Una memoria para desaprender la historia

Ante la aprobación el pasado martes en el Ayuntamiento de Madrid de la retirada de las calles y los monumentos dedicados a los socialistas Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto me acordé de una tira del genial Quino, fallecido desgraciadamente solo un día después: un anciano se cruza por la calle con un hippie melenudo y comenta en voz alta: «¡Esto es el acabose!». Mafalda, testigo de la escena, le replica: «No exagere, solo es el continuose del empezose de ustedes».

La votación en el pleno de Cibeles es, en efecto, el «continuose» del «empezose» de Rodríguez Zapatero. Es un revés para el PSOE, que descubre que su ley de 2007 ha propiciado el cuestionamiento público del papel del partido y de dos de sus más señalados dirigentes en el fracaso de la Segunda República y el deslizamiento hacia la Guerra Civil, en algunos de cuyos capítulos más cruentos tuvieron, además, un protagonismo discutible para unos, decisivo para otros.

Además, la propuesta para retirar a Largo Caballero y a Prieto de la vía pública se produce a las puertas de una nueva vuelta de tuerca de la «ley de memoria histórica». Lo que hace aún más notable su efecto catártico ya que, por lo que conocemos del anteproyecto, se trata de la apuesta definitiva del PSOE para imponer por ley la exoneración a título perpetuo de todas las responsabilidades históricas de las izquierdas durante el régimen republicano y la contienda fratricida. Todo un ejercicio propagandístico de «autoabsolución» costeado con ese dinero público que, según la vicepresidenta Calvo, no es de nadie.

Que pueda cuestionar el uso de una ley que siempre me ha parecido funesta, por la tentación de blandirla contra el rival político para atizarle con la Historia en la cabeza, no quita para que al mismo tiempo celebre que al PSOE y sus socios se les ponga en su sitio ante su voluntad de aprobar una ley antidemocrática que perseguirá y sancionará cualquier memoria del pasado que no sea la oficial.

Una ley de pura inspiración orwelliana pues cada memoria personal, por el hecho de ser única, sin más atadura que la de la propia experiencia, recreada o no, es una memoria libre. Una memoria colectiva, uniformada, encadenada a una doctrina, es una memoria totalitaria. Por eso, estremece pensar que este intento de imponerla se produzca con una pandemia que se ha llevado desafortunadamente a muchos de los que poseían esa memoria libre, fundamentada en lo que vivieron como testigos de aquella aciaga época.

Recordaré siempre el privilegio de haber escuchado hablar sin odio ni rencor a tantos veteranos de nuestra guerra, a pesar de que algunos revivían aún en sus noches las pesadillas del eco al alba de los goznes y cerrojos en las cárceles donde esperaban a ser fusilados. Españoles de uno y otro bando, o de ninguno de ellos, como eran la inmensa mayoría. Incluso forzados por las levas a combatir en el bando contrario a sus ideas. Cada una de sus historias bastaría para llenar un curso sobre los desastres de nuestra guerra para nuestros alumnos, en vez de robotizarlos con un manual de adoctrinamiento como pretende la nueva ley.

Hemos llegado al extremo de que para tener una «memoria democrática» sea obligado creer que las izquierdas en los años 30 eran formaciones sin pecado totalitario concebidas, forjadoras de un paraíso de libertad violentado imprevistamente por la facción. El Frente Popular era tan defensor de la Segunda República que su principal promesa electoral en 1936 fue la excarcelación de los detenidos por participar en el golpe armado contra el orden constitucional republicano de octubre de 1934, que causó más de mil muertos.

Reconozco que estos argumentos resultan ya tópicos para desmontar la pretensión de Sánchez e Iglesias de asaltar los cielos y seguir proyectando entre las nubes su película «anti-régimen del 78» sobre nuestro pasado, donde las izquierdas y los nacionalismos se asignan el papel de «los buenos» para dejar al resto el papel de «los malos».

Para que fuera una verdadera ley de fortalecimiento de nuestra democracia, debería buscar el máximo acuerdo posible, y ese solo puede cimentarse en el respeto a todos los juicios y opiniones sobre nuestra Historia, así como en el recuerdo, reconocimiento y reparación a todas las víctimas sin distinción.

Porque, una vez más, la izquierda antifranquista postmortem se convierte en la más fiel propagandista de las falacias de la dictadura, que se apropió de todas las personas asesinadas por los frentepopulistas declarándolas «mártires» de su causa. Incierta apropiación dado que la mayoría de las víctimas del terror republicano no fueron asesinadas por defender a Franco, sino por ejercer sus derechos y libertades bajo el régimen republicanos votando a partidos de derechas, leyendo periódicos monárquicos o simplemente yendo a misa. Pero aunque hubieran sido todas franquistas, su condición de víctimas de violaciones de los derechos humanos las hacen tan merecedoras del reconocimiento de nuestra democracia como todas las demás.

Las políticas de reparación se han aplicado desde el comienzo de nuestra democracia sin que provocaran conflicto porque partían de la convicción compartida de que la Guerra Civil era un pasado superado. Parece que a Sánchez e Iglesias les interese más perseguir y sancionar a quien no comparta su relato ideológico sobre el pasado que las propias medidas de reparación a las víctimas, como demuestra que la mayoría de estas sean mero atrezo sin efectividad alguna.

Con todo, la nueva ley demostrará el agotamiento de un claro proyecto de dirigismo social. La mayoría de los españoles saben distinguir entre lo que es una mixtura indigerible de sectarismo político y manipulación histórica y lo que son justas medidas de reparación, como el plan de exhumación de fosas, lo único bien trabado del anteproyecto gracias a la profesionalidad de asesores como Francisco Etxeberría y Francisco Ferrándiz.

Abrir la puerta a la persecución de ideas, opiniones o creencias religiosas –como indica en este último caso la propuesta de desacralizar el Valle de los Caídos y desahuciar a la comunidad benedictina– no es precisamente el homenaje que debemos a todos los que en las dos Españas pagaron con su vida el tener ideas, opiniones o creencias religiosas opuestas a las de sus verdugos. Su recuerdo no se merece esta ley. Nuestra democracia tampoco.

Pedro Corral, periodista y escritor, es diputado del PP en la Asamblea de Madrid.

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