Una mejor globalización

Desde que comenzó la pandemia, mucho se ha escrito sobre la globalización, sus inconvenientes en momentos de disrupción globales, y las supuestas bondades de un repliegue hacia el ámbito nacional. En este sentido, como en muchos otros, la crisis de la COVID-19 ha acelerado tendencias preexistentes. De hecho, la ratio del comercio respecto al PIB global —uno de los principales indicadores asociados a la globalización— ha seguido una tendencia descendente desde 2012, y los movimientos políticos antiglobalistas llevaban ya tiempo incrementado su popularidad.

Estos movimientos tienen algunos motivos de peso para desconfiar de la globalización, y más en estos momentos. La escasez de material esencial ha demostrado que las actuales cadenas globales de valor —con una excesiva concentración de proveedores y sin acumulación de stocks— son muy poco resilientes. Esto se suma a que, como ya se venía recordando, la globalización ha generado perdedores a escala nacional, especialmente en países desarrollados. Estados Unidos es un caso particularmente llamativo: la renta media del 50% más pobre se vio reducida entre 1980 y 2010. La deslocalización productiva no es ni mucho menos el único factor que explica este fenómeno (los efectos de la automatización sobre la desigualdad se pasan por alto demasiado a menudo), pero su papel ha sido significativo.

Conviene, sin embargo, no caer en la tentación de plantear enmiendas a la totalidad. Los axiomas de Adam Smith sobre la especialización productiva y de David Ricardo sobre las ventajas comparativas son tan ciertos ahora como hace siete meses, o como hace doscientos años. En su conjunto, la globalización ha sido claramente beneficiosa, sacando a millones de la pobreza, con lo que el foco de nuestra acción política debería situarse en reformarla, no en destruirla.

Para empezar, las organizaciones económicas de integración regional deben potenciar el desarrollo de cadenas regionales de valor para bienes de gran relevancia estratégica; no solamente los chips electrónicos, sino productos de primera necesidad como la comida. Evitar una nueva situación de escasez requerirá una transición de un modelo just-in-time a uno just-in-case, que priorice la seguridad de abastecimiento. Pero eso no pasará necesariamente por adoptar posturas autárquicas —con las implicaciones políticas y económicas que eso acarrea—, sino por dotar de un mayor grado de diversificación a las redes de suministro global.

Asimismo, debemos seguir promoviendo un cambio de paradigma a nivel doméstico que nos permita combatir las enormes desigualdades intrapaís que han surgido. Las autoridades nacionales y locales han de establecer mecanismos de protección adecuados para salvaguardar los derechos fundamentales de sus trabajadores y ofrecerles la perspectiva de un futuro digno. Puede contemplarse, entre otras cosas, la adopción de sistemas de renta mínima (ya implementados en muchos países), la inversión en formación profesional y académica en los sectores económicos del futuro, y el lanzamiento de programas de empleo público en el desarrollo de la transición ecológica.

Por otro lado, hay que abordar urgentemente los puntos flacos del sistema comercial mundial. Para ello, el nombramiento en unos meses de un nuevo director general de la Organización Mundial del Comercio será clave. Quienquiera que sea elegido tendrá la ardua tarea de resucitar una organización lastrada por el rotundo fracaso de la Ronda de Doha, la actual potestad de sus Estados miembros para autodeclararse como países desarrollados o países en vías de desarrollo (sin que existan criterios objetivos), y la parálisis del Órgano de Apelación, elemento troncal del sistema de solución de diferencias comerciales. Sin un correcto funcionamiento de este sistema, los riesgos de que se propaguen las guerras comerciales aumentan exponencialmente.

Cuando hablamos de globalización, hoy nos referimos fundamentalmente al auge del comercio internacional y al movimiento libre del capital financiero. No obstante, como bien señala el economista Dani Rodrik, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales de 2020, no hay motivo para que la globalización se circunscriba a estos ámbitos. Más allá de lo puramente económico, resulta esencial profundizar en la gobernanza compartida de los llamados bienes públicos globales, de forma que dicha gobernanza se convierta en uno de los principales vectores de la cooperación internacional.

Amenazas tan graves y generalizadas como la que representa la pandemia de COVID-19, así como el cambio climático, únicamente pueden afrontarse de forma efectiva a nivel global. Las acciones que operadores económicos y Gobiernos nacionales emprendan por sí solos para remediar estos males no bastarán: la suma de iniciativas unilaterales nunca sustituye al multilateralismo.

La prevención de pandemias y otros riesgos a la salud pública solamente puede asegurarse a través de una Organización Mundial de la Salud empoderada en términos políticos y económicos. Como es obvio, la irresponsable decisión del presidente Trump de retirar a Estados Unidos de la OMS va en la dirección opuesta, y solo puede entenderse desde un prisma electoralista. Frente a estos desmanes, urge explorar cauces de reforma razonables que pasarían por revisar la financiación de la OMS, aumentando las contribuciones obligatorias de los Estados miembros. Y es que, de acuerdo con los montantes actualmente previstos para el bienio 2020-2021, el mayor contribuyente a la OMS no será un Estado sino un donante privado: la Fundación Gates. Además de corregir estos inaceptables desajustes, habría que dotar a la organización de personal suficiente y capacidades reales de inspección e imposición de sanciones vinculantes, y garantizar que en el desarrollo de su labor impere siempre la ciencia sobre los intereses nacionales.

A nivel medioambiental, es vital reconocer que atajar el cambio climático representará la lucha de nuestro siglo. Deben fomentarse las colaboraciones público-privadas en la transición a un modelo productivo sostenible, reconociendo que la adopción de una economía verde no solo favorecerá a generaciones futuras, sino que es rentable incluso a corto plazo. El contexto actual nos brinda la oportunidad de implantar una condicionalidad verde en todos los instrumentos de recuperación económica que pongamos en funcionamiento, como ocurrirá con el histórico fondo de recuperación que los líderes europeos acaban de acordar. También debe darse mayor protagonismo a actores que a menudo quedan relegados a un segundo plano en el debate público sobre esta cuestión, como son las ciudades. Sirva de ejemplo e inspiración la iniciativa C40 de 96 ciudades globales aliadas en la lucha contra el cambio climático.

Invertir en una recuperación económica que ignore la necesidad de avanzar hacia la descarbonización es contraproducente. Tratar de acaparar las futuras vacunas contra el coronavirus impidiendo una distribución equitativa no acabará con la amenaza sanitaria y económica que supone la pandemia. Optar por el proteccionismo y por un repliegue nacional desaforado supone aplicar recetas de ayer al malestar de hoy. La globalización ha dado lugar a frustraciones e inquietudes perfectamente lícitas, y no podemos conformarnos con recordar los enormes beneficios agregados que ha comportado. Pero nuestra apuesta no debería centrarse en fomentar una menor globalización, sino en construir con templanza, rigor y ambición compartida una mejor globalización.

Javier Solana, a former EU High Representative for Foreign Affairs and Security Policy, Secretary-General of NATO, and Foreign Minister of Spain, is currently President of the EsadeGeo – Center for Global Economy and Geopolitics and Distinguished Fellow at the Brookings Institution.

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