Una manera honorable de robar al pueblo

Una manera honorable de robar al pueblo

Omar Bongo redecoró su avión privado con 2,5 millones de euros procedentes de ayuda humanitaria. Gabón fue a la vez, bajo su presidencia, uno de los países más pobres y el que más champaña consumía del mundo. La comisión que investigó por corrupción al líder de Maldivas, Maumoon Abdul Gayoom, descubrió entre sus gastos el pago de un vuelo chárter para traer desde Londres pañales para su nieto. La mansión de Hun Sen, otro sátrapa, es tan grande que cuando llegas pueden pasar 10 minutos hasta que encuentras la entrada, si la recorres en coche. Varios tanques, medio millar de soldados y dos helicópteros protegen la vivienda del primer ministro camboyano, porque si algo enseña la historia es que hasta el más paciente de los pueblos termina hartándose de que le roben.

Las extravagancias de los líderes de grandes cleptocracias me venían a la cabeza al leer los detalles de los manejos de los Pujol, viajes a Andorra con bolsas de basura llenas de dinero incluidos. El clan ha logrado esta semana que todos sus miembros estén imputados por delitos que van desde el lavado de dinero a la evasión fiscal. No es poco, teniendo en cuenta que el patriarca ha disfrutado durante décadas del título de molt honorable (muy honorable) y que sigue siendo, a ojos de muchos catalanes, todo un patriota.

Jordi Pujol siempre estuvo más cerca de Omar Bongo que de Braveheart y ahora sabemos que su proyecto vital nunca fue la emancipación de Cataluña, sino establecer una monarquía del dinero que pagara sus caprichos en esta vida y los de su estirpe de aquí a la eternidad. Al igual que Bongo, Gayoom, Hun Sen y tantos otros, Pujol siempre tuvo problemas para distinguir el dinero público del privado, el interés nacional del propio y la chequera de la bandera con la que sus discípulos siguen ocultando hoy el saqueo económico y moral de Cataluña.

Las corruptelas de los Pujol no tienen nada de particular y son más bien vulgares, con los retoños gastando su fortuna en coches deportivos, relojes de lujo, joyas y todo lo que les permita enviar el mensaje de que han triunfado en la vida, aunque sea a golpe de apellido y favores. Lo realmente inquietante, por lo mucho que dice de la Cataluña y de la España de las últimas décadas, es esa red de complicidades, miradas a otro lado y protecciones inconfesables que concedieron impunidad a Pujol y los suyos. Unas veces a cambio de una supuesta estabilidad, otras porque interesaban sus votos, por puro compadreo o por razones de las que desconocemos los detalles, salvo que nada tenían que ver con el despiste.

La corrupción del nacionalismo catalán ha durado tanto, ha sido tan burda, que nadie puede alegar desconocimiento. Al leer cómo funcionaba todo, en la crónica que hoy publican Joaquín Manso y Fernando Lázaro, te preguntas: ¿Ocurría realmente todo esto en Cataluña o en Gabón? ¿Cómo es posible que queden ciudadanos catalanes que vean en los Pujol o sus herederos políticos mártires de la causa nacionalista? ¿Que alguien, por mucho sentimiento independentista que albergue, quiera poner la construcción de un nuevo país en manos de gente así?

Desde los años 80, empezando con la protección que Pujol recibió para escapar indemne del caso de Banca Catalana, hubo un empeño en que nuestro hombre de Estado –durante mucho tiempo se le describió así desde Madrid– pudiera robar al pueblo de la forma más honorable posible. Todo el mundo sabía y todo el mundo callaba mientras el clan gestionaba una «organización criminal» que permitió a la familia Pujol ingresar 47 millones de euros entre 1990 y 2012, según datos remitidos por las autoridades andorranas. Nos queda la duda de si se hubieran salido con la suya de conformarse con la mitad, pero ya decía Louis de Bonald que lo que pervierte a los hombres no es tanto la riqueza como «el afán de riqueza».

David Jiménez, director de El Mundo.

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