces, algo tan de actualidad hoy, cabe preguntarse por qué extendemos ese rechazo a nuestros compatriotas, a los que con harta frecuencia negamos todo mérito. Horrora la excelencia, lo llamaba Julián Marías. Un viejo chiste sobre algunos pueblos europeos describe gráficamente su comportamiento al tratar de alcanzar un premio colocado en lo más alto de una cucaña. Los ingleses miran a su campeón sin mover un solo músculo; los franceses, por el contrario, animan al suyo con gritos atronadores; los italianos, además, empujan a su compatriota hacia arriba con todo tipo de artimañas; los españoles, simplemente, lo agarran de los pies para obstaculizar su subida.

En una encuesta realizada hace años para complementar el volumen Crónica de España, que se entregaba en fascículos con «Diario 16», se preguntó a algunas personas qué era para ellas España. Pedro Laín Entralgo, sin duda una autoridad en el género del esencialismo nacional, apoyándose en un verso de Luis Rosales, definió a España como una sed, inmensa, descomunal: … latierra consus ed denacimiento /que aún conserva la seddes pués de muerta. Camilo José Cela, en el mismo volumen, vino a contestar casi en forma de reproche: España es una situación de hecho a la queno podemos sustraernos, a un que qui siéra mos lo, y es muying e nuo pecado de soberbia el quer er luchar contra la inercia dela Historia.

Pese a lo dispar de las respuestas, ambas se enmarcaban en un ámbito que trascendía el mundo de los vivos: sed de ultratumba y concepto de pecado. Y ese puede ser el problema principal: haber hecho de España una cosa que no es de este mundo. ¿Se acuerdan de aquella definición joseantoniana del español como defensor de valores espirituales? Manuel Vicent ha contado que en los momentos iniciales de la Transición Olof Palme, entonces presidente del Gobierno de Suecia, en coloquio informal con un grupo de periodistas, preguntó qué podía ocurrir con la unidad de España. Vicent improvisó una ingeniosa respuesta: «Este país nuestro es como una salsa mayonesa que mientras la mano del mortero, agitada por un dictador, actúa sobre ella, parece ligada y uniforme, pero en cuanto la mano se detiene la salsa se corta y cada grumo se va por su lado». A lo que el alto mandatario sueco contestó rápido: «¿Y por qué no cambian ustedes de salsa?».

Cambiar de salsa, esa es la cuestión. A qué enredarse en esencialismos vacuos o en estériles pesimismos... Si España fuera un individuo estaría obligada a frecuentar el diván del psicoanalista para, al freudiano modo, indagar en esos puntos críticos de la formación de su carácter. Estoy seguro de que aparecerían en ellos demasiadas ideologías de dispersión y una grave deficiencia: la dificultad histórica de conseguir una ley verdaderamente igual para todos, capaz de asegurar la convivencia democrática y de fomentar la cohesión nacional sobre la base de los derechos individuales.

Juan Pedro Aparicio, novelista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *