No hay explicación que pueda justificar el crimen que se ha cometido, y no existe excusa alguna para las estúpidas acciones del Gobierno y el Ejército. Israel no envió a sus soldados a matar a unos civiles a sangre fría; era lo que menos deseaba. Y sin embargo, una pequeña organización turca, de creencias religiosas fanáticas y hostil a Israel, reclutó para su causa a varios cientos de defensores de la paz y consiguió hacer caer a Israel en una trampa precisamente porque sabía cómo iba a reaccionar, sabía que Israel estaba destinado, como una marioneta sujeta por un hilo, a responder como lo hizo.
¡Cuánta inseguridad, cuánta confusión y cuánto pánico debe sentir un país para actuar como ha actuado Israel! Con una fuerza militar excesiva y una incapacidad fatal de prever la reacción de quienes se encontraban a bordo del barco, su intervención mató e hirió a unos civiles, y además lo hizo -como si fueran piratas- fuera de las aguas territoriales israelíes. Desde luego, esta valoración no significa que esté de acuerdo con los motivos, explícitos u ocultos, de algunos de los participantes en la flotilla de Gaza. No todos sus miembros eran pacifistas humanitarios, y las declaraciones de varios de ellos sobre la destrucción del Estado de Israel son criminales. Pero eso no importa en este momento; esas opiniones, que sepamos, no merecen la pena de muerte.
Las acciones cometidas por Israel el otro día no son más que la continuación del vergonzoso bloqueo de Gaza, que, a su vez, es la perpetuación de la estrategia torpe y prepotente del Gobierno israelí, dispuesto a amargar la vida de un millón y medio de inocentes en Gaza para obtener la liberación de un soldado preso. Y ese bloqueo es la consecuencia inevitable de una política inepta y calcificada, que una y otra vez recurre al uso de una fuerza masiva y desmesurada en cada ocasión en la que lo que se necesita es prudencia, sensibilidad e imaginación.
En cierto modo, todas estas calamidades -incluidos los letales sucesos de anteayer- parecen formar parte de un proceso más amplio de corrupción que aflige a Israel. Da la sensación de que un sistema político empañado y abotargado, consciente y temeroso del desastre provocado desde hace años por sus propios actos y errores, y sin esperanzas de que haya posibilidad de deshacer el lío interminable causado por él mismo, se vuelve cada vez más inflexible ante unos retos acuciantes y complicados y, al hacerlo, pierde las cualidades que en otro tiempo caracterizaban a Israel y sus dirigentes: frescura, originalidad y creatividad.
El bloqueo de Gaza ha fracasado, lleva fracasando cuatro años. Eso significa que no solo es inmoral, sino también inútil, e incluso empeora toda la situación y perjudica los intereses fundamentales de Israel. Los crímenes de los líderes de Hamás, que retienen cautivo al soldado Gilad Shalit desde hace cuatro años sin haber dejado que la Cruz Roja le visitara ni una vez, y que han disparado miles de cohetes desde la franja de Gaza contra pueblos y ciudades israelíes, son actos contra los que es preciso actuar con firmeza, utilizando los medios legales de que dispone un Estado soberano. Mantener sitiada a la población civil no es uno de esos medios.
Me gustaría pensar que la conmoción causada por las desesperadas acciones del otro día va a hacer que se revise la idea del bloqueo y se acabe librando a los palestinos de su sufrimiento y limpiando la mancha moral de Israel. Pero nuestra experiencia nos enseña que ocurrirá lo contrario: los mecanismos de respuesta violenta, las espirales de odio y venganza, han comenzado un nuevo asalto, cuya magnitud es todavía imposible de predecir.
Esta operación insensata demuestra, sobre todo, hasta dónde llega el declive de Israel. No es una exageración. Cualquiera que tenga ojos lo sabe. Ya se oyen aquí algunas voces que pretenden dar la vuelta al sentimiento de culpa israelí, natural y justificado, para afirmar con estridencia que la culpa es del mundo entero. Nuestra vergüenza, sin embargo, será más difícil de sobrellevar.
David Grossman, escritor israelí. Traducción del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia.