Una maldición olímpica

No me divierte el atletismo de los humanos, que son, a fin de cuentas, menos fuertes, menos rápidos y menos ágiles que muchos otros bichos que tienen el buen gusto de no cobrar por probar su superioridad atlética. Ver a un concursante demostrar que es capaz de llegar a cualquier sitio más rápido que otros me deprime y me aburre.

Sin embargo, me resultan interesantes ciertos aspectos relacionados con los Juegos Olímpicos. Remontémonos a 2005, cuando el Comité Olímpico Internacional concedió a Londres la organización de los Juegos que se celebran este verano en detrimento de otras capitales europeas como París o Madrid. Sospecho, y lo hago sobre una base de cálculos objetivamente verificables, que la capital británica cosechó esa gran victoria de manera un tanto dudosa.

La noche en que se proclamó a Londres como sede de los Juegos de 2012, llamé a un amigo que formaba parte de la candidatura madrileña para felicitarle. La capital española, le aseguré, había escapado a un desastre. La victoria de Londres recordaba a la del rey Pirro de Epiro, quien venció a los romanos, pero a un coste tan elevado que renunció a librar más batallas. Ahora que se acerca la cita olímpica podemos ver lo que están sufriendo los londinenses y lo que van a sufrir luego.

En 1908 Londres no tuvo que invertir demasiado para abrir nuevas instalaciones, y el balance final de aquellos Juegos arrojó resultados financieros bastante respetables: 85.000 libras en gastos por 92.000 en ingresos.

Los segundos Juegos celebrados en Londres tuvieron lugar en 1948, y en algunos aspectos fueron incluso más exitosos que los primeros. Ello se debió en parte a innovaciones deportivas como el enorme aumento de la participación femenina o los comienzos del estudio científico de los aspectos médicos y nutricionales del atleta. Entre las ruinas provocadas por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial se festejó la austeridad como un rasgo saludable y la paz como el porvenir del planeta. El mundo aplaudió ese espíritu de perseverancia y magnanimidad. No se construyeron nuevas instalaciones, ni siquiera para acomodar a los concurrentes. Las delegaciones extranjeras tenían que traer sus propios jabones y toallas. La mano de obra era voluntaria, prolongando el sentimiento cívico que permitió a los ingleses superar la guerra. Así, desde luego, se ahorraba dinero. El gasto total fue de unas 760.000 libras y la ganancia bruta al final se elevó a las 29.421 libras.

Desde entonces, desgraciadamente, los Juegos han experimentado una gran transformación. La profesionalización ha destrozado el espíritu original del movimiento olímpico -el entusiasmo del aficionado, la tradición corintia de jugar por placer y por mejorar el cuerpo y carácter de los individuos-. Los Juegos ya no son auténtico deporte, sino una parte de la industria del entretenimiento, que sublima los valores del espectáculo y la extravagancia, esos malditos 15 minutos de fama que son el lema de la modernidad. La gran diferencia es además que en lugar de pagarse con inversiones de emprendedores, los Juegos se sufragan a cargo y coste del Tesoro público.

Los aspectos financieros llaman poderosamente la atención, ya que hoy en día es inconcebible que unos Juegos registren beneficios directos. Antes al contrario, entrañan pérdidas, así como suena. Los inevitables gastos de seguridad en este siglo XXI imposibilitan el sueño del superávit. Para pagar los Juegos de Sydney 2000 Australia tuvo que introducir nuevos impuestos. El coste de Atenas 2004 excedió su presupuesto en miles de millones de dólares, y las finanzas de la capital griega aún se resienten de aquel dispendio. Vancouver presupuestó 165 millones de dólares para organizar los Juegos de Invierno de 2010, pero acabó gastando más de mil. Pekín, tras gastar una cifra récord de 43.000 millones de dólares en 2008, se ha quedado con estadios vacíos y funcionarios que se niegan a comentar las pérdidas.

Según el presupuesto oficial, excesivamente optimista, los Juegos de Londres costarán a los pecheros británicos unos 11.000 millones de libras. Los pronósticos más alentadores -de los que nadie se fía, todo sea dicho- prevén unos ingresos de unos 4.000 millones. Así que los británicos acabarán gastando, como poco, unos 7.000 millones en un estadio que a la postre se demostrará inútil, unos efímeros puestos de trabajo y un centro de compras que probablemente quede a la larga abandonado.

La falta de beneficios directos no menoscaba la esperanza de algunos de que una subida en el turismo acabe compensando el esfuerzo y aporte más dinero a la ciudad durante la celebración de los Juegos. Pero según estudios ya disponibles parece que el turismo sufrirá en realidad una bajada fuerte. Lógicamente, nadie quiere visitar Londres en unas fechas en que todo se va a reducir a caos y espanto por el jaleo de los Juegos y la amenaza del terrorismo. La demanda de plazas hoteleras en las fechas de los Juegos ha disminuido, y las muchas nuevas instalaciones, construidas a costa de grandes dispendios, se quedarán sin clientes. Es más, un montón de entradas para los distintos eventos deportivos quedarán sin venderse. Los negocios londinenses, en definitiva, sufrirán por la clausura de calles, los atascos y la imposibilidad de acceso al centro de la ciudad (reservado al tráfico olímpico) durante días. Con tal de evitar los problemas de transporte, el Gobierno de Cameron, aunque parezca mentira, está publicando anuncios en los periódicos recomendando a los londinenses quedarse en casa durante los Juegos en lugar de acudir a sus empleos. Un ministro ha sugerido incluso que la mejor estrategia para evitar disgustos será refugiarse en un pub.

«Por lo menos», dicen algunos buscando consuelo desesperadamente, «recuperaremos para Londres algo del prestigio que les tocó a nuestros antepasados de 1908 y 1948». Tal vez. Pero esa eficacia inglesa de hace más de medio siglo ya no existe. Las generaciones de entonces, templadas en los fuegos de las contiendas imperiales y las guerras mundiales, han dado paso a una población consumista y poco trabajadora, incapaz, por lo visto, de aceptar responsabilidades cívicas. Me temo que la ceremonia inaugural sea pretenciosa pero débil y trillada, el caos de las calles patético e irrisorio, y las medidas de seguridad enojosas y estúpidas. No sé si Madrid lo habría hecho mejor. Gracias a Dios, no tendremos la oportunidad de saberlo. España ya tiene bastantes problemas sin tener que sufrir unos Juegos. De nuevo, ¡enhorabuena, Madrid!

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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