Una ley pospandemia para la sanidad española

Quienes han investigado la pobre respuesta de EE UU, el país más rico y dotado técnicamente, a la pandemia han señalado que “la fortaleza del liderazgo sanitario en un país, y la confianza de la población en su Gobierno y sus dirigentes, es tan importante, si no más, como las capacidades técnicas” para que, mientras falten vacunas y tratamientos, funcionen las medidas de salud necesarias ante una situación así.

En España se ha producido también una pérdida de confianza en las instituciones que gobiernan la sanidad, que explica parcialmente la incertidumbre de la población española ante la pandemia. Sin embargo, no siempre ha sido así. Pese al innegable retraso en su adopción, tras la declaración inicial del estado de alarma la confianza de la población en las medidas adoptadas por el Gobierno fue mayoritaria. El resultado fue el control momentáneo de la pandemia. Finalizado el estado de alarma el 21 de junio, y tras perder los apoyos necesarios para su prolongación, el Gobierno manifestó, sin embargo, que a partir de entonces la gestión del sistema sanitario correspondía a las comunidades autónomas.

Este criterio parecía justificar que la intervención estatal sólo se debía al carácter extraordinario de las medidas adoptadas, que incluían limitaciones de libertades y derechos fundamentales; y no, por el contrario, al carácter extraordinario en sí mismo de la pandemia, cuya misma definición implica ser no sólo supraautonómica, sino supranacional, e incluso supracontinental. Se reafirmaba así que el Gobierno, salvo para adoptar medidas excepcionales, es ajeno al gobierno de la sanidad, incluso en situaciones excepcionales. El Gobierno reforzó incluso este criterio con la atribución a las comunidades autónomas de la responsabilidad del manejo exclusivo de los Fondos Covid para financiar el incremento de gasto provocado por la pandemia, sin control por su parte sobre su utilización.

Pese a todo, conforme fue evolucionando la pandemia se hizo evidente la necesidad de la intervención estatal, pues bajo la responsabilidad exclusiva de las autonomías ésta se había descontrolado a lo largo del verano. Todo ello derivó en la adopción de una Estrategia Nacional para la covid-19, y la declaración de un nuevo estado de alarma, de seis meses de duración.

Las actuaciones previstas de la Estrategia Nacional, expuestas como ejemplo de “cogobernanza” del sistema, se caracterizan por llevarse a cabo por acuerdo entre el Gobierno y las autonomías. Sin embargo, esto no ha evitado el desacuerdo público entre el Gobierno y algunas comunidades. Por su parte, la posible adopción de estas medidas por las autonomías mediante una modificación limitada de las leyes sanitarias, propuesta por el PP, ha sido ya rechazada por el Congreso. Los diversos enfrentamientos y recursos, incluso ante tribunales, en especial por parte de la Comunidad de Madrid, constatan que el sistema sanitario no dispone de estructura y mecanismos claros y eficaces para resolver situaciones de conflicto entre gobiernos sanitarios de distinto nivel. Ello provoca una pérdida de confianza de la ciudadanía en el gobierno del Sistema Nacional de Salud.

Pero, además, la pandemia ha puesto de relieve déficits estructurales manifiestos de los sistemas de información epidemiológica y de funcionamiento del sistema sanitario asistencial, defectos importantes de los sistemas de compras, y ausencia de mecanismos de garantía de igualdad en el acceso y libre circulación de pacientes en el sistema nacional de salud. Carencias cuyo origen común estriba en la inseguridad jurídica de la distribución y el ejercicio de las competencias sanitarias tanto por parte del Estado como por las comunidades autónomas, como consecuencia de su interpretación desde la propia Constitución.

Si ésta atribuye al Estado la “coordinación general de la sanidad”, sin embargo, su desarrollo ha sido especialmente limitado, y su interpretación reducida en la práctica desde la propia Ley General de Sanidad (LGS) de 1986 a la búsqueda de acuerdo entre las autonomías para adoptar cualquier decisión, sin ninguna capacidad ejecutiva real por parte del Estado en el funcionamiento del sistema sanitario. Una interpretación sostenida por todos los Gobiernos desde entonces, independientemente del partido político en el poder.

Por su parte, ni la organización ni la financiación del sistema sanitario que se derivan de tal interpretación se sustentaron siquiera sobre una base legal expresa y razonada: las competencias ejecutivas en materia de salud pública se transfirieron a la totalidad de las autonomías antes de la LGS. La regulación de la descentralización de la asistencia sanitaria tampoco se hizo en esa Ley, que se encontró con el traspaso ya hecho a Cataluña, en 1981, y a Andalucía, en 1984. Fueron los intereses, principalmente económicos y organizativos de la primera, los que fijaron los límites de coordinación y organización del sistema sanitario, que no se completó hasta 2001.

De esos problemas de confianza, estructurales y de funcionamiento del sistema sanitario observados durante la pandemia deriva la necesidad de una nueva Ley General Sanitaria que establezca una nueva organización y funcionamiento del Sistema Nacional de Salud sobre una interpretación de competencias sanitarias diferente, adecuada a su ordenamiento constitucional.

Javier Rey del Castillo es portavoz de la Plataforma por el gobierno federal de la sanidad universal.

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